Colombia entre la paz neoliberal y la paz democrática (Parte I)

Agenda Caribeña
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altEn el momento en que escribo (enero de 2017) el proceso de paz en Colombia entra en período de implementación después de que la nueva versión del acuerdo entre el Gobierno y las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) fuera refrendada por el Congreso. Están abiertas también las negociaciones de paz entre el Gobierno y el ELN (Ejército de Liberación Nacional). Es un tiempo de oportunidades y de bloqueos, de aspiraciones y de frustraciones, un tiempo de esperanza y de miedo. En suma, un caso paradigmático de incertidumbre, que en la introducción de este libro definí como característica principal de nuestra época. En este post-scriptum hago algunas breves reflexiones, todas centradas en las relaciones entre la democracia y la paz, y en el modo como los desarrollos del post-acuerdo pueden contribuir a democratizar la sociedad colombiana.

Democracia y condiciones de la democracia

Las teorías de la democracia hasta los años ochenta eran unánimes al considerar que no era posible la democracia sin las condiciones sociales, económicas e institucionales que la hicieran posible. Entre tales condiciones se hablaba de la relación campo-ciudad, de la reforma agraria, de la presencia de las clases medias, de la alfabetización, etc. La ausencia de esas condiciones explicaba que tan pocos países del mundo tuvieran regímenes democráticos. Alrededor de esa fecha ocurrió una auténtica revolución en la teoría democrática, una revolución que, sin embargo, casi no fue percibida. A partir de entonces se invirtió la ecuación y llegó a considerarse que en lugar de que la democracia dependa de condiciones, la democracia era la condición para todo lo demás. Y así el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional pasaron a incluir la existencia de regímenes democráticos como una condición para la ayuda para el desarrollo.

Cuarenta años después y observando la situación de las democracias realmente existentes en el mundo hoy, tanto en los países más desarrollados como en los restantes, que continúan siendo la gran mayoría, es fácil llegar a la conclusión de que dicha revolución fue mucho menos benéfica de lo que en ese momento se pensaba. Aquella pretendía promover democracias de baja intensidad, basadas en criterios mínimos de pluralismo político y con tendencia a estar vaciadas de contenido social, esto es, de los derechos económicos y sociales y de las instituciones del Estado que antes aseguraban los servicios públicos en las áreas de la salud, educación y seguridad social. La democracia fue así promovida por ser la forma más legítima de gobierno débil, que más dócilmente aceptaría la ortodoxia neoliberal de la liberalización de los mercados, de las privatizaciones, del fin de la tributación progresiva, de la promiscuidad entre élites políticas y económicas; en fin, un gobierno al servicio de la globalización neoliberal.

La crisis del neoliberalismo es hoy evidente. No sé si murió, como algunos proclaman, pero por lo menos está dando origen a las perversidades que declaró combatir: los nacionalismos, los movimientos fascistas, el proteccionismo, el crecimiento de la extrema derecha, etc. El capitalismo neoliberal promovió una democracia de tan baja intensidad que hoy tiene poca fuerza para defenderse de los poderes antidemocráticos que la han venido cercando. El problema es saber si para garantizar la continuidad de la acumulación del capital, ahora totalmente dominada por el capital financiero, el capitalismo global está ante la urgencia de tener que revelar su verdadera cara, la de que es incompatible con la democracia, incluso con la de baja intensidad.

El post-conflicto colombiano está surgiendo en un período de crisis del neoliberalismo y solo tendrá alguna viabilidad para transformarse en un genuino proceso de paz si, contra la corriente, es orientado a consolidar y ampliar la democracia, esto es, a otorgarle más intensidad a la convivencia democrática de baja intensidad actualmente vigente. Después de la farsa de la narrativa neoliberal —una farsa trágica para la mayoría de la población mundial— de que la democracia no tiene condiciones, el posconflicto solo se transformará en un proceso de paz si acepta discutir creativa y participativamente la cuestión de las condiciones sociales, económicas y culturales de la democracia. La esperanza es que Colombia sea la afirmación inaugural de un nuevo período basado en la idea de que no hay democracia sin condiciones que la hagan posible. El miedo es que revele eso mismo, pero como negación.

Democracia y violencia

Incluso sin salir del marco liberal de la teoría democrática, la democracia es incompatible con la violencia política porque la única violencia legítima es la del Estado. La violencia del Estado es legítima en un doble sentido: porque el Estado tiene un mandato constitucional exclusivo para ejercerlo y porque solo la puede ejercer cumpliendo procedimientos, reglas, leyes preexistentes. También a este respecto Colombia es el caso dramático de una democracia desfigurada por la convivencia fatal, durante más de un siglo, con la violencia política ejercida por poderes paralelos al Estado y por el propio Estado desdoblado en un Estado paralelo, del cual el paramilitarismo es la expresión más visible, pero de ningún modo la única. Basta leer la contundente historia del conflicto armado de Alfredo Molano (2015) para que concluyamos que, si el posconflicto no es osado en su ambición, correrá el riesgo de ser un episodio más, entre muchos otros, de una historia de violencia, un posconflicto que mañana será conocido como preconflicto, es decir, como el evento político que dio origen a una oleada más de conflictos violentos.

