La pertinencia de la novela histórica en la literatura puertorriqueña contemporánea

Crítica literaria
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Como género, la novela histórica no tiene mucho de nuevo. De hecho, ya estaba un poco cansada de dar vueltas por el ámbito de la literatura universal cuando a principios del siglo XIX al escritor inglés Walter Scott se le ocurrió darle nombre y apellido, con lo que se logró prolongar su vivir hasta nuestros días. Durante toda su existencia, la novela histórica ha sufrido el escarnio de sus retractores; aquellos que siempre pensaron con escepticismo que la historia no era materia capaz de inspirar obras de ficción realmente valiosas. Pero, también ha gozado del favor de aquellos quienes piensan todo lo contrario; aquellos quienes se valen de nombres como Shakespeare, Lope de Vega, Calderón, Racine y Goethe para demostrar que el tomar su acción central de la tradición o de la vida de sus predecesores es tan válido o más que el presentar todo un proyecto de novela hija sólo de la imaginación de su autor.

Antes de hablar sobre la novela histórica y su pertinencia en la literatura puertorriqueña contemporánea, me parece necesario definir los contornos inherentes al género, identificar los elementos que delimitan su campo y discernir las relaciones que surgen de entre ellos. En su forma más popular, la novela histórica toma prestado de la Historia los personajes y hechos que le sirven para la construcción de un entorno narrativo dentro del cual el autor crea una aventura o serie de tramas que obedecen a su fantasía. Esto hace que el género varíe constantemente en sus modalidades de lenguaje artístico y de significación pero, presentando siempre personajes y/o hechos históricos que hacen que el lector reflexione sobre el pasado y –quizás más- sobre el presente, proponiendo interrogantes que le pertenecen tanto al hombre de antes como al de hoy. Quizás sea por esto que muchas de las novelas históricas conocidas y vistas como obras importantes le parezcan a muchos como antipoéticas, cosa que no se le debe atribuir a la Historia sino al escritor y a su actitud frente a los datos que controlan su obra.

No me voy a detener en la larga lista de los detractores de la novela histórica a pesar de que incluya nombres de la talla de José Ortega y Gasset, Amado Alonso y Jorge Luis Borges, Paul Valéry y –quizás el de más peso- Roland Barthes, quien señaló como ilusoria la imparcialidad del discurso histórico y el querer separar de forma tajante historia y ficción. Tampoco me detendré a ver la también larga lista de sus benefactores que incluye a Pierre-Jean Rémy, Paul Ricoeur, Hayden White (de quien hablaremos más adelante) y Mijail Bajtin, quien defiende la causa de la novela histórica en su Teoría y estética de la novela aludiendo a la superioridad del género por mezclarse en él historia y ficción. “Los creadores de novelas históricas –nos dice Bajtin- se esfuerzan por encontrar un aspecto histórico en la vida privada (de sus personajes), y a su vez, por presentar la Historia de manera doméstica”.

Hay entonces, en la novela histórica, una doble propuesta de acción: Una históricamente comprobable, y otra que es ficción absoluta, hija de la imaginación del autor. Así, el género goza en la época postmoderna de un enorme potencial, porque la Historia le sirve de plantilla cuasi fija sobre la que el escritor ensaya sus encuentros con la realidad, siendo esto el “cuerpo a cuerpo” que justifica su existencia.

Podemos distinguir dos tipos básicos y distintos de novelas históricas. Para nuestros propósitos, mencionaremos un ejemplo de cada una. Primero, el tipo romántico cuyos personajes tienen un escaso relieve histórico pero cuyas peripecias los sitúa en un entorno, época o acontecimiento de suma importancia histórica que resulta trascendental a la trama. Un excelente ejemplo de este tipo de novela histórica es Quo vadis? de Henryk Sienkiewicz (1895). El segundo tipo lo podemos identificar como el basado en un personaje de una enorme envergadura histórica. Un buen ejemplo, sin mucho qué añadir, sería Napoleón, de Max Gallo (Editorial Planeta. 2000).

