Cuando los Corazones son el obstáculo a la paz: el caso de Colombia

Agenda Caribeña
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Logrado el histórico y estratégico acuerdo sobre la Justicia Transicional, en estos finales de noviembre  del 2015 queda todavía un paquete de temas, todos ellos  difíciles y complejos, que señalan, primero, que nada está acordado mientras todo no esté acordado y segundo, que, más allá de las firmas, la etapa de la hora de la verdad será la de la aplicación de lo pactado, la de un  financiamiento post-neoliberal de las apuestas de paz, y, sobre todo y ante todo, la  del inicio de la realización en Colombia de cuatro impostergables  revoluciones a las que nos referiremos más adelante.

Normalmente en una sociedad se empieza a hablar y a  insistir en la necesidad de construir paz  cuando períodos prolongados de dictadura  o de regímenes opresivos o discriminatorios o de conflictos internos armados o de recurrentes intolerancias han dejado una masa crítica de víctimas siempre in crescendo convirtiéndose el ejercicio de las violencias en una práctica recurrente. En materia de construcción de paz, el caso colombiano es prototípico en América Latina; en su suelo no son suficientes unas cuantas pacificaciones, las que no vienen al  caso en otros países latinoamericanos. Tampoco parece  bastar  una revolución social, lo que sí sería  suficiente  en casi todos ellos. Por otra parte, es muy probable que ninguna de las sociedades de nuestros vecinos  haya estado atravesada por esa historia de intolerancias, odios y venganzas, que ha marcado la historia cultural  de Colombia, amén de que  algunas de ellas es mucho lo que pueden exhibir  en materia de una muy rica cultura ciudadana. Ha sido por eso por lo que  muchas conductas  que, por naturalizadas, a los colombianos nos parecen normales, a los ojos de otros  países se evidencian como anormales mientras que lo que, para ellos, es normal, por estos lares parece no haber llegado.

En síntesis,  Colombia  requiere, simultáneamente,  de una revolución política democrática  para dejar de matarnos, una revolución social que redistribuya riqueza e ingresos, una revolución en los corazones que desvanezca los históricos  odios, así como de una revolución cultural, que permita manejar, de modo creativo, la conflictividad social.  Como para decir, entonces, que lo que Colombia requiere es la construcción de mucha  y continua y muy buena paz integral. Pero, no importa que esa paz integral sea imperfecta. Por dos razones centrales siempre lo será: porque aún en las sociedades “más integralmente pacifistas” del mundo- y, por lo tanto, culturalmente  las más avanzadas,  siempre habrá expresiones de violencia aunque a pequeña escala; y segundo, porque una paz perfecta no sería una paz humana  sino una paz para ángeles sin los inevitables y hasta deseables conflictos propios  de las sociedades humanas.

Es en este momento del análisis  cuando conviene adelantar algunos elementos de nuestra hipótesis central. En toda sociedad cuando se trata de sacar adelante iniciativas colectivas de buen impacto social, se presentan dos tipos de obstáculos. Los primeros son obstáculos objetivos, sobre los que casi todo el mundo puede hablar por ser observables en la realidad inmediata; otros en cambio, son obstáculos subjetivos o simbólicos, sobre los que sólo se puede  decir algo  en la medida en que se objetiven, en que se los entresaque de la cuna en que nacieron, que no es otra que la subjetividad  o intimidad de la ciudadanía, para evidenciarlos como saberes subjetivos o como discursos imaginarios o de representación. Conviene advertir ahora  que uno y otro tipo de obstáculos están sometidos a ritmos de temporalidad muy distintos: mientras los objetivos son más rápidos  en su transcurrir, los subjetivos son más resistentes a su remoción, sobre todo cuando no están pasajeramente sueltos sino atados a la cultura social de la que cada categoría de ciudadanía es portadora. Por eso, por lo general, es más fácil cambiar la realidad objetiva que modificar lo que acaece en los corazones de las personas.

Digamos, entonces, que nuestra hipótesis se refiere a obstáculos subjetivos no  pasajeros, es decir,  a los que están insertos en la cultura de cada quien. Un poco ex profeso hemos querido destacar esta dimensión subjetivista de la guerra interna- ésta percibida desde la intimidad subjetiva de cada categoría de ciudadanos-  pues pensamos que si bien es central explorar  las causas objetivas del conflicto interno armado, sin embargo, hacer caso omiso o subestimar su dimensión subjetiva significa prescindir de  la guerra como realidad mental.

