Los 100 años de la Gran Guerra: una mirada del conflicto

Agenda Caribeña
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Las luces se apagan en Europa

Se cumplen 100 años del comienzo de la Primera Guerra Mundial (1914 – 1918), una conflagración de tan imponente magnitud que sus protagonistas y contemporáneos la bautizaron como La Gran Guerra. En realidad, esta Gran Guerra fue al mismo tiempo uno y múltiples conflictos, que tuvieron por efecto remodelar el mapa de Europa y, en buena medida, el planisferio.

Se hundieron tres de los imperios multinacionales más poderosos del mundo (Rusia, Austria–Hungría y el Imperio Otomano), salieron maltrechos otros más importantes (Gran Bretaña y Francia), los Estados Unidos emergieron como gran potencia mundial, en casi todos los países en guerra por primera vez se implementaron profundas regulaciones estatales de la economía, surgieron nuevos Estados nacionales, las primeras revoluciones proletarias exitosas pusieron de pie Estados socialistas y, poco tiempo después de la finalización de la contienda, cobró fuerza una forma muy particular de respuesta burguesa frente al desafío revolucionario: el fascismo. En realidad, el fin de la Gran Guerra en 1918 no fue el comienzo de una era de paz, sino la alborada de una inmensa cantidad de grandes confrontaciones sociales que desembocaron en la Segunda Guerra Mundial.

Buena parte de los historiadores, siguiendo a Eric Hobsbawm, fecharon el comienzo del “siglo corto” en las aciagas jornadas del verano de 1914, localizando su conclusión hacia fines de los ’80 y principios de los ‘90, con la caída de los regímenes del socialismo real en Europa Oriental. Si tenemos ganas de ser poéticos con la tragedia del siglo XX, sus primeras letras y su punto final se escribieron en los Balcanes y, si se quiere, en la ciudad de Sarajevo. El 28 de junio Gavrilo Princip, un nacionalista serbo-bosnio integrante de la organización Mano Negra, segó con un certero disparo, en un confuso episodio, la vida del próximo monarca del Imperio Austrohúngaro, el archiduque Francisco Fernando. El conflicto entre la casa de los Habsburgo, que desde Viena gobernaba un amplio territorio, y los serbios permitió iniciar una guerra para la cual todas las potencias del viejo continente se venían preparando con gran dedicación, aunque con desigual pericia. Poco más de 80 años después, la caída de los serbios en la batalla de Sarajevo concluyó con la primera fase de la desintegración de Yugoslavia, uno de los últimos países socialistas europeos en dejar de existir como tales.

En 1914 el Imperio Austrohúngaro declaró la guerra a Serbia, pronto la autocracia de Rusia, “defensora del paneslavismo”, enfrentó a la monarquía vienesa. En tales circunstancias el Imperio Otomano consideró necesario ingresar en la guerra frente al zarismo y sus ambiciones balcánicas y en el Mar Negro. Alemania, que también era un Imperio y calculaba su expansión hacia el Este, vislumbró la posibilidad de unirse a la cruzada contra Rusia y Serbia. Pronto los franceses, que aún recordaban la derrota de la guerra con Prusia de unas décadas atrás, encontraron en esas circunstancias la posibilidad de enfrentar y terminar definitivamente con la amenaza alemana, para lo cual convocaron a los británicos, quienes se unieron con mucho gusto tras las repetidas reyertas que se habían sucedido con los germanos en Asia y África durante los años inmediatamente anteriores. En pocas semanas, y a propósito de un incidente en la periferia de uno de estos imperios, todas las potencias europeas estaban frente a frente en los campos de batalla. 

La guerra esperada… y la guerra real

La noticia del comienzo de la guerra fue bienvenida con una explosión de patrioterismo en casi todos los países europeos. Pronto surgieron slogans nacionalistas y/o de alianza: los franceses e ingleses hablaban de una cruzada contra el “autoritarismo alemán”, haciendo caso omiso de su cooperación con la autocracia zarista. Los alemanes hablaban de la amenaza francesa y el atraso ruso, dejando en las sombras su propia beligerancia y el carácter retrógrado del Imperio Otomano que militaba en su coalición.