Dicho esto, necesitamos insertarnos, aunque sea brevemente, en aquella discusión filosófica que se dio a principios del siglo diecinueve alrededor de la controversia sobre si la Historia era un arte –como lo es la Literatura- o una ciencia, como lo es por ejemplo, la Física.

Los científicos de la época no tardaron mucho tiempo en concluir que la Historia no es, en definitiva, una ciencia, y se excluyeron de la discusión tan pronto como les fue posible. Los artistas, por su parte, y específicamente los literatos, se vieron obligados a continuar con aquella lucha definitoria que los enfrentaba al dilema de: ¿Cuándo es que el historiador se convierte en escritor, y el escritor –en su papel de investigador historiográfico- se convierte en historiador?

La más trascendental e histórica discusión sobre el tema, aquí en Puerto Rico, se produjo durante la tarde de la inauguración del Ateneo Puertorriqueño, el 29 de junio de 1876, mediante discretas y levantadas palabras entre (don Miguel Ferrer y) Plantada y el señor (Francisco de Paula) Acuña, pronunciando entre ambos sendos elogios de la Ciencia y de la Literatura, y terminando el último por afirmar que era tanta la excelencia de ambas, y tanto el bien que se derivaba del cultivo de ellas, que el viejo proverbio en que se declara que querer es poder, habría de quedar en definitiva sustituido por este otro: Saber es poder.

Para Hayden White, autor de Tropics of discourse , la diferencia la establece el discurso mismo, el lenguaje y la forma en que este se plantea. La situación se aclara cuando entramos a considerar que el papel propio del historiador es dejar constancia escrita de un suceso acontecido en un lugar y tiempo específico. Y el del escritor (el artista), es el de exponer, mediante la literatura, el cómo ocurre el suceso. Así, ficcionándolo, quita y/o añade circunstancias al suceso mismo; y hasta cambia, quitando y/o añadiendo características físicas y/o sicológicas, a los personajes, al entorno y a la atmósfera sobre los cuales actuó o dejó de actuar el momento histórico al que alude. Son estas diferencias en la manera en que se somete el discurso al lector –la llamada mimesis- lo que, al fin de cuentas, separan al historiador del escritor y a éste de aquél.

La diferencia entre la novela histórica y la Historia no reside –como podrán pensar muchos- en el carácter de los hechos contados ni en la narración, sino en la configuración que se le concede a cada uno de ellos en el discurso. La Historia asume que maneja datos irrefutables, y los ordena de forma lógica y consecuente para poder explicarlos sin la necesidad de lo imaginativo. Por su lado, la novela histórica crea un tipo de discurso en el que se emplea una lógica que difiere de los hechos: la lógica del relato. Con ésta, el escritor pretende pactar con el lector las condiciones de la lectura dejando en un segundo plano de importancia la certificación de la verdad de los hechos mismos.

Ni la objetividad sobre la realidad histórica –elemento indispensable para el historiador en la exposición y en el trato del evento histórico-, ni su prioridad en el análisis de ella, le son necesarias al artista para crear Arte. A esos efectos nos dice White: Luego de analizada, cada mimesis puede ser mostrada como una distorsión, por lo que puede servir, entonces, como una ocasión para todavía otra descripción del mismo fenómeno, que puede reclamar el ser más realista, más fiel a los hechos.

Definitivamente, hay un choque entre el historiador y el artista. El primero se circunscribe al dato y lo presenta tal cual es. El artista, por su parte, añade de su imaginación con tal de que ese dato histórico tome un rumbo distinto en la mente y en la interpretación que le pueda dar el lector. Tómese el ejemplo de una de las novelas históricas más vendidas –por lo menos en Latinoamérica-, La fiesta del chivo de Mario Vargas Llosa . En esta obra, la trama no se riñe con la Historia, y termina ayudando al lector a comprender, no solamente la psiquis dictatorial de Leonidas Trujillo, sino también la del estado mental de todo un pueblo en un momento histórico específico.

