A 50 años del Concilio Vaticano II: ¿Cuáles son los desafíos?

Espiritualidades
Typography
  • Smaller Small Medium Big Bigger
  • Default Helvetica Segoe Georgia Times

Se cumplen 50 años, medio siglo, del inicio del Concilio Vaticano II (1962-1965), el acontecimiento más importante y positivo vivido por la Iglesia Católica en siglos. Mientras aún se debaten interpretaciones sobre el significado y los resultados de aquel acontecimiento, el mundo ha seguido evolucionando aceleradamente. Los desafíos que hoy enfrenta el Catolicismo y el Cristianismo desbordan completamente las problemáticas a las que pretendió dar respuestas el Concilio y exigen nuevas reflexiones, nuevas actitudes, nuevas audacias.

José María Vigil

Pocas personas se extrañarán si digo que el Concilio Vaticano II (1962-1965), del que se están cumpliendo en 2012 los 50 años, fue el acontecimiento más importante y positivo vivido por la Iglesia Católica en todo el siglo 20. El último gran Concilio de la Iglesia Católica había sido el de Trento (1545-1563). Hacía cuatro siglos que la Iglesia no se autoexaminaba y se reconducía a sí misma con un instrumento tan extraordinario como es un Concilio. El inmediatamente anterior, el Concilio Vaticano I (1869-1870) coincidió con el Risorgimento italiano, quedó inconcluso, y no supuso una reforma de la Iglesia, sino un reforzamiento de sus típicas posiciones conservadoras.

UNA AUTÉNTICA REVOLUCIÓN

El Vaticano II sí constituyó una auténtica revolución. Teorías, concepciones, normas, costumbres, prácticas, ritos, fórmulas... que llevaban cuatro siglos en vigor y eran consideradas prácticamente inmutables, fueron profundamente transformadas, al dar paso la Iglesia a una nueva mentalidad, a la mentalidad moderna. En el siglo 16 la Iglesia había reaccionado negativamente contra el pensamiento moderno, que vio concretado en la Reforma Protestante, de Lutero, a la que condenó. Posteriormente, el Concilio de Trento se centró en la llamada Contrarreforma, una posición beligerantemente contraria a los valores modernos, de perpetuación de los valores antiguos y medievales y a la defensiva ante todo lo moderno. En esa situación continuaba la Iglesia a mediados del siglo 20, y ésa es la actitud que quebró, y que fue desechada sin dificultad, por el nuevo Concilio, convocado por el Papa Juan XXIII.

 

El Vaticano II suscitó un entusiasmo general como hacía tiempo no se recordaba en la Iglesia católica. Muchos grupos, comunidades, sacerdotes y fieles abrazaron la nueva mentalidad y se adentraron por el camino de las muchas reformas que proponía. Sin embargo, tantos cambios no iban a ser fáciles. El Concilio Vaticano II dio solamente un primer paso, sin imaginar que, a partir de ahí, la Iglesia no iba a poder dejar de continuar caminando, en las décadas sucesivas, en lo que ha sido quizá el período más denso e intenso de renovación y debate interno de toda su historia. No han dejado de aparecer nuevas ideas, replanteamientos, perspectivas y desafíos. Son varios los “grandes saltos teológicos” que el Cristianismo ha ido experimentando progresivamente en estos cincuenta años que nos separan de aquel Concilio. Entraron en escena nuevos paradigmas teológicos, que plantean grandes desafíos para la reflexión y la acción.

UN PRIMER INTENTO DE RECONCILIACIÓN

CON LA MODERNIDAD

Tras varios siglos de enfrentamiento con el desarrollo de la ciencia y con la nueva conciencia de la emancipación de la humanidad frente a la tutela religiosa, el Concilio Vaticano II puede ser calificado teológicamente como la reconciliación del Cristianismo católico con la primera modernidad. Fue un primer intento, limitado y contradictorio. Fue una reconciliación parcial -en cuanto que no se aplicó a las mismas estructuras jurídicas de la Iglesia- y fue también contradictoria, en cuanto que para llegar al consenso hubo de incurrir en ambigüedades, introduciendo concesiones a los grupos opuestos. Pero, en todo caso, significó el desbloqueo del impase que se arrastraba desde hacía siglos y fue un buen inicio para un camino que se recorrería después, despertando enorme interés y una desbordante vitalidad.