Democracia y paz

Toda la democracia es pacífica pero no toda la paz es democrática. Hay dos tipos de paz: la paz neoliberal y la paz democrática. La paz neoliberal es la falsa paz, que consiste en continuar la violencia política por vía de la violencia pretendidamente no política. De la criminalidad política hacia la criminalidad común combinada con la criminalización de la política. Orientado hacia la paz neoliberal el posconflicto colombiano será un proceso rápido y relativamente poco exigente a nivel institucional, pero abrirá un período de violencia que por ser aparentemente despolitizada, será todavía más caótica y menos controlable que aquella a la que puso fin. Por las frustraciones que puede generar, la paz neoliberal no solo no contribuirá a consolidar la democracia en un nivel más inclusivo, sino que puede debilitar todavía más la democracia de baja intensidad que la hizo posible.

La paz democrática busca la pacificación de las relaciones sociales en el sentido más amplio del término y por eso pretende eliminar activamente las condiciones que llevaron a la violencia política. La paz democrática se basa en la idea de que los procesos de reconciliación nunca conducen a sociedades reconciliadas si la reconciliación no incluye la justicia social y cultural. Sin justicia no hay cohesión social, el sentimiento mínimo de pertenencia sin el cual la suma de las diferencias de ideas se transforma fácilmente en suma de cadáveres. El posconflicto orientado hacia la paz democrática será seguramente un proceso largo y su éxito se medirá menos por los resultados eufóricos que por el hecho que los conflictos a que seguramente dé lugar sean administrados y resueltos pacífica y democráticamente.

En Colombia, la paz democrática tiene dos desafíos adicionales. En primer lugar, el actual proceso de paz carga consigo el peso (y también el fantasma) de los muchos procesos de paz fracasados que lo antecedieron; un fracaso que trágicamente implicó muchas veces la eliminación de los combatientes rebeldes y de las fuerzas políticas que les eran cercanas. La eliminación física de los dirigentes de la Unión Patriótica quedará para la historia como una de las manifestaciones más siniestras y grotescas de la democracia desfigurada por la violencia. En segundo lugar, el actual proceso de paz tiene que significar una ruptura con el pre-posconflicto constituido por la desmovilización del paramilitarismo en los gobiernos de Alvaro Uribe. En el mejor de los casos, tal desmovilización buscó una paz neoliberal y ocurrió con hostilidad manifiesta hacia la idea de una paz democrática. Considerar que el paramilitarismo es una cosa del pasado es uno de los más peligrosos disfraces de la actual situación.

Democracia y religión

Una de las características del largo conflicto armado que Colombia ha vivido es la fuerte implicación de la religión en su desarrollo. Inicialmente se trató de la implicación de la Iglesia católica, pero hoy militan al lado de ella las iglesias evangélicas. En el caso de la Iglesia católica, la implicación es contradictoria y tiene dos fases incompatibles. Por un lado, en la tradición de Camilo Torres y de la teología de la liberación, las comunidades eclesiásticas de base que emergieron después del Concilio Vaticano II han desempeñado un papel importante en las organizaciones comunitarias que luchan contra la concentración de la tierra, la injusticia social y la violencia. Muchos de los clérigos y laicos que han estado al lado de la lucha de los oprimidos por la tierra y por la dignidad han pagado caro, con el sacrificio de las empresas de apoyo de las Fuerzas Armadas; y el paramilitarismo ilegal, en la línea que lo ha sido tradicionalmente, con su propia vida, su compromiso y generosidad; por otro lado, la jerarquía de la Iglesia católica se ha alineado casi siempre con las fuerzas conservadoras, con las oligarquías terratenientes, bendiciendo sus arbitrariedades e incluso sus violencias. Y hoy aparece muchas veces unida a las iglesias evangélicas, en un siniestro y perverso pacto ecuménico para bloquear la esperanza de una Colombia democrática. De hecho, la religión conservadora cuenta hoy con un número importante y cada vez mayor de iglesias evangélicas, y la gran mayoría de estas tuvo un papel crucial en la victoria del No en el referendo del 2 de octubre de 2016.

Es de prever que este proselitismo sea un obstáculo activo para la construcción de una paz democrática. Seguramente actuará en conjunción con otras fuerzas conservadoras, nacionales y extranjeras, que tienen sus propios intereses en boicotear el proceso de paz. Está pendiente saber hasta qué punto las agendas conservadoras convergerán. Mientras más converjan, mayor será el riesgo para la paz democrática.