Muchos fueron los escritores que, como artistas, se manifestaron en contra de los historiadores que veían a la Historia como un Arte y se miraban a sí mismos como artistas. Por ser tantos, sólo citaré a dos. Estos son: Jean Paul Sartre (1905–1980), principal teórico del existencialismo francés, quien nos dijo: El pasado es lo que decidimos recordar de él; no tiene existencia aparte de la que nuestra consciencia le otorga. Por otra parte, nuestro segundo citado, José Ortega y Gasset (1883-1955), creador de la filosofía de la razón vital, nos dijo: El pasado es sólo una carga… resumiendo en tan pocas palabras su sentir y su posición en la controversia.

La hostilidad que el escritor moderno muestra contra la Historia se hace patente cuando se utiliza al historiador para representar los más extremos ejemplos de lo que puede llegar a ser la represión de la sensibilidad en la novela y en el teatro. Y con esto están de acuerdo no solamente Sastre y Ortega y Gasset … Al inventario podemos añadir al francés André Gide, a Henrik Ibsen, a Thomas Mann, Albert Camus, Nietzche, George Eliot, Viginia Wolf, a Jünger, a Kafka, Yeats, Joyce… y la lista continúa.

De acuerdo a White, el historiador contemporáneo debe establecer que el valor del estudio del pasado está en el proveer perspectivas en el presente que contribuyan a la solución de los problemas particulares de nuestro tiempo. ¿La razón para esto? Que el escritor moderno, contrario al del principios del siglo diecinueve, rehúsa reconocer una causa común con el historiador moderno al calificarlo como el curador de una noción anquilosada de lo que es el Arte.

¿Cómo se manifiesta esta “posición” en el literato puertorriqueño contemporáneo? La pregunta se la hicimos al profesor Roberto Ramos Perea, escritor, crítico literario y dramaturgo. El letrado nos contesta con la siguiente pregunta: ¿Por qué tenemos que vestir a los historiadores con esa aura de exactitud y veracidad, si la Historia está sujeta a todas las interpretaciones posibles? De esa manera, el profesor manifiesta su concordancia con lo escrito por Hayden White. No puede haber, entonces, similitudes entre los colores de los cristales que utilizan el historiador y el escritor para trabajar con la Historia. La ambigüedad en la metodología para el estudio de la Historia le abre las puertas al escritor para comentar, creativamente, el presente y el pasado; una ventaja de la cual ninguna otra disciplina disfruta. Mientras que el texto histórico debe ser explicado, el texto literario que se escribe, basado en la Historia, no necesita explicación.

Luis López Nieves, creador y director del programa de Creación Literaria de la Universidad del Sagrado Corazón (PR), nos contesta la misma pregunta. Nos dice: Si la Historia se lee y se escribe igual en todos los países del mundo, es ciencia. Si no se escribe igual, obviamente no es ciencia. Tan convencido está de su opinión que de inmediato añade: Por eso siempre he dicho que la Historia es el sexto género literario. Esa opinión la vierte el autor de Seva y de La verdadera muerte de Juan Ponce de León en una de sus Cartas Bizantinas, publicada en el periódico El Nuevo Día, c.14 de diciembre de 2008, titulada El sexto género literario. Pero, va más allá… En esa misma Carta, Constantino le dice a su hermana Eudocia: ...la Historia realmente no existe.

Pero, no todo es así de sencillo...

Parafraseando a la escritora puertorriqueña Tina Casanova, autora de la novela histórica El último sonido del caracol, esta nos dice que la Historia se puede considerar una ciencia en tanto y en cuanto produce tratados escritos sobre lo ya acontecido; pero es el escritor quien, como artista, le da carne a esa Historia y la convierte en Arte; y añade que en la novela histórica es la Historia –el hecho histórico, el personaje histórico- lo que domina la trama, no lo contrario. Por eso –continúa diciéndonos- una obra como Cuando era puertorriqueña, de Esmeralda Santiago, no podría ser catalogada como novela histórica, porque en ella es el personaje (ella) lo que domina en la trama, no el hecho histórico.