MAYO DEL 68:

LA REVOLUCIÓN POSMODERNA

El Concilio llegó muy tarde, con una demora de varios siglos en el establecimiento del diálogo con la modernidad. Los analistas sitúan después del Concilio Vaticano II la llamada revolución cultural de mayo del 68, una profunda vuelta de tuerca de la modernidad en la sociedad ya inicialmente globalizada, que planteó nuevos cambios hasta entonces no contemplados: revolución cultural, sexual y femenina, crítica al poder, al Estado, a la democracia formal, a los valores establecidos...

 

La Iglesia católica vivió esta “revolución cultural” en plena efervescencia de la apertura conciliar. Y en primera línea, ya sin la defensa de la clásica “separación del mundo” con la que hasta entonces se había auto-protegido. Como el resto de la sociedad, no pudo tener distancia crítica para saber cuáles serían las consecuencias de aquella nueva propuesta cultural. Esto fue causa adicional e imprevista de un gran malestar en el sector conservador de la Iglesia, que achacó al Concilio la desorientación que estaba produciendo en la Iglesia la nueva revolución cultural, lo que desató una fuerte oposición interna al propio Concilio.

UNA NUEVA PROPUESTA TEOLÓGICA:

LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN

Muy pronto, a partir de los años 70, surgió en América Latina una nueva propuesta teológica, liderada en principio por la Conferencia de Obispos Latinoamericanos. La Teología de la Liberación quiso ser inicialmente la aplicación y adaptación del Concilio Vaticano II a la Iglesia del continente. Pero terminó siendo una reinterpretación del conjunto del Cristianismo con la introducción de tres dimensiones hasta entonces olvidadas: la historicidad -que dialogaba con la segunda modernidad-, el reinocentrismo -poner en el centro, por encima de todo, por encima incluso de la Iglesia, la utopía de Jesús, que él llamaba “el Reino”, idea que desplazaba el eclesiocentrismo- y la opción por los pobres, que rompía la milenaria alianza con el poder político y económico, ruptura que fue calificada como “el acontecimiento eclesial más importante desde la Reforma Protestante”.

 

Todos estos cambios estuvieron animados por una fuerte vivencia, toda una espiritualidad, la espiritualidad de la liberación- y produjeron también una explosión de vitalidad y de mística, cuya manifestación mayor fue la multitud de comunidades de base y una pléyade de mártires literalmente jesuánicos, “según el modelo de Jesús”.

 

América Latina produjo un estilo de teología que se expandiría a partir de entonces al Cristianismo universal. La Teología de la Liberación se extendió a Asia, a África y a Europa y aun hoy pervive y con entusiasmo. La envergadura y la importancia de lo que planteaba y la transformación que llevó a cabo esta teología habría podido merecer y justificar un hipotético Concilio Vaticano III.

 

Un factor decisivo en ese momento -en principio, ajeno a lo propiamente teológico- fue la elección en 1978 como Papa de Karol Wojtyla, quien había sido precisamente líder del Coetus minor -la minoría perdedora- de los obispos cuyas propuestas resultaron desechadas en el Concilio Vaticano II.

 

Desde el punto de vista de las consecuencias para la teología cabe resaltar el nombramiento de Josef Ratzinger como encargado de la Congregación de la Doctrina de la Fe, quien con su Informe sobre la fe comenzó una campaña de reinterpretación involutiva del Concilio, de descalificación de la Teología de la Liberación y de persecución de los teólogos más creativos. Entra así en escena, de la mano del oficialismo, una teología conservadora restauradora, altamente beligerante, que a partir de ahora impone su opinión, sin diálogo, por la vía del “poder magisterial”.

EL PARADIGMA PLURALISTA

El Vaticano II abrió tímidamente esta puerta cuando propició una superación tímida del “exclusivismo” -pensar que fuera de la Iglesia Católica no hay salvación-, reconociendo que las otras religiones también tienen “algunos elementos de verdad y de salvación”.

 

A partir del área anglosajona del mundo, y sobre todo en Asia, donde el Cristianismo experimentaba severamente la sensación de ser minoría en medio de una pluralidad religiosa insuperable, surgió el paradigma pluralista, un nuevo modelo de pensamiento que reinterpreta el Cristianismo no como “la única religión verdadera”, sino como una de las muchas religiones del mundo.