También surgieron voces a favor de la guerra que resaltaban el carácter heroico de los tiempos por venir, del lugar de lo bélico en la masculinidad, por no decir también de la importancia que tendría esta aventura para las jóvenes generaciones, ya muy “blandas de espíritu” a causa de la bonanza y el confort de la Europa de la belle epoque.

En consonancia con una era de progresos científicos y técnicos sin precedentes, en las academias militares europeas florecía una doctrina que ponía un énfasis decisivo en la creciente capacidad de fuego: el ofensivismo. Alemanes y franceses, rusos e ingleses, todas las grandes potencias contaban con una importantísima casta militar, la cual solía considerar que, dados los avances en el poder de destrucción material, la posición defensiva no tenía nada que ofrecer a los combatientes. Las guerras del futuro, decía la burguesía europea, serían dominadas por la posición del atacante, contradiciendo así la teoría clásica asentada en los escritos de Clausewitz.

Eran tales las condiciones de la carrera militarista – armamentista en la que se habían embarcado las potencias, que el estallido de la guerra durante el verano de 1914 fue un acontecimiento largamente esperado. Los estados mayores suponían una guerra dura, frente a rivales de gran fuste, pero que se resolvería antes de la navidad de ese mismo año. A esa hipótesis se adecuaba la campaña política y la logística. Pronto la realidad terminó por imponer otras necesidades y problemas. Llegado diciembre la guerra se encontraba muy lejos de estar finalizada y en amplias extensiones de occidente los ejércitos se habían enterrado en intrincados sistemas de trincheras.

Cuando se considerara el desarrollo de una guerra resulta fundamental que se puedan evaluar los objetivos políticos de los contendientes, las formas de lucha y las pasiones despertadas para que el esfuerzo bélico sea apoyado. Una vez comprendidos estos elementos, se podrán distinguir los distintos frentes y sus diferentes realidades.

La primera guerra mundial comenzó como una oportunidad para todos los Estados de Europa: vencer a los vecinos y apropiarse de sus territorios y sus recursos, incluidas las colonias en otros continentes. Como se puede ver, los objetivos políticos eran notoriamente altos, determinando con ello un significativo esfuerzo bélico que encaminó a las potencias a una guerra total. Las fuerzas armadas veían la ocasión de probar sus nuevas armas y técnicas frente a enemigos mucho mejor entrenados y preparados que los nativos de Asia y África, a quienes habían doblegado en las últimas cinco décadas. La mayoría de los pueblos europeos vio en el conflicto una posibilidad de reafirmación nacional.

Esta guerra, pensada como una oportunidad para mostrar los “progresos” y la modernidad de los ejércitos de las potencias, en términos concretos se convirtió en la mayor matanza que había realizado la humanidad hasta el momento, contándose con el aterrador número de aproximadamente 20 millones de muertes en tan sólo cuatro años (poco más de la mitad eran soldados). 
La magnitud de estos daños fue una sorpresa para la civilización burguesa, no así para los socialistas, que desde hacía décadas discutían con ahínco en torno a las guerras del presente y del futuro, como parte integrante de la lucha de clases a nivel internacional.

El movimiento socialista

El movimiento socialista, nucleado en la II Internacional, venía debatiendo desde fines del siglo XIX respecto de las formas que venía adoptando el capitalismo. Para una lectura economicista la discusión era sobre el rol de los monopolios y la concentración de capitales, para una lectura marxista las controversias giraban en torno al carácter de la lucha de clases en aquel momento. Dicho de una forma más simple ¿las mutaciones que había experimentado el capitalismo sentaban condiciones para un desarrollo pacífico y la conquista de derechos mediante reformas paulatinas o, por el contrario, el desarrollo de las contradicciones del capitalismo sólo podía desembocar, en el mediano plazo, en una conflagración mundial entre las potencias? Naturalmente, el segundo diagnóstico abría las puertas a una política totalmente diferente que el primero: por delante no había demasiado espacio para reformas, se acercaban tiempos de guerra entre las burguesías europeas y era necesario prepararse para luchar por convertir esos conflictos en revoluciones sociales. Había que aprovechar la circunstancia de que las clases dominantes armaban materialmente a los obreros y campesinos de sus países y trabajar políticamente para que esos proletarios cambiaran el fusil de hombro y, en lugar de disparar contra sus hermanos proletarios de otros países, lo hicieran contra quiénes los mandaban a la guerra: los políticos y los capitalistas de los Estados donde ellos eran ciudadanos.

