Maravillosa geografía del idioma

Historia

A mis compañeras del curso de Lexicografía 2014,

por el café y las palabras intercambiadas

‹‹pedir pon›› (Puerto Rico)
‹‹pedir botella›› (Cuba)
‹‹pedir cola›› (Venezuela)
‹‹hacer dedo›› (Argentina y Chile)

‹‹hacer autostop›› (España)

‹‹pedir bola›› (República Dominicana)

‹‹pedir un aventón›› (México)

‹‹pedir ride›› (Nicaragua)

‹‹pedir jalón›› (El Salvador)

A las 10:30 era la hora del café y las ocho becadas de la Fundación Carolina hacíamos un círculo en torno a una mesa cuadrada en la cocina de la Escuela de Lexicografía Hispánica de la Real Academia Española. Formábamos una cuadratura del círculo o el problema geométrico de encontrar un cuadrado con el área igual a la de un círculo. De vuelta a casa, reflexiono sobre la composición de esa estampa y su simbolismo: ocho americanas que buscaban solucionar, en un polifonía caótica, el problema lingüístico de encontrar un léxico en común para comunicarse durante los cuatro meses de la estancia en Madrid.

Advertí de inmediato que, en realidad, no era un problema que se solucionara con el encuentro de un punto medio, después de todo, éramos capaces de adoptar un español estándar o una forma neutra parecida a la de los noticiarios latinos de Estados Unidos, pero esto era tan falso como mi intento de no cambiar la letra erre por la ele. Más bien, era una oportunidad de reconocer las variaciones de la lengua que por igual nos fue heredada pero echó vida propia a lo largo y ancho del continente, incluyendo a la nación estadounidense con sus 37 millones de hispanohablantes.

Éramos ocho americanas reunidas en nombre de la lengua y, con toda la ironía que supone, nuestras conversaciones no podían prosperar sin las interrupciones aclaratorias. Así, el diálogo era un ejercicio de comparaciones y descripciones, la búsqueda primitiva del nombre de las cosas. Si bien dijo Martí que América es una sola, es irrefutable la diversidad de las culturas y los estilos de vida latinoamericanos, que se reflejan en el manejo particular de un mismo idioma. Con lo cual, sin perder la unidad de la lengua, es preeminente la variación léxica entre una región y otra. ‹‹En mi país…›› o ‹‹nosotros decimos…›› eran las frases que daban inicio a las intervenciones de cada una y marcaban la diferencia entre un país y otro.

Como estudiantes de lexicografía –técnica, ciencia o arte de hacer diccionarios–, aprendimos que el trabajo del lexicógrafo consiste en aprehender la realidad del mundo y de la lengua. ‹‹Aprehender›› y no ‹‹aprender››, porque la ‘h’ marca una diferencia de significado y ‹‹aprehender›› es la concepción de las cosas sin hacer juicio de ellas. De modo que las comparaciones lingüísticas a la hora del café eran una lección de reconocimiento y aceptación de las otras realidades en nuestra región latinoamericana, ninguna por encima de la otra. Descubríamos los nombres de las cosas, las cosas y los nombres, y, en la propia tierra de los conquistadores, descubríamos los límites del mundo que conocíamos.

Pues aprehender la variedad del español es advertir la historia y el escenario socioeconómico y político de un país. Incluso, es un ejercicio que nos permite validar nuestra propia realidad. Así las cosas, compartía con Zu, de Panamá, el uso de muchos anglicismos y esto, por supuesto, evoca la presencia estadounidense en nuestros respectivos países. Es muy interesante, además, el uso en común de marcas lexicalizadas para identificar objetos de uso cotidiano, porque denuncia la importación de los mismos productos en nuestros mercados, como los palitos para limpiar los oídos que reconocíamos ambas como Q-tips. No así Zayra, de Venezuela, que los llamaba ‹‹hisopos›› por el parecido que tienen con el utensilio usado para esparcir el agua bendita en las iglesias.

De otra parte, compartía con Elisa, de Cuba, muchísimas frases hechas, lo cual me permitía reafirmar mi identidad caribeña en la misma aula donde un profesor me preguntó si Puerto Rico era un país. Hubiese podido contestar, como dicen mis amigos en San Juan y, según me contó Elisa, también en La Habana: ‹‹no estoy pa’ ti››. De hecho, Elisa y yo cargamos con sendos diccionarios del español dominicano, que nos obsequió la profesora Concha Maldonado de la Editorial SM, porque reconocíamos su utilidad en nuestras variaciones. Pero de cara hacia el sur del mundo la brecha era más ancha: ¿sabía usted que en Chile a nuestro ‹‹aguacate›› le llaman ‹‹palta››? Y tenga cuidado con comprar una ‹‹guagua›› en la región andina, que así le dicen María, de Bolivia, y Antonieta, de Chile, a los bebés.

Es la maravillosa geografía del idioma. Ocho variaciones de la lengua de Cervantes, que es también la de García Márquez y la de Héctor Lavoe, reflejan la riqueza léxica del español, una lengua con 450 millones de hablantes; más de la mitad de estos son hispanoamericanos. Apropiarnos de nuestra variedad lingüística y reconocer las variedades de los demás países americanos no corrompe su unidad, sino que pone de manifiesto que el español es una lengua viva, rica, en evolución constante y, sobre todo, que es patrimonio hispano como ibérico y que el uso de las formas propias no es necesariamente un atropello a lo normativo.

La lengua es nuestra, panas (Venezuela), cabros (Chile), corillo (Puerto Rico), hispanohablantes todos.

Crédito foto: Jorge Elías, www.flickr.com, bajo licencia de Creative Commons (https://creativecommons.org/licenses/by/2.0/deed.es)