 

En estos años América Latina estuvo al margen de este avance y sólo después del año 2000 se propondría el “cruzamiento” entre la Teología de la Liberación y la teología del pluralismo religioso. El mundo actual, globalizado ha tomado conciencia de la pluralidad religiosa y del carácter regional de todas las religiones.

 

El diálogo y la reconciliación con esta nueva cultura pluralista implica la reinterpretación pluralista del Cristianismo, un movimiento que, a pesar de tan adversas condiciones oficiales, está ya inevitablemente en curso. Se trata de una reinterpretación tan profunda que, en tiempos de apertura bien merecería un nuevo Concilio para afrontarla.

EL PARADIGMA FEMINISTA

Aunque las raíces del movimiento feminista son históricamente antiguas, su gran eclosión se ha dado apenas hace unas décadas, en el siglo 20. Y aunque procede de la sociedad civil, este paradigma ha sido ya asimilado en la teología y ha calado profundamente en sectores muy amplios del pensamiento y de las bases del Cristianismo, especialmente en una gran mayoría de cristianas, tanto laicas como religiosas.

 

El paradigma feminista, auxiliado por los cada vez más numerosos estudios de género, ha mostrado hasta qué punto el Cristianismo tradicional está influido por la ideología patriarcal, con la consiguiente marginación y minusvaloración de la dimensión femenina y de sus valores a todos los niveles, desde la imagen misma de Dios, hasta la organización de toda la vida cristiana. A nivel teórico, los logros de este paradigma son ya irreversibles y es en el nivel práctico, el nivel de la implementación de sus consecuencias en la vida eclesial, donde casi todo sigue por hacer. También en este caso, un cambio de paradigma tan profundo como propone el feminista, bien merecería en tiempos sanos todo un Concilio ecuménico, expresamente convocado para acogerlo con la profundidad y la coherencia necesarias.

EL PARADIGMA ECOLÓGICO

También con posterioridad al Vaticano II eclosionó en la teología el tema de la ecología. No sólo el tema de la urgencia del cuidado ambiental o la emergencia climática que parece estarnos situando al borde de un desastre planetario.

 

Se trata también de una reinterpretación completa del Cristianismo fuera de los supuestos (antiecológicos) en los que fue elaborado, como el supuesto del antropocentrismo, el de nuestra desligación de la Tierra y de la evolución de la vida, el de la trascendencia y separación cósmica de la imagen de theos (un dios afuera y arriba), el de la concepción de la Naturaleza como inferior y/o pecaminosa, o de esta vida como una prueba de acceso a un mundo sobrenatural futuro distinto del natural, el clásico “cielo”…

 

La ecología llegó apenas a su madurez en los años 70 con el movimiento de la “ecología profunda”, que implica una manera revolucionaria de repensar la realidad, el cosmos y a nosotros mismos. Desde esta visión es toda la teología y todo el Cristianismo el que hay que rehacer. Tarea no sólo urgente, por los mismos criterios que con los otros paradigmas, sino porque todo indica que estamos en los últimos años hábiles para evitar entrar en una pendiente sin retorno hacia un cambio climático severo, que puede extinguirnos como especie y llevarnos a la extinción de todo lo humano, tragedia en la cual el Cristianismo, reputado actualmente como “la más antropocéntrica de las religiones” (Lynn White), ha tenido no poco que ver. Si hay alguna urgencia y emergencia que merecería un Concilio para tratar expresamente sobre ella, por sobre todas las demás, es ésta.

EL PARADIGMA POST-RELIGIONAL

Aunque prácticamente desconocido en muchas regiones y apenas planteado por algunos grupos especialmente vigilantes, este paradigma tampoco es nuevo. Es una intuición que ya nos ha visitado varias veces en el tiempo de vida de la actual generación, pero que vuelve ahora “en espiral”, más adentro y más abajo, pertrechada con conocimientos auxiliares de la antropología cultural que la convierten en un desafío ya inaplazable.