Los partidos socialistas del continente se encontraba divididos en dos alas a raíz de esta divergencia: los reformistas y los revolucionarios. Si bien existían algunos dirigentes que navegaban en aguas intermedias en ciertas coyunturas políticas, los diferentes diagnósticos implicaban también posturas teóricas totalmente contradictorias: ¿podía cambiarse en mundo paulatinamente? ¿O era un mundo que se encaminaba a la barbarie y el socialismo sería la única esperanza para defender las conquistas de la civilización y ampliarlas luego de la catástrofe de la guerra? Cuando llegó 1914 casi todos los socialistas europeos fueron detrás de sus respectivos gobiernos nacionales y apoyaron el esfuerzo de guerra. Sólo una minoría, dentro de la minoría que eran los revolucionarios en 1913, se mantuvo en la tesitura de que la guerra sería una carnicería, donde los trabajadores pondrían el cuerpo para defender los intereses de sus explotadores, que la contienda sólo traería barbarie y que había que luchar contra ella, por el derrotismo del propio país. Lenin y los bolcheviques rusos fueron un ejemplo, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht en Alemania también. Pero ciertamente eran débiles. Como dijese el máximo dirigente proletario ruso: “en 1914 todos los internacionalistas del mundo cabíamos en cuatro coches.”

Sin embargo, conforme avanzaba la guerra este aislamiento fue quebrándose. Primero se volvió más relativo y luego inexistente. Los ingentes horrores de la conflagración pusieron en crisis la conciencia nacional de las masas europeas y también de los soldados. La segunda mitad de La Gran Guerra y su final fueron el escenario de un ascenso revolucionario sin precedentes. Los hechos de Febrero y Octubre de 1917 en Rusia y la fundación de la URSS; las revoluciones en Hungría y Alemania entre 1918 y 1919 o el bienio rojo italiano de 1919-1920, son algunos ejemplos de cómo la crisis política en los Estados derrotados en la guerra se puede convertir en una situación revolucionaria.

Ahora bien, para entender estos procesos es necesario comprender los padecimientos de amplias capas de la población como producto del esfuerzo que significó esta guerra. Por este motivo nos vamos a adentrar en los frentes de batalla y reconocer brevemente la lógica del ejercicio de la violencia y sus resultados.

Los diferentes frentes de la guerra

Siendo esquemáticos podemos decir que hubo cuatro frentes en la Primera Guerra Mundial. Si bien en todos los casos se observa una intensidad en el uso de la violencia que hasta el momento era desconocida, cada uno de estos teatros de operaciones presentaron lógicas relativamente diferentes. El primero, aunque menor en importancia, fue el marítimo. Alemania se preparó durante casi dos décadas para luchar contra el Reino Unido. Los británicos, que poseían un imperio donde nunca se ponía el sol, tenían la mejor flota del mundo, con una diferencia inestimable sobre cualquier adversario. Frente a ello el imperio del káiser realizó el siguiente cálculo estratégico: había que causar toda la destrucción posible en el mar, obstaculizar el comercio y poner en crisis a la marina real. Sabían, desde un primer momento, que no vencerían en las aguas, no obstante lo cual, lo que allí ocurriera permitiría entorpecer el esfuerzo bélico de la Entente. Así lo hicieron con sus modernas y artilladas embarcaciones, entre las que incluían una potente y entrenada flota de submarinos que causó enormes dolores de cabeza a los ingleses.

El aumento de las hostilidades en el Atlántico Norte permitió que, tras un incidente, el Presidente norteamericano Wilson tuviera una excusa válida para convencer al Congreso de ingresar a la guerra europea, cosa que los EEUU hicieron recién en 1917. Éstos realizaron  una interesante colaboración con su marina y tuvieron un mediocre desempeño con su infantería, absolutamente mal preparada, desde el punto de vista de su adiestramiento, para las batallas contra los soldados de los imperios centrales.