Al iniciar este libro ya destacamos que el tiempo histórico no es el de las cronologías y los calendarios y relojes a la manera de Newton para quien el tiempo era absoluto, único y homogéneo  avanzando siempre en un solo sentido,  implacable y lineal e ininterrumpido, si no  que se encontraba, más bien, cercano a la concepción del tiempo de Einstein para quien el espacio-tiempo era múltiple y curvado y heterogéneo y variable.

Por lo tanto, habrá que respetar siempre los ritmos específicos de temporalidad de las distintas dimensiones de lo social. Si se ha aceptado ya por muchos que los ritmos de temporalidad de la política se encuentra los  más veloces, ¿cómo explicar que en Colombia un conflicto interno armado haya durado medio siglo? ¿será por el hecho de que ésta guerra interna en Colombia no solo ha sido objetiva sino también mental y que , por haber hecho también presencia en la subjetividad íntima de las distintas categorías de ciudadanía, vale decir, por haber sido también un fenómeno cultural, habrá que explorar, además, por esta vía algunas razones para explicar su persistencia? De ser esto así, por muy importantes que sean las causas objetivas del origen del conflicto interno armado- y en realidad lo son y por eso  privilegiamos esta mirada- sin embargo, no podemos hacer a un lado la dimensión subjetivista. Decimos esto para destacar que, en nuestra opinión, en el caso de los Informantes  de la Comisión de Historia del Conflicto y de las Víctimas, las fronteras  entre objetivista y subjetivistas no puede  ser tan tajante. En la configuración mental de la sociedad colombiana ha sido existido, por ejemplo,  una continuidad que, al margen de sus especificidades en los diferentes presentes pasados, ha llegado hasta nuestros días y que se encuentra asociada a  las formas como  socialmente hemos construido al “otro” ya nos lo representemos como amigo  o como enemigo y ello en los niveles de lo político o de lo religioso o de lo más estrictamente cultural.

Para explorar lo subjetivo de un fenómeno social la noción de cultura es básica. Precisemos, entonces, qué es lo que en la actualidad los académicos podemos entender por Cultura. Con esta noción no nos estamos refiriendo a la clásica “Urbanidad” del venezolano Carreño- las normas y rituales de la mesa, por ejemplo – ni a aquellas personas llamadas cultas por haber viajado mucho o hacer gala de muchas lecturas ni a la cultura como el conjunto de la creación artística de una sociedad dada y, ni siquiera, por considerarlo poco operativo, al tradicional concepto eje de la  antropología clásica  que la ha entendido como aquel conjunto de valores, símbolos, signos, rituales y creaciones, materiales y espirituales de un colectivo humano en cada uno de los momentos de su historia.

Se trata ahora de un concepto,  más bien,  transdisciplinar, válido para todas las ciencias, incluidas las naturales, que han empezado a trabajar la noción de cultura ecológica. Se trata, además, de un concepto más operacional y vital y experimental con el que podemos pensar el conjunto, casi infinito, de intercambios discursivos y prácticos entre las gentes del común durante las 24 horas de cada día. Se trata de una  noción cuya construcción ha implicado convertir  “los valores  en valoraciones prácticas”, y que  nos permite, por lo tanto,  conocer y valorar y evaluar subjetivamente todo con lo que  en la cotidianidad se nos atraviesa en el camino - nosotros “mismos”; el “otro; la naturaleza; la sociedad en que vivimos y sus formas prácticas de funcionar; los grupos formales e informales a los que pertenecemos;  la escuela y la iglesia y el hogar; los libros que leemos; la música y las noticias que escuchamos por   los Medios de Comunicación; los sitios que frecuentamos; la rutina  que realizamos; las personas con las que nos encontramos; las regulaciones particulares que nos imponen los órdenes sociales concretos  en que nos movemos; las prácticas que realizamos y las que realizan nuestros vecinos etc.,  etc.- buscando desentrañar a toda hora la importancia o no importancia, la trascendencia o no trascendencia, la belleza o la fealdad, la licitud o la ilicitud, la utilidad o la inutilidad de todo lo que en la cotidianidad  nos sucede.

