¿Qué es un periodista?

Voces Emergentes

Un periodista es, ante todo, antes que nada, un desubicado. Un sujeto que está fuera de lugar, siempre otro lugar. Es casi la condición de su ser periodista. Se encuentra fuera del sentido común (no sobre, ¿eh?: fuera) y fuera, lejos, del sentido dominante.

Es, por eso, un sujeto incómodo. El periodista tiene –es su sino- que sentir incomodidad con el mundo. Eso no quiere decir que sea resentido ni morboso (aunque hay algunos que lo son y también se llaman periodistas). No, la incomodidad le llega del lado de su curiosidad siempre insatisfecha, de su duda que no cesa, de su búsqueda de lo que no se ve pero sabe que está, en algún lugar está y debe ser encontrado y contado, develado para que el sentido común se abra al sentido dominante. Esa duda inclaudicable incomoda, tal vez porque recuerda que siempre queda algo por develar, radiografía de una sociedad imperfecta.

El periodista es alguien que ve en exceso. Ve lo que se resiste a ser mostrado, lo que no es evidente. Y escucha entre el rumor indiferenciado la palabra que tiene que nombrar; la suya, la que le corresponde.

El periodista no sabe, por eso busca. Es un militante de la duda, de la incertidumbre, de la pregunta. Consciente de sus ignorancias, sabe que tiene que saber. No lo hace por nadie más que por sí mismo. En eso, es egoísta. La verdad que busca, la que lo inquieta, lo mueve, es la suya. Pero una vez que encuentra una respuesta más o menos cercana a su pregunta, se vuelve generoso: le pica la mano por escribir, compartir el pedacito de verdad que le escamoteó al sentido siempre esquivo. Por eso hay tantos periodismos. Porque hay muchos periodistas con dudas diversas, como la vida.

El periodista no es bueno ni malo. Es alguien que ejerce su oficio y lleva a cuestas, mal que le pese, tanta contradicción como cualquiera. Sin embargo, no debería mentir, ni enredar, ni omitir, mucho menos callar. Porque es periodista o es silencio. Y, entonces, traición.

El periodista no puede tener más amo que a sí mismo y conocerlo mejor que nadie; decirse con claridad desde qué lugar mira el mundo, qué valores lo sustentan. Porque sólo así será posible que nadie, jamás, lo obligue a declamar verdades ajenas, a la carta, para dejar contentos sólo al sentido común o al dominante.

El periodista no trabaja contra su gente, la que lo lee, lo escucha, lo espera, le cree. El periodista incomoda pero no divide; no conspira. El pedacito de poder que tiene es poder para que algo crezca, surja mejor. El periodista no abate a su gente, no la inmoviliza ni angustia. Porque aunque su material de trabajo sea oscuro, su impulso tiene que ser luminoso.

Hoy, día del periodista, todos recuperamos a Walsh y su gesto extraordinario: el tipo que, no bastándole la palabra entregó el cuerpo. Y me viene, a propósito, la pregunta –la duda, ¿no?- si Walsh con esa cruenta herencia no nos habrá mostrado no la inevitabilidad de la muerte para dar testimonio de nuestras búsquedas, sino la alegría de servir a algo que nos contiene y nos trasciende. Sin otro mérito –sin otro mérito- que el de un trabajo digno.