El segundo frente, también de menor importancia en comparación con los del continente, era la periferia europea, sobre todo el norte de África y Medio Oriente. Allí el Imperio Británico tuvo que vérselas con numerosas dificultades para conservar su poder sobre buena parte de estos territorios. Inclusive sufrió derrotas severas, como la de Gallipoli contra los turcos en 1915. Las ambiciones locales de sus aliados y sus enemigos, junto al desconocimiento de varios tramos del territorio y a la incapacidad de hacer frente a ciertas amenazas mayores de lo esperado, terminaron por construir un escenario bélico lleno de fricción y muy costoso. No obstante aquello, el Reino Unido terminó por conservar y aún ampliar su influencia en la región.

El tercer frente que vamos a mencionar, ya uno de los dos principales, es el Oriental. Allí chocaban Alemania, Austria-Hungría y los otomanos contra Rusia y Serbia. De norte a sur, este teatro abarcaba desde las gélidas aguas del Báltico hasta las cálidas islas griegas. El centro y el este del continente estaban en disputa, una amplia extensión en la cual batallaban tres de los imperios que no resistieron la prueba de la guerra. Muchas de las imágenes de la Primera Guerra, tales como las trincheras y el estancamiento, pertenecen al frente Occidental, en Bélgica y Francia. En el enorme frente oriental primó la movilidad y los cambios continuos en las relaciones de fuerzas y, por ello, el usual trueque de las distintas zonas en disputa. No es casual esta diferencia entre ambos frentes. Al fin y al cabo las trincheras, como veremos, son el producto de la simetría entre las mejores fuerzas de Estados con gran solidez. En Oriente, como vemos, los Estados tenían una capacidad política, y por ello militar, mucho menor, por eso esta movilidad: nadie podía sostener una resistencia tenaz.

Al principio buena parte de Polonia fue bien defendida por los rusos, que incluso avanzaron hasta la Prusia oriental. Las tropas del Zar también hicieron zozobrar a los pelotones enviados por los Habsburgo, venciéndolos en varias ocasiones. Sin embargo, la tendencia de largo plazo fue de un avance alemán hacia el Este, terminando por doblegar a la infantería rusa. 
En este punto conviene hacer una aclaración: la evidencia hoy disponible no permite afirmar que las fuerzas armadas de la autocracia zarista fueran débiles desde el punto de vista militar. Contaban con numerosos inconvenientes logísticos, problemas que se hicieron evidentes para el conjunto de los contendientes conforme se desarrollaba un conflicto que todos buscaron, pero que luego asumió características nunca vistas. El mayor problema ruso era la heterogeneidad de su Estado mayor, dividido entre una casta conservadora y tradicionalista, refractaria a cualquier innovación, y una amplia generación de jóvenes oficiales, de sólida formación, muchos de los cuales se unieron a los bolcheviques durante la guerra civil posterior a la Revolución de Octubre. Estas debilidades no se comparaban con las del Imperio Austro-Húngaro, que prácticamente no tuvo ningún éxito en los campos de batalla de esta guerra, por no hablar de la gran precariedad del Imperio Otomano, que sólo contaba con un puñado de oficiales capaces desde el punto de vista castrense, quienes fundaron la República a principios de los ‘20.

Por su parte los alemanes también albergaban numerosas vulnerabilidades. La mayor y más peligrosa era la división en su Estado mayor acerca de cuál era considerado como el frente principal. Falkenhayn, máximo responsable militar germano durante la primera parte de la contienda, sostenía que había que privilegiar el frente occidental y que, vencida Francia y luego Inglaterra, el ejército alemán podría barrer con los rusos. Hindenburg y Luddendorf tenían la idea de que el frente principal se encontraba al este del río Elba. No resultaba descabellado, puesto que las primeras semanas habían sido sumamente complejas en oriente, debido sobre todo a raíz de la baja capacidad combativa mostrada por los aliados de Alemania.