Al fin y al cabo es en eso en lo que nos pasamos los humanos las veinticuatro horas del día: atrapando todo lo que se nos atraviesa para asignarle un sentido. Como podrá observarse, la categoría cultura continúa aferrada al universo de los valores sociales pero convertidos ahora en valoraciones o formas de examinar y valorar subjetivamente todo lo que se nos atraviese en el camino procurando siempre encontrarle el significado a toda interacción humana. Y cuando asignamos  esos sentidos a todo  lo que nos topamos,  los objetivamos en representaciones o imaginarios sociales. Pero, si sólo fuese esto- la cultura como mera producción de sentidos- quizá la noción no tendría mayor importancia para las ciencias sociales. La importancia estratégica de la noción se nos revela cuando constatamos cómo esos discursos de representación y de imaginarios se encuentran dotados de la más enorme eficacia práctica. Poseen una elevda  capacidad para determinar, primero, corrientes de opinión, segundo, actitudes específicas, o sea, predisposiciones sicológicas a actuar en determinada dirección, y tercero, conductas concretas, sobre todo en lo relacionado con las decisiones ligadas al consumo y al comportamiento social. En es esa línea, en las que, en polémica con el marxismo clásico, han venido argumentando algunas de las versiones del neo-marxismo.

En síntesis, esta noción de cultura, en un nivel más práctico,  nos permite fijar y precisar cuánto queremos y apreciamos  y estimamos, o, lo contrario, cuánto odiamos y despreciamos o nos es indiferente, el evento con el que nos topamos  y, entonces, en consonancia con ello, se definen muchas de las opiniones, actitudes y conductas prácticas frente a él. Constituye éste el contexto académico  de la noción de Cultura jurídica, que es la que vamos a utilizar en este Ensayo. En concreto, por cultura jurídica puede entenderse el grado de aprecio o de desprecio o de indiferencia que la ciudadanía posee alrededor del Derecho. Años ha, que los estudiosos colombianos han venido destacando la amplia brecha que siempre ha existido en Colombia entre la normatividad jurídica y la realidad cotidiana.  A este respecto, se ha señalado en un importante estudio de investigación historiográfica, realizado por profesores  del Departamento de historia de la Universidad Nacional:

“Mientras tanto, continúan vigentes los interrogantes que se originan en el abismo existente entre las prescripciones normativas y su ejercicio en la vida individual y colectiva. ¿Qué explica la enervante y prolongada coexistencia  entre el fetichismo constitucional y la creencia mesiánica en la ley  de una parte y la violación cotidiana y frecuentemente impune  de las normas, de la otra?

Pero, esa brecha entre normas jurídicas y prácticas sociales se torna desconcertante cuando se constatan las percepciones que a   las ciudadanías se les ha inyectado  sobre el derecho, sobre su carácter sagrado y trascendente, como un supremo valor en sí al margen de su importancia instrumental y de su eficacia práctica. De modo esquizofrénico, parecería que la ciudadanía  hubiese asimilado muy bien   la primera parte- al  derecho  se lo  respeta y se le hace la venia-  del aforismo   atribuido a Gonzalo de Oyón, “al rey se le obedece pero no se cumple” al que conquistadores y encomenderos se atenían para desobedecer  las leyes de Indias, que la Corona española promulgaba para proteger a la cada vez más diezmada población indígena. Pero, en la actualidad, la precaria cultura jurídica no es solamente propia de los dominadores sino también de los subordinados en general.  Por eso la veneración a las  “sacrosantas leyes”; por eso, como dicen los costeños, “esa ley nos cayó mal y decidimos no aplicarla, se respeta, se le hace una venia, pero no se aplica, y santo y bueno”; y por eso, como lo ha destacado Jaime Castro,  la centenaria persistencia de lo que ha llegado hasta nuestros días,

Por eso, en la actualidad es fácil observar  a unos funcionarios  públicos declarando  acatar las leyes, pero que “con pretextos y artilugios les maman gallo, someten su vigencia a la decisión de otras instancias, ganan tiempo para burlarlas y remiten el asunto  a quien los reemplace en el puesto”.