Pienso que este ensayo se quedaría cojo si no incluyo en él la opinión de la crítica literaria. Nos dice la Dra. Carmen Dolores Hernández Badillo: No conozco un solo historiador que tenga ambición novelística. Son –continúa- dos proyectos diferentes.

¿Cuál es, entonces, la pertinencia de la novela histórica en la literatura puertorriqueña contemporánea? Nos contesta el profesor Ramos Perea: Toda la del mundo. ¿Por qué? Porque en la reconstrucción y reinterpretación de la Historia hay un proceso identatario; hay un proceso de afirmación de la identidad; hay un proceso de construcción de la idea de la nación. Pero, en Puerto Rico, ese proceso no es nuevo. Es y ha sido constante. Siempre presente, desde nuestras primeras letras. Y de no ser explícito, se esconde tras las máscaras que se presentaron, según Juan Otero Garabís , en las Coplas del gíbaro, en 1820; en el Aguinaldo Puertorriqueño de 1843, en El gíbaro de Manuel A. Alonso en el 1849, seguidos por Alejandro Tapia y Rivera, Salvador Brau y Manuel Zeno Gandía. De ser esto cierto, entonces a Isla cerrera, de Manuel Méndez Ballester (1941), hay que dejarla de mirar como nuestra primera novela histórica y mirar atrás, al 1852, cuando Tapia y Rivera publicó La palma del cacique. Una opinión que Tina Casanova se inclina a compartir.

Ya al descubierto, ese proceso identatario, ese proceso de construcción de la idea de la nación que menciona el profesor -creo prudente señalar- ha estado presente, de una manera u otra, en la inmensa mayoría de nuestros cánones literarios publicados hasta el día de hoy.

Para Luis López Nieves, la pertinencia de la novela histórica es algo muy serio. Nos dice que, siendo Puerto Rico una “provincia” de una “nación” latinoamericana que está en gestación, la literatura histórica nos puede ayudar a entender de dónde venimos, para saber a dónde vamos; a romper con los mitos y a buscar verdades. En este punto, el autor de El corazón de Voltaire nos señala –con gran atino- que: ...una gran parte de la población latinoamericana se ha creído las mentiras, los mitos, la propaganda y los estereotipos de nuestros conquistadores [y] creo que la literatura histórica es la herramienta perfecta para llevar a cabo esa tarea -la de romper mitos y buscar verdades-. Por eso -nos recalca- es que la literatura histórica es pertinente.

La pertinencia de este género en nuestra literatura, para Dra. Hernández Badillo, está en que la novela histórica puede darnos un punto de vista distinto de la Historia; que es capaz de rescatar eventos y personajes históricos olvidados como es el caso –nos dijo- de El capitán de los dormidos, de Mayra Montero y la novela Mercedes (obra de este escritor) y otras. Para ella, novelar la Historia, es rescatarla.

Pero, busquemos otras fuentes… En este caso ajenas a la literatura puertorriqueña pero, no a la novela histórica. La Historical Novel Society, fundada en el Reino Unido en 1997, no se cuestiona la pertinencia de la novela histórica pero sí su definición. Esta organización literaria nos confronta con el problema definitorio del género planteando las siguientes preguntas: ¿Cuándo es que termina la contemporaneidad y cuándo es que comienza lo histórico? ¿Cuánta distorsión de la historia se debe permitir antes de que una obra literaria pase a ser más fantasía que histórica? La prestigiosa organización concede que nunca tendremos una contestación que complazca, absolutamente, a todos. Nos aclara, sin embargo, que para que una novela sea considerada histórica, esta debe ser escrita con por lo menos cincuenta años de separación entre el dato (o el personaje) histórico y su fecha de redacción; o que el escritor todavía no hubiera nacido al momento en que se produce el dato o personaje sobre el cual escribe.

Lo aquí expresado –espero- dará mucho de qué hablar. Pero sería conveniente, y muy sano, que la discusión comenzara con la definición de lo que es una novela histórica, si sólo fuera para asegurarnos de que estamos hablando de lo mismo. Propongo la siguiente definición: La novela histórica no puede ser otra cosa que la narrativa imaginaria, ficticia, que se construye sobre y alrededor de un dato y/o personaje histórico; o dentro del espacio y el tiempo en que ocurre tal suceso histórico; que hayan sido debidamente investigados, y que vienen a enmarcar la trama y las ejecutorias de sus personajes reales o ficticios. Obvio en mi definición el requisito de los cincuenta años de separación entre el escritor y el dato histórico –ofrecido por Sir Walter Scott, por muchos reconocido como el padre del género- por considerarlo hoy arbitrario.

Esta definición –la que propongo- por ejemplo, nos obliga a dejar fuera a La renuncia del héroe Baltasar de Edgardo Rodríguez Juliá, por haber sido esta novela (catalogada por muchos académicos como novela histórica) creada alrededor de una Historia descrita por Carmen Dolores Hernández como “cuasi-histórica… mitologizadora” , a lo que yo añado, inventada… creada por el autor con un único tema real: la esclavitud, y planteada en un “falso siglo dieciocho”, como nos dijera Benjamín Torres Caballero, prologuista de la obra. Aclaro que al dejar fuera de mi definición la novela de Rodríguez Juliá de ninguna forma busco disminuir o minusvaluar la envergadura de la obra ni la importante aportación que, a mi entender, esta hace a las letras puertorriqueñas contemporáneas.

La novela histórica, como género, nos transporta a un espacio histórico definido por el tiempo en el cual el entorno y la atmósfera se combinan con personajes reales y –en muchas instancias- ficticios, para mostrarnos cómo el suceso o el personaje histórico influyó sobre el diario quehacer de su entonces, o en el proceso de desarrollo de la vida o de la voluntad de un pueblo. La novela histórica trae a la superficie el dato subyacente que humaniza a la Historia. Saca a flote el drama inherente perdido en los tratados y editorializado en las crónicas y los convierte en la carne misma de la Historia. Su fin debe ser el entretener al lector, a la vez que le brinda un punto de vista distinto sobre eventos, vidas y costumbres conocidas. Ese es su valor. Esa es su pertinencia. En el Puerto Rico contemporáneo la novela histórica adquiere un valor añadido al posicionársele como una herramienta que puede resultar vital en nuestra continua batalla por una definición nacional; lucha en la cual muchos aún trajinamos.

Al hacerse necesario que la novela histórica saque a flote el dato subyacente que humaniza a la Historia misma –como hemos dicho arriba-, se le plantea al escritor un problema de ética. Ese dato histórico nunca debe ser alterado, a riesgo de que la obra pierda su carácter de histórica. Este problema lo plantea la doctora Carmen Dolores Hernández en su crítica de la novela Silencio en el convento, de Luis Saldaña en la que se pregunta si es lícito –si es decente- tergiversar la representación de una figura histórica sin la debida documentación que apoye tal reconstrucción del personaje. Yo me hago la misma pregunta. Y no lo creo. Por otra parte, estimo prudente el señalar que, personalmente, encontré otros datos históricos también tergiversados en la obra de Saldaña, y que concurro con la doctora Hernández en su apreciación. La definición de novela histórica que planteo, obliga al escritor a ceñirse, con extrema pulcritud, al dato histórico que le da pie a su narrativa para que ésta sea leída como novela histórica o historia ficcionada. No es, como ya nos dijo Tina Casanova, acomodar la historia a la trama, sino todo lo contrario.

La pertinencia de este género en la literatura puertorriqueña contemporánea es tan clara como el cristal. Pero no necesariamente por razones estrictamente literarias… Nuestra historia nacional anda por ahí, preñada de hechos e iconos merecedores de ser redescubiertos y elevados a lo más trascendente de la memoria patria. En el Puerto Rico de hoy, en el que todavía debatimos con apasionamiento una exacta y determinante definición nacional (debate que nos mantiene profundamente sumergidos en La charca de Manuel Zeno Gandía), la novela histórica no es sólo pertinente, sino que -como pueblo en busca de sí mismo- también nos resulta, más que absolutamente necesaria, vital.

 

*El autor es candidato al Doctorado en Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras, Puerto Rico