Buena parte de nuestras imágenes mentales sobre la Primera Guerra provienen del frente principal aunque no único: Europa occidental. Del Mar del Norte hasta casi el Mediterráneo se extendió un frente sobre territorio francés y belga. Alemania avanzó por Bélgica derrotando su débil resistencia, que contrastaba con su crueldad para con los africanos, y se adentró en Francia. Durante los días inaugurales los germanos mostraron una enorme destreza bélica. Sus infantes estaban muy bien entrenados y vencieron en las primeras batallas. Los galos, primero bastante desorganizadamente y luego con gran seriedad, lograron imponer su resistencia. Se ponían frente a frente dos de las mejores infanterías del mundo, que contaban además con una excelente artillería. El resultado fue una tendencia al estancamiento. Pronto, en las primeras semanas, llegaron tropas británicas, las que mostraron toda su debilidad. Acostumbradas a luchar contra enemigos pobres y mal armados, que sólo tenían amparo en la fricción de territorios inhóspitos, los ingleses estaban muy mal preparados para la lucha contra Alemania. A su vez, su exigua cantidad hizo que, en los primeros meses, Francia resistiera en soledad el embate germano.

El final de 1914 y el comienzo del siguiente año dejaron una certeza: se estaba ante una nueva guerra, mucho más intensa, extensa y cruda que lo que se podía imaginar. Pronto todos los Estados tuvieron que reorganizar su actividad económica para abastecer a las tropas con lo necesario para enfrentar al enemigo. Las cantidades de municiones, ropas, alimentos, medicamentos y demás rubros de la logística quedaron cortos en comparación con la escala del conflicto. A su vez, esta situación no calculada reclamó la emergencia de nuevas tácticas de combate.

La táctica en La Gran Guerra

Frente al estancamiento basado en la relativa paridad y la creciente voracidad de la artillería, que literalmente producía una carnicería ante cada carga de infantería, los ejércitos se enterraron en trincheras. La trinchera no fue una estrategia, fue producto de la sangrienta simetría entre los contendientes. Los fusiles y el nuevo invento de las ametralladoras, cada día más precisos y en mayor cantidad, convirtieron a la guerra sobre el plano en un fenómeno más y más brutal. Las trincheras no hicieron su debut en este conflicto, ya en la Guerra Civil en los EEUU, cincuenta años antes, hubieron trincheras y técnicas contra las mismas. La novedad es que prácticamente todo el oriente de Francia estaba atrincherado para comienzos de 1915, convirtiendo la ofensiva en suicidio y ralentizando el ritmo de desarrollo del conflicto.

La guerra de trincheras motivó numerosas innovaciones, algunas que ya se habían probado, sobre todo en África contra la población nativa. Una de esas invenciones fueron los gases venenosos. Otra el uso de la aviación, primero para observar posiciones enemigas, luego para coordinar el uso de la artillería, posteriormente también para arrojar bombas y finalmente con el fin de luchar frente a los aviones del enemigo. La artillería se perfeccionó en su precisión y magnitud. También apareció un vehículo blindado, muy primitivo, que llevaba como nombre clave tanque, por el simple hecho de que los obreros metalúrgicos que fabricaban sus piezas pensaban que estaban produciendo tanques de agua para las tropas. Pasados sus primeros y estrepitosos fracasos, los tanques comenzaron a contribuir en los campos de batalla a medida que se fue aprendiendo a combinarlos con otras armas.

Lo más novedoso de los primeros años de la guerra fue la táctica de “morder para no soltar”, empleada con el fin de abrir brechas en las líneas enemigas. Si usualmente se hacía uso de la artillería pesada para luego avanzar con la infantería, desde 1915 lo que se intentó fue producir cortinas de fuego más largas e intensas, que verdaderamente iluminaban los cielos nocturnos, para luego avanzar con miles y miles de soldados. El resultado no podía ser otro que un baño de sangre más caudaloso. En la batalla de Verdún, por ejemplo, perdieron la vida más de 250.000 combatientes, quedando heridos alrededor de 500.000; en el Somme, donde tuvieron lugar enfrentamientos a lo largo de una línea de 40 km, perecieron más de 300.000 soldados; en la ofensiva final, hacia 1918, se registraron más de 2.000.000 de bajas, entre las cuales hay casi 1.000.000 de muertos en poco más que tres meses.

Semejantes condiciones distaban enormemente de las características que presentaban las guerras hasta aquel momento, como de las ideas previas con que se había cimentado el apoyo a las iniciativas bélicas. Comenzaba una crisis en la conciencia de amplias capas de la población.

La crisis bélica

Surgieron, en aquel entonces, numerosas manifestaciones de un conflicto entre los hechos del presente y las formas de la conciencia de los sujetos para articularlos. Una de esas expresiones fueron las neurosis de guerra, de las que tanto habló Freud, procesos psicológicos que representaban, a su modo, los horrores de combates con miles de muertos, con partes de cuerpos humanos desperdigados por el terreno, con enfermedades y olores vomitivos.

También emergió un enorme descontento entre las tropas de los Estados europeos. La continuidad de la guerra, con la extensión por tiempo indefinido de los padecimientos y sacrificios y con las órdenes de los Estados mayores que contaban a los soldados como mera carne de cañón. El lamentable estado sanitario de las trincheras y la pésima alimentación e indumentaria militar completaban un cuadro que resultaba difícil de soportar para los combatientes. Desde 1916, y con mayor fuerza en los años posteriores, hubo motines y revueltas en distintos puntos del frente occidental. Algunos de ellos con un ideario socialista. Con posterioridad a la Revolución Rusa, como hemos señalado, este tipo de fenómenos ganó en intensidad y extensión, sobre todo en el frente oriental.

Al mismo tiempo, esta conflagración cambió buena parte de las representaciones sociales acerca de la guerra. Esta actividad paulatinamente fue dejando de ser considerada como parte del proceso de subjetivación masculina, de hidalguía y de los héroes individuales, cuyos monumentos poblaban las capitales europeas. Fue constituyéndose un héroe anónimo, el soldado desconocido y lo bélico pasaba a ser sinónimo, cada vez más ampliamente, de una carnicería.

Por qué venció la Entente

Las razones de la victoria de la Entente Cordiale son múltiples y de diferente rango de eficacia en la explicación. En primer lugar por las condiciones que presentaban los aliados de cada bando. Los integrantes de la coalición comandada por el káiser se hundieron: el Imperio Austro – húngaro y el Imperio Otomano. Si bien ocurrió lo mismo con la autocracia rusa, el impacto de su colapso fue absolutamente diferente. En primer lugar porque desde el punto de vista militar no significó un alivio instantáneo para los alemanes. El control del territorio conquistado en el Este resultaba un desafío que insumía ingentes esfuerzos después de la Revolución de Octubre. En segundo, y mucho más importante, porque el descontento en las tropas y en el país se identificó con la Revolución Rusa, aumentando la desobediencia y la insubordinación en el frente y la conflictividad social interna.En segundo lugar algo que no por evidente sea menos cierto: Alemania se agotó. Gran Bretaña y Francia contaban con extensos imperios de ultramar de los cuales llegaban, a medida que fueron solventando su política militar en el mar, crecientes cantidades de insumos y seres humanos listos para entrar en combate. A este factor debe agregarse la incorporación de los norteamericanos en 1917.

Sin embargo este segundo factor tiene un peso militar limitado. En realidad, como bien explica Peter Hart en La Gran Guerra 1914 – 1918. Historia militar de primera guerra mundial, en cuanto a los factores militares se puede ver que durante el conflicto se aceleró el desenvolvimiento de una carrera armamentista y, lo que es más importante, un desarrollo de la táctica y de las cuestiones tales como el reclutamiento y entrenamiento. En esta carrera los vencedores fueron las potencias de la Entente. La inicial tenacidad francesa contrastaba con la escuálida infantería británica, acostumbrada a la guerra focalizada en enclaves coloniales. Gracias a las iniciativas de Kitchener los británicos comenzaron el reclutamiento masivo y el entrenamiento de la infantería. Esta adaptación insumió los primeros dos años y medio del conflicto, pero resultó decisiva para su resolución. 
Al mismo tiempo, como venimos mencionando, las tácticas también tuvieron su evolución. De las ofensivas ilimitadas de los primeros años de “morder para no soltar” ambos bandos lograron organizar una graduación del uso de sus fuerzas en el terreno táctico, ordenando sucesivos avances y líneas para contener las contraofensivas.