 

Plantea este paradigma la superación de aquel supuesto que otorgaba clásicamente a la religión la categoría de cuerpo especial de sabiduría y medio de realización espiritual avalado directamente por la Divinidad, revelado e incuestionable en las sociedades tradicionales. Hoy, la antropología cultural cree conocer, de un modo medianamente aceptable, las bases humanas de la espiritualidad. Cree conocer cómo se ha producido el surgimiento de las religiones con el advenimiento de la sociedad agraria, los procesos de su elaboración y evolución, así como los mecanismos internos de su funcionamiento epistemológico y la función que en ellas tienen los mitos y las creencias. Y plantea que esa edad agraria que posibilitó el surgimiento de las religiones mundiales que todavía hoy conocemos, está concluyendo, y que en la sociedad del conocimiento que va a reemplazar a la sociedad agraria, los mecanismos epistemológicos de esas religiones serán inviables.

 

El Cristianismo -que es también una religión agraria- se ve desafiado. O cambia, en una auténtica metamorfosis, dejando de ser religión (agraria, neolítica) o desaparecerá. O continúa, más allá de ese formato agrario, o quedará históricamente superado. La crisis actual de la religión es también un “nuevo tiempo axial”, una nueva “gran transformación” como la que dio origen a aquella nueva conciencia religiosa de la que vivimos desde hace dos mil años.

 

Desde esta perspectiva, un Concilio inter-religioso sería tal vez lo más urgente para que todas las religiones, todas ahora reunidas todos en Concilio, afrontaran de frente su futuro, en vez de cerrar los ojos a lo que las ciencias y la opinión pública creen que está apareciendo ya por el horizonte y comenzando a llenar el escenario.

EL PARADIGMA EPISTEMOLÓGICO

Durante mucho tiempo el Cristianismo ha estado instalado en un cómodo “realismo ingenuo”, que postulaba la adaequatio rei et intellectus, una adecuación o correspondencia directa entre lo que pensamos y expresamos y la realidad. Más aún: hemos vivido, milenariamente, hasta hace “cuatro días”, apoyados en una interpretación literal de las creencias que vehiculaban los mitos religiosos, como si éstos fueran “descriptivos de la realidad”, porque además, habrían sido “revelados”.

 

El nuevo paradigma epistemológico que avanza por la sociedad nos está haciendo conscientes de que nuestro conocimiento no describe realmente la realidad. Simplemente la modela. El conocimiento religioso es también construcción humana, elaborado a base de metáforas aproximativas, que siempre, con el tiempo y con la evolución imparable, quedan desplazadas, obsoletas, y pueden incluso resultar dañinas en un determinado nuevo contexto cultural.

 

Como otrora pidió Kant, el nuevo paradigma nos pide “despertar del sueño dogmático religioso”. Fue un sueño, muy bonito, un sueño dogmático, que creía que era realidad literal la realidad religiosa que soñaba. Pero era sólo un sueño, epistemológicamente hablando, ahora que hemos despertado a una nueva epistemología. Desde la visión clásica esto suena a “relativismo”. Sin embargo, en el siglo 20 la aportación más grande del conocimiento ha sido el descubrimiento de los límites del conocimiento.

 

Una revolución epistemológica se nos viene encima, urgiendo a una reinterpretación de todas las seguridades supuestamente objetivas y descriptivas de nuestra religiosidad. Es cierto que en muchos sectores populares este paradigma apenas asoma todavía en el horizonte, pero la teología debiera tener ya claridad preparándose para salir a su encuentro.

LOS MARCOS DEL VATICANO II

YA ESTÁN SUPERADOS

Esta radiografía teológica básica, casi telegráfica, de los grandes saltos que hemos dado en estos 50 años, nos habla de los nuevos paradigmas que están interviniendo en el debate ideológico que la conciencia humana actual sostiene consigo misma, en el interior del Cristianismo, y en particular al interior del Catolicismo.

 

Teniendo en cuenta estos saltos, analizar hoy el campo religioso sólo en los términos generados por el Concilio Vaticano II resultaría absolutamente insuficiente. Un discernimiento actualizado debe desbordar los marcos ya estrechos del Concilio. Cinco décadas después del Vaticano II, su problemática está totalmente obsoleta. Aunque hoy lográramos poner en práctica todo el Vaticano II -y estamos a mucha distancia de haberlo hecho-, quedaríamos todavía totalmente fuera de lo que son los planteamientos mínimos necesarios para comenzar a afrontar la problