¿WhatsApp con el amor?

Caribe Hoy

Quizás el mítico origen –de esto que se ha dado en llamar “el amor en tiempos de wassup”- sea el ICQ (Internet Chat Query, o I seekyou) noventoso con los mensajitos de anotación palpitando cuando abríamos el programa como símbolo de que alguien nos había escrito. Como su nombre lo indica, podíamos buscar a alguien –el “gato” Gaudio, al “cuino”Scornik (compañero de composición de Calamaro)-, encontrarlos, enviarles un mensaje y, si respondían, entablar una conversación pasando por alto no sólo las determinaciones espacio-temporales sino incluso biográficas: ¿qué podían hablar un adolescente con un tenista que acababa de perder la final de un abierto alemán por dos millones de dólares con otro tenista argentino, Franco Squillari?

¿Qué podía tener en común un púber con el co-autor de “Estadio Azteca? Podría decirse, que los quería, que los admiraba –cada uno a su forma y en su debido momento-, pero no pasaba mucho tiempo hasta que, ¿cómo en el amor?, un amigo nos pinchara el globo y obligara a entrar el aire de la realidad: iluso, ¿cómo sabés que era Gaudio, que era el amigo de infancia de Calamaro? La sospecha, asociada a la inteligencia y profundidad de indagación, como conjura del amor al ídolo, terreno ingenuo y fanganoso.

El MSN (Maquila ¡Solidarity! Netwoork) resolvía en parte esta confusión: era -¿o todavía funciona?- como si nuestras identidades estuvieran un poco más solidificadas en ese lugar, como si remitirlas a un correo electrónico y no sólo a un número –en el ICQ éramos números, cuanto más bajo mayor el prestigio de ser los “primeros usuarios”- dijera más sobre nosotros y por ende dificultara el engaño. Sin embargo, como la misma proliferación de programas para saber quién nos había borrado de su MSN daba cuenta, había algo de la sospecha que persistía: queríamos confiar, ser aceptados y entablar una relación pero a la vez temíamos que, en mitad de la construcción de aquel vínculo, cuando uno pensaba que estaba cimentando algo sólido, el otro en realidad ya lo había borrado de su lista de contactos, de su agenda 2.0., por lo que las propias maquinaciones, como un cargador delirante, giraban en el vacío. ¿Quién no se despertó, la pasada década, una noche a la cuatro de la mañana y se conectó al msn para ver si había algún amigo –o enemigo, o mero conocido- con el cual hablar? Conozco una declaración de amor por msn, función que alguna vez quizá cumplieron las cartas, una declaración que no podía ser dicha corp ácorpy entonces nos conectamos a internet. Her es una gran película que nos lleva a pensar nuevamente qué es la técnica y qué lo humano, pero “hacemos el amor” por SO hace bastante.

El chat de Facebook (libro de caras) quizá no sea más que una versión mejorada –en tanto integrada, y postapcalíptica- del msn. Vemos “la pavada” que postean y posteamos y, si algo de la primera nos interesa, si el muchacho o muchacha nos gusta, nos dirigimos a la conversación y espetamos un mensaje privado, replegándonos de la espectacularidad de arrojarlo a la polis de los comentarios del texto o foto. Luego, siguiendo el ejemplo de Francis Underwood con Zoe Barnes para que no pase lo que a Rial con Mirra, borramos la conversación, no vaya a ser que la memoria técnica nos juegue una mala pasada. De todas maneras, como se ha reflexionado al respecto de twitter (pajarito), eso que posteamos y chateamos, incriminatorio o –como en realidad resulta- absolutamente intrascendente, permanece en algún lugar, lo borremos o no. Es como lo intramitable que se aloja –metafóricamente- en algún sitio a la espera de un disparador o hacker que lo actualice. Y nos complique la relación en la que nos envolvemos. Dando cuenta también de la fragilidad de nuestras condiciones contemporáneas de vida, amor y vinculación en general.

Me parece que el último paso –a los fines de la descripción, está claro que todo esto (y más) sucedió contemporáneamente y hasta en otra sucesión cronológica- antes del “amor en tiempos de wassap” son los mensajes de celular. Los que se pagaban-y pagan-, por los que nos descuentan pesos cuando llenamos sus caracteres. Es interesante el fenómeno de la inicial reticencia al aparatito –hasta se labraban calcomanías que pegábamos en nuestros cuadernos de estudio- para luego pasar, por supuesto que no sin un sinfín de mediaciones y complejizaciones, a la dependencia. Quiero decir, leer con él –o ella- al lado, preocuparnos –como si fueran llaves- de no salir sin él/ella de casa, irritarnos si enviamos uno y no nos es devuelto. Quizá haya algo de la reciprocidad, en torno al amor pero no sólo, involucrado en los mensajes de celular que, al menos hasta donde conozco,tal vez todavía no hayamos contemplado demasiado.

Como fuere, el celular –como la PC, la tele, la radio, la.. (con sus diferencias, por supuesto)-, adquiere propiedades casi mágicas, atributos que algunos dirán que se trata de transferencias de nuestros sentidos a un objeto inanimado o bien, sin que quizá resulte contradictorio, que la técnica no es neutral. Que tal vez “tenían razón” los anarquistas ludditas cuando afirmaban que había que destruir las máquinas, que no se trataba de expropiárselas al patrón y ponerlas “al servicio” de los trabajadores, porque, depuesto el patrón, otro patrón se impondría sigilosamente, como un currículum oculto de nuestras relaciones con la técnica. Le quiero enviar un mensaje a una persona pero en realidad lo hago a otra, la máquina es más rápida que yo, no puedo –por ser solamente humano- seguir la velocidad que la maquinación me propone. Por supuesto, no se trata de destruir nuestros celulares para conectarnos vaya a saber uno con qué. Pero sí me parece que, como cuando decimos a los estudiantes en la primera clase que ya están atrasados porque para hoy deberían haber leído no sé cuántos textos o cuando nos hacen un gol a los pocos minutos del primer tiempo, empezamos perdiendo. Que, en el amor que intentamos cimentar o consolidar a través del what’s up, hay alguien –o algo, no sé- con quien ya perdimos, que no es, relación amo-esclavo, el otro, que tampoco es necesariamente solamente uno, sino esa mediación, ese falo tecnológico que nos llevamos a la boca, a los oídos, al corazón y a los pantalones. Que si el amor -¿pero qué es el amor?- se trata de perder(se) y no de encontrar nada, ya hay una pérdida, un descentramiento anterior, que es la relación que tenemos con ese aparato que es al fin y al cabo lo que nos conecta y separa con el otro. La relación la tenemos con la técnica, y con los otros por añadidura. Quizá llegue el día, si es que ya no llegó, en que festejemosyéndonos un fin de semana corto nuestro aniversario con el celular.

Seguramente, a través de un generoso plan de pago de la compañía de celulares que, en primera instancia, nos ofreció el aparato. El amor, líquido y sólido a la vez, en cuotas.