Estas innovaciones tuvieron un salto importante con la artillería automatizada, que evitaba los vuelos de reconocimiento y el desplazamiento de grandes cañones, dejando, de ese modo, de presentar los indicios de una inminente ofensiva de manera tan clara. Finalmente, las fuerzas de la Entente abandonaron la noción de “morder para no soltar” por una idea mucho más completa de la ofensiva táctica: menos hombres pero mejor armados. Así, se combinaban los esfuerzos de la artillería, que hacia el final del conflicto trabajaba en base a oleadas y posiciones de diferente profundidad; los tanques, la aviación, la artillería móvil y la infantería, que avanzaba ya en pequeñas filas de no más de diez miembros a las que llamaban “orugas”. La simple fuerza bruta de la pólvora expresada en Verdún o el Somme, en tres años era una potencia mucho más precisa, detallada y multiforme. Las líneas alemanas comenzaron a quebrarse en buena medida por los factores antes descriptos, y en otra a causa de la carencia de adaptación a estas novedades, estando a la vanguardia en 1914 y siendo los más retrasados en 1917 – 1918.

Por primera vez en cuatro años se habían quebrado las líneas de uno de los bandos. Durante 1918 la lucha fue encarnizada y sangrienta, pero Alemania estaba retrocediendo y finalmente fue derrotada. Sin embargo, lo que deparaba a la historia no era una época de paz.

Una paz sin paz

Con el fin de La Gran Guerra, en 1918, comenzaron las negociaciones de paz. En ellas se discutieron los célebres “14 puntos” del presidente norteamericano Wilson y también, contrariándolos, las ambiciones de los vencedores. La conferencia de París y los tratados de Versalles terminaron por imponer una enorme carga a los derrotados: mutilación de sus territorios anteriores a la guerra, pago de importantes sumas en concepto de reparaciones, prohibición de determinadas medidas económicas e industriales y limitaciones en la reconstrucción de sus fuerzas armadas.

La mayoría de los historiadores han remarcado estas difíciles circunstancias de 1918 y 1919 para explicar el retorno del fenómeno bélico al continente europeo casi veinte años después. Lo cierto es que las guerras no desaparecieron, sino que se localizaron. Rusia tuvo su guerra civil, en la que sobrevivió el régimen bolchevique gracias a su victoria en 1921. En Hungría ocurrieron hechos similares pero en menor escala, con la revolución de 1919, la represión encabezada por el ejército rumano y el ascenso de una dictadura militar conservadora. Turquía tuvo una guerra contra la ocupación de las potencias de la Entente y contra Grecia, que duró varios años y concluyó con la fundación de la República a principios de los ‘20. En los Balcanes no hubo paz, sino fragmentación y luchas entre las distintas nacionalidades: de este período datan organizaciones como la Ustacha croata. Alemania fue estremecida por la revolución socialista, su derrota, el fracaso de la República de Weimar y la ascensión del fascismo. En Italia el ciclo fue más breve, y el tránsito de la revolución al fascismo fue de tan sólo tres años. Poco tiempo después, a comienzos de la década del ’30 se fundó la República Española, que luchó casi una década por su propia existencia, incluyendo el trienio de la Guerra Civil, inmediatamente anterior a la Segunda Guerra Mundial.

En este sentido, y ya como palabras finales, resulta importante reconocer la excepcionalidad del período, en el cual se condensaron todas las contradicciones del sistema internacional centrado en Europa. Esta crisis general, fue percibida por historiadores como Ernst Nolte o Enzo Traverso como una gran guerra civil europea, que se extendió aproximadamente por 30 años, entre 1914 y 1945. En esta peculiar guerra civil se cruzaron una enorme cantidad de conflictos: entre Imperios y dinastías, entre burguesías nacionales, entre Estados nación y multinacionales, entre clases con diferente origen histórico (nobleza, burguesía, proletariado, campesinado), entre naciones y también entre localismos y los respectivos Estados nacionales que trataban de absorberlos. Es en este sentido, que la acumulación de todas estas tensiones y antagonismos resultaron en un crecimiento sustancial de los objetivos políticos de los contendientes: la espiral llevó a plantearse la eliminación de las otras entidades políticas. Para semejantes objetivos, fue necesario rearticular los Estados y las sociedades para una era de guerra total. Este proceso, al fin y al cabo, se inauguró en 1914.