Y por eso, finalmente, el  que, en buena parte,   el derecho se haya quedado en eso, en un supremo valor en sí  pero sin mayor  eficacia social. Se lo respeta y venera pero no se cumple. No puede ser si no desconcertante cuando se escucha a un  colombiano, para-institucional en la práctica, que sólo se ajusta  a  la ley por miedo a las sanciones, hablando del “sacrosanto derecho”. Si un investigador europeo, sobre todo sueco  o inglés, viniese a investigar nuestro país  y empezase por el derecho y por las percepciones de la ciudadanía en torno a él, se quedaría sorprendido por la limpieza y altura y riqueza de nuestra cultura jurídica;  pero, si luego, buscase confrontarla con las realidades sociales y las prácticas para-legales  de la población, no podría sino quedarse desconcertado.

Entonces,  el derecho en Colombia más que una realidad fáctica es un fenómeno simbólico. Casi mera ideología. Se tiene así  un contexto cultural muy propicio para que en una sociedad de clases dotada de una estructura de poder muy jerarquizada como la colombiana, las distintas fracciones del bloque en el poder, puedan, sobre todo en las coyunturas políticas  adversas a todas o a  algunas de ellas, manipular los imaginarios  colectivos que han inyectado sobre el derecho para ejercer acciones sistemáticas de dominio ideológico sobre el conjunto de los subordinados. Entonces, para completar la hipótesis cuya formulación ya iniciamos atrás, digamos que durante los últimos tres años ha sido clara la forma como grupos de poder, contrarios a los Diálogos de la Habana, han usado esa forma sacralizada de percepción del derecho propia de un alto porcentaje de la población ciudadana, para realizar acciones sistemáticas de dominio ideológico orientadas  a las siguientes finalidades específicas:

  1. a fortalecer el fetichismo jurídico, así como las  ideas sobre el presumible  carácter sagrado del derecho;
  2. a distorsionar y sesgar la teoría de la Justicia Transicional y hasta a presentarla como lo que no ha sido, vale decir, como una forma disimulada de impunidad total;
  3. a ocultarle  a los distintos sectores de la ciudadanía, la masa de víctimas incluidas, las ventajas y beneficios de una aplicación imaginativa y creativa y técnica de la recientemente pactada Jurisdicción Especial para la Paz; y
  4. a presentar a toda hora el país como un ejemplar Estado de Derecho y como una democracia a toda prueba, vulnerados, de modo grave, por los terroristas de las FARC, velando  y ocultando  siempre la realidad de que Colombia es una sociedad estructuralmente impune en la que más del 80% de  las conductas judicializadas por la Justicia del Estado se quedan en la impunidad.

O sea que para eso ha servido el dominio ideológico  ejercido durante estos tres años  por poderosas instancias de poder, enemigas de los Diálogos de La Habana, para fortalecer el fetichismo jurídico, para sesgar y distorsionar  la presentación de la Teoría de la Justicia Transicional, para ocultar los beneficios colectivos de esta doctrina y para tapar que Colombia es una de las sociedades  más impunes del mundo.

Pero, si por la vía de la cultura jurídica se pueden rastrear explicaciones al actual vigor de los obstáculos subjetivos  a la negociación política del conflicto interno armado, también estamos arañando otras explicaciones complementarias ligadas a la Cultura del odio y de las venganzas  que ha marcado la historia colombiana; como para decir que muchos colombianos quieren ver a los guerrilleros en la cárcel, entre barrotes y vestidos de piyamas, no tanto porque defiendan el imperio de la justicia de Estado, sino, más bien, porque, al odiarlos, quieren y desean vengarse de ellos.

