Presupuestos participativos: la seducción de la participación

Voces Emergentes

Como pueblo que en cinco siglos no ha tenido ocasión de gobernarse descubrimos tarde el concepto de participar en la vida pública. Claro, hablamos de lo mucho que votamos en las elecciones, y cómo nos emocionamos y marchamos por una u otra causa. Nos encanta hacer número y ser contados. Llamamos a eso participar.

El colapso de la confianza en las instituciones estatales en los últimos años ha exacerbado el ansia por hacernos sentir. Ahora nos vemos solos, en un lío de gobernabilidad del cual fuimos partícipes al seguir eligiendo a los irresponsables que seguían ofreciendo cosas a cuenta de una tarjeta de crédito que sabíamos que no se podría pagar. Participamos en el carnaval electoral, en el baile de los billones, en la guaracha del macho camacho (“la vida es cosa fenomenal...”). De paso descubrimos la participación comunitaria, o más bien la redefinimos después de abortarla junto con la División de Educación de la Comunidad, que en los cincuenta empezó a vender la peligrosa idea de que las comunidades eran capaces de nombrar sus propios problemas y diseñar sus propias soluciones. Y como el simbólico cordero de nuestro escudo, entregamos el poder que recién descubríamos y nos ofrecimos a ser contados a cambio de quien nos ofrecía más cosas: más cupones, más seguridad, más identidad, más reinas de belleza, más campeones deportivos. Participamos en la celebración... pero como mirones; como participa el público en una función. No somos ni guionistas ni directores ni actores de nuestro drama. Somos extras. 

La lengua inglesa tiene un concepto de “engaging” que no creo que exista en español. La mejor traducción es engranar, pero esta no trasciende lo puramente mecánico. Porque el engranaje ciudadano al cual quiero referirme no es una máquina con relaciones mecánicas sino un organismo emergente, auto organizado, con relaciones que constantemente autodefinen sus partícipes. Sus células autónomas interactúan y concertan para formar órganos, orientados a la salud cívica del organismo. Ese engranaje ciudadano, autónomo, democrático, no se ha dado en Puerto Rico desde los días de Agüeybaná.

Así con contadas excepciones promulgamos una participación ciudadana, pero no para gobernarnos sino para pedirle al Gobierno que haga cosas. Diseñamos programas de autogestión comunitaria pero con la cancha ya rayada y las reglas del juego ya escritas. Así también equiparamos participación ciudadana con cabildeo. Pero cabildeo es la competencia de grupos de interés para convencer al Gobierno que haga algo. Es otra forma de influir, similar a financiar campañas electorales o —por qué no— sobornar a funcionarios públicos. No es estar engranado en gobernarse; es darle codazos al otro para que mi interés prevalezca sobre el suyo. Aclaro que cabildear tiene lugar en la vida democrática de un pueblo, pues siempre habrán desavenencias y nunca habrá total consenso. Por eso se da la competencia electoral y el pugilato cabildero entre grupos de interés. Pero solo es democrática cuando es transparente y cuando complementa un proceso deliberativo que ya identificó los nodos de consenso y arroja los restantes disensos al debate. Sólo así.

Nuestro más reciente festejo participativo importado es el presupuesto participativo o PP. Originado en Brasil en los ochenta, el PP abre el porcentaje discrecional del presupuesto municipal —i.e. aparte de las obligaciones contractuales, laborales y financieras —a un proceso de discusión y votación abierto a grupos ciudadanos. Como experiencia democrática la idea se regó como pólvora por Latinoamérica y luego el mundo. En culturas políticas como la nuestra donde se participa solo haciendo número, la idea de amarrar usos presupuestarios a la decisión popular –aunque fuera solo para el porcentaje de libre discreción— abría puertas inusitadas de ciudadanía. En Perú hasta se integró a una reforma constitucional y se hizo obligatorio a todo municipio. 

En principio, el PP es mejora innegable sobre el viejo proceso donde a puerta cerrada se repartía la torta municipal entre correligionarios y amigos de la estructura en poder. Pudiera ser una excelente escuela de democracia pues enfatiza que no todo es posible, que hay evaluar opciones y tomar decisiones y que compete a los ciudadanos tomarlas. Además tiene otras ventajas. Un alcalde peruano me explicaba: “Al principio me aterraba que todo el mundo metiera la mano en ‘mis’ decisiones. Después me fui dando cuenta que las decisiones tomadas, aunque no fuesen mis preferencias, no eran insensatas. Además la gente se comprometía con ellas, haciéndolas sustentables. Así la gente quedaba feliz con su gobierno ...y me reelegían”. En Puerto Rico parecen estar generándose actitudes similares.

El PP puede ser tremendo espacio de deliberación ciudadana. La alerta es qué ocurre en ese espacio. Si es apropiado por élites participativas, los que saben organizarse y manipular reuniones, se vuelve un espacio cabildero entre grupos organizados de interés. Si pasa eso el público independiente pierde interés y desaparece el ciudadano. Entonces volvemos al grupo de conocidos, ahora con transparencia, pero disfrazados con un manto de legitimidad que al marginar al ciudadano aplazará el desarrollo de una cultura democrática.

Como complemento a un esfuerzo de fomento de ciudadanía propietaria y responsable, como espacio de concertación y no de debate, de invención y construcción de consensos y no de competencia de intereses, el PP pudiera ser un paso importante en la construcción de una democracia boricua que todavía se resiste a florecer. Hay pasos complementarios ya ocurriendo en Puerto Rico. El PP debe ir atado a ellos. Como con el amor, dejarse seducir por la participación satisface, pero es mejor entrar con los ojos abiertos.


Crédito foto: League of Women Voters of California LWVC, www.flickr.com, bajo licencia de Creative Commons (https://creativecommons.org/licenses/by/2.0/deed.es)