Democracia y participación

La incógnita principal que enfrenta la paz democrática es la de saber qué fuerzas sociales y políticas están dispuestas a defenderla y con qué grado de activismo. Los referendos son un instrumento importante de democracia participativa, pero solo cuando son promovidos a partir de la sociedad a través de grupos de ciudadanos, y no cuando son promovidos por partidos y líderes políticos. En este último caso, como ocurrió recientemente en Inglaterra con el voto por la salida de la Unión Europea (Brexit), y como pudo haber ocurrido en parte en el referendo colombiano, el resultado tiende a estar contaminado por el juicio sobre el líder político que promovió el referendo. El caso colombiano tiene alguna especificidad al respecto porque verdaderamente solo hubo campaña a favor del No. Este hecho debería suscitar una profunda reflexión, porque parece revelar una desconexión peligrosa entre los partidos progresistas, las organizaciones de derechos humanos y los movimientos sociales, por un lado, y la Colombia profunda, por el otro.

Este hecho parece indicar que la paz democrática va a necesitar mucha energía participativa, mucho más allá de los procesos electorales, que en Colombia son históricamente excluyentes. He ahí, por lo demás, una de las razones que llevó a la creación de la guerrilla del período más reciente. Parece evidente que el proceso de paz democrática exigirá una articulación entre democracia representativa y democracia participativa. Tal articulación es hoy necesaria en todos los países democráticos para redimir la misma democracia representativa que, por sí sola, no parece capaz de defenderse de sus enemigos. En el caso de Colombia tal articulación es una condición del éxito de la paz democrática. Esta tiene que transformarse en una agenda práctica y cotidiana de las familias, de las comunidades, de los barrios, de los sindicatos, de las organizaciones y movimientos sociales. Tiene, pues, razón Rodrigo Uprimny cuando, el 3 de diciembre de 2016, sostenía en su columna de El Espectador que

la refrendación e implementación de la paz no es algo que se resuelve en un solo instante, sino que es un proceso complejo y progresivo, que puede incorporar diversos mecanismos en distintos momentos. Propongo entonces algunos mecanismos, que tienen diverso grado de institucionalización y gozan de diversas fortalezas y debilidades: i) los cabildos abiertos, que pueden usarse para avalar el acuerdo a nivel local y regional, y para debatir participativamente medidas locales de implementación; ii) iniciativas populares legislativas para algunas de las medidas de implementación […]; iv) las mesas de víctimas en las regiones y los comités de justicia transicional, que permitirían apoyar y afinar localmente las medidas de verdad y reparación; v) los consejos territoriales de paz, que podrían usarse para apoyar y debatir otras medidas locales de paz; vi) la movilización social en las calles; y sigue un largo etcétera, pues esta lista no pretende ser exhaustiva. (Uprimny, 2016)

Estas propuestas se refieren solo al primer período del posconflicto, el período inmediato. Muchas otras tendrán que ser pensadas creativamente y puestas en práctica cuando se trate de discutir las cuestiones estructurales que la paz democrática pondrá necesariamente en la agenda política, tales como la reforma del sistema político, las zonas de reserva campesina, la sustitución de cultivos ilícitos que no implique el regreso a la miseria de muchos campesinos, el lugar del neoextractivismo (exploración sin precedentes de los recursos naturales) en el nuevo modelo de desarrollo, la reforma de los medios de comunicación de modo que garanticen la mayor democratización de la opinión pública, la no criminalización de la protesta política, etc. Como el principio de no repetición de la violencia es tan central para el acuerdo de paz, me pregunto si, desde la perspectiva de las víctimas, no sería recomendable que parte de los recursos financieros para la reparación fuera canalizada para financiar y fomentar amplios debates e instrumentos participativos nacionales sobre las diferentes cuestiones que el proceso de paz va a poner de relieve en el transcurso de los próximos años. Tales debates y participaciones deben servir también para revelar y eventualmente poner en la agenda política los vacíos del acuerdo.

Al respecto, el hecho de que las negociaciones de paz con las FARC hayan adoptado el modelo irlandés, es decir, el de mantener las negociaciones secretas hasta la obtención de resultados que apuntaran hacia el éxito de las negociaciones, no fue tal vez una buena medida. Se comprende que el secretismo haya sido adoptado en función de la realidad de la comunicación social colombiana, en la que los grandes medios están dominados por fuerzas conservadoras y poderosos sectores económicos vinculados a la continuación de la guerra o solo dispuestos a una paz raquítica que sirva exclusivamente a sus intereses. En cualquier caso, las negociaciones duraron muchos años y La Habana estaba lejos. Con el tiempo, las negociaciones se convirtieron en un archivo provisional de la Colombia del pasado. Mientras que los negociadores se ocupaban del futuro de Colombia, la opinión pública los iba halando hacia el pasado.

En el momento en que escribo se inician las negociaciones de paz con el ELN. He sabido que este grupo guerrillero tiene una visión diferente de las negociaciones e insiste en que ellas sean acompañadas paso a paso por la sociedad colombiana. Esperemos que tengan la fuerza política y argumentativa para imponer la razón que sin duda tienen. Por otro lado, el ELN ha insistido en subrayar la importancia y la autonomía de las organizaciones sociales populares. Serán las comunidades y los pueblos los que decidan las formas de participación popular. Esta es, además, una de las condiciones de la autonomía de la democracia participativa, y es a partir de esa autonomía que se establecerán las articulaciones con la democracia representativa (partidos y líderes políticos).