Ha sido  así como los enemigos de los Diálogos de la Habana los han presentado, de modo sistemático, al conjunto de la ciudadanía: como un evento en el que, desde sus inicios y hasta ahora, no se ha hecho otra cosa que violentar la Constitución, así como al conjunto del ordenamiento jurídico  al estar horizontalmente y verticalmente atravesado por la impunidad. Y en esa estrategia han sido altamente eficaces pues, en la actualidad de noviembre del 2015,  los apoyos ciudadanos, mentales y simbólicos,  a la negociación política del conflicto interno armado continúan siendo muy precarios. Así lo ha diagnosticado, por ejemplo, John Paul Lederach, amplio conocedor del conflicto armado colombiano, activo participante en experiencias comunitarias de construcción de paz en Colombia y asesor para la llamada “Paz territorial” del Alto Comisionado para la Paz, Sergio Jaramillo. Sobre la participación ha destacado  Lederach,

“la paz se logra cuando cada colombiano asuma el respeto por la diferencia y establezca relaciones constructivas con el otro, con ese otro al que durante más de medio siglo no ha querido…En Colombia no hay un proceso, hay procesos…Cuanto más participación , mayor sostenibilidad tiene el proceso. El acuerdo es una puerta que abre un espacio nuevo. El cambio no se puede implementar de arriba abajo, desde una Mesa de Cuba a los territorios de Colombia. No es así. Se requerirá una activa participación de la sociedad”. Para Colombia  “trabajo una especie de pirámide que indica que hay más de un proceso a la vez.  En la punta está la mesa de negociación: allá hay un número reducido aunque muy visible de personas, pero en la base están las comunidades, en regiones donde el conflicto ha tenido mayor impacto. Falta un aumento de la participación desde y con las comunidades afectadas. La construcción de paz consiste  en permitir que la gente participe más directamente, con una visión vertical que conecte a las comunidades  con el gobierno nacional y sus instituciones”. (Subrayados nuestros)

Ha sido así como Lederach, a cuyos talleres asistimos en España hace ya  más de 20 años, ha concretado para Colombia su teoría de la Mediación; para él, después de la resolución de un gran problema- episodio lo llama-, el de la negociación de la guerra interna en la Mesa de Cuba, se iniciaría un proceso de  mediano y largo plazo orientado a la transformación estructural  del conflicto en su epicentro,  proceso éste  en el que el mediador central  será  “cada colombiano”  tornándose, por lo tanto, fundamental la participación ciudadana. En esa época, en un espacio muy abierto a la crítica, Lederach dedicó muchas horas a transmitirnos sus ideas sobre el trabajo con la gente.

Por eso nos reiteraba que los académicos lo único que sabíamos era pensar y que, por eso, teníamos que aprender a trabajar en contextos de conflictos  con la gente,  que también pensaba pero que además, sentía, se  emocionaba, sonreía y lloraba y tenía pies y manos; por eso él, permanecía seis meses en la academia y seis meses en trabajo de campo.

Su enfoque para resolver problemas y transformar estructuralmente los conflictos, contemplaba dos supuestos básicos,  tres niveles de actores, una forma específica de trabajo y una metáfora:

  1. Los presupuestos: el respeto absoluto de los Derechos Humanos y de la No Violencia  como una forma de vida;
  2. Los niveles de actores: 1. la base comunitaria, las comunidades concretas más afectadas; 2. el nivel intermedio, definido por líderes destacados pero de talla mediana; y. 3. la cúpula, definida por los líderes y los jefes políticos; proponía, entonces, un enfoque orientado a identificar  líderes en esos tres niveles.
  3. La forma de trabajo: había que asumir esos niveles de actores  en sus interdependencias buscando actuar, en un primer momento, horizontalmente en cada nivel, y después, verticalmente conectando los tres niveles para lograr  así la integración horizontal y vertical. Sin embargo, el acento  había colocarlo en el nivel intermedio, en  aquellos con capacidad de conectarse entre sí, así  como de dar los saltos ya hasta las bases comunitarias afectadas  ya hasta la cúpula de acuerdo con las exigencias lógicas y fácticas  del trabajo.
  4. Finalmente, había  que hacer un trabajo en red, que eran las nuevas relaciones entre las partes, red que pensaba con la metáfora de la “telaraña” cuya virtud no era la dureza-ninguna red era dura- sino la flexibilidad- todas las telarañas eran flexibles pero no se rompían; en definitiva, había que aprender a atravesar, habitar y transformar los hilos interrelacionados de esa red conformada por sus fronteras, económicas, sociales, políticas, étnicas, de género, así como por las relaciones cambiantes entre las partes.

Tal como lo ha esbozado atrás, en  estas semanas de octubre del 2015, en su reciente viaje a Colombia,  Lederach ha aplicado  ese Enfoque al proceso de corto, mediano y largo plazo de la construcción de la paz en Colombia. Había que considerar al país como una especie de pirámide en cuya punta o  vértice están el Estado central, el gobierno, las autoridades regionales y locales,  las instituciones, los líderes del establecimiento pero también, agregamos nosotros, los victimarios de distinta índole; en la base están  las comunidades afectadas, los ocho millones de víctimas de distinta condición  social y que se encuentran en las ciudades donde se han concentrado los 4.5 millones de desplazados o que continúan siendo habitantes de los territorios regionales y locales de guerra; y finalmente entre el vértice y la base se encuentran los distintos sectores ciudadanos que conforman el movimiento social por la paz o que pueden aportar a ella como son las Universidades,  el sistema educativo en su conjunto y las distintas iglesias; se trata  de los mediadores interconectores que, mediante la más proactiva participación, ponen en acción una muy rica pluralidad de liderazgos, que con la misma facilidad llegan a la base como a la cúpula.

En nuestra opinión,  a la luz del enfoque de Lederach el nivel débil es el intermedio, el de la participación ciudadana, el de los liderazgos objetivos  y el de las subjetividades interconectoras. En ese nivel, los obstáculos mentales ciudadanos a la eficacia social de la Jurisdicción Especial para la Paz continúan siendo tan  fuertes que, por ahora, nada asegura que,  a  corto plazo visto, la legitimación socio-ciudadana de los acuerdos logrados pues da llegar a ser  exitosa. Puede que si los avances en los Diálogos de la Habana continúan en ascenso, las resistencias mentales se reduzcan, pero, de todas maneras, se requerirá hacer, de modo sistemático y sostenido, mucha y muy buena pedagogía sobre la paz integral. Pero, como  lo ha evidenciado la experiencia, aquella  sólo logra producir efectos bondadosos a partir del mediano plazo. Se requerirá, entonces, que todas las Organizaciones-  políticas, sociales, culturales, educativas y religiosas- favorables a la salida negociada del conflicto interno armado, redoblen sus esfuerzos pedagógico-políticos  orientados a realizar una pedagogía de paz aterrizada, no sobre bases meramente conceptuales sino, sobre todo, a partir, de las razones centrales por las que cada organización está apoyando los Diálogos de la Habana.

Aunque en la actualidad no  ha podido construirse  un consenso sobre el dispositivo para la legitimación socio-ciudadana de los Acuerdos, por parte del gobierno todo se está dando  como si por la vía plebiscitaria, que no ha sido aprobado en la Mesa de la Habana, se fuese a obtener una voluminosa  votación casi espontánea de respaldo a los Acuerdos. Pero si de inmediato no hay un cambio radical en las pedagogías de  paz, eso no va a suceder. Aunque lo que acaeció en Guatemala en 1999 cuando la ciudadanía rechazó los acuerdos no sea válido pues allá  La Unión Revolucionaria Nacional no condicionó  el desarme y la desmovilización  a que se refrendaran los acuerdos, ¿qué pasará  en Colombia si la aprobación es muy baja o con una más elevada  tasa de abstención  o si gana el voto en blanco o si no se alcanza el propuesto  umbral del 13% del censo electoral?

En un caso así, habría que seguir luchando por conquistar la paz que, como nos lo ha dicho Luigi Ferrajoli, no es un problema de las urnas, pero, la etapa postacuerdos la Habana  quedaría ciudadanamente deslegitimada. No olvidar, por otra parte, que en Colombia  la experiencia del Caguán  todavía estremece el cerebro y el corazón de muchos y muchos ciudadanos; tampoco echar al olvido que al iniciarse el siglo en tres oportunidades- 2002, 2006 y 2010- los colombianos votaron por “la mano dura” en materia de tratamiento de las guerrillas. Y aún hoy, cuando ha habido algunos cambios, muchos colombianos quieren la pacificación  pero con los guerrilleros entre barrotes y con piyamas a rallas.

(Nota Editorial: Ponencia presentada en la VII Conferencia latinoamericana y caribeña de CLACSO, Medellín, 10-13 de noviembre 2015. Por razones de espacio se omitieron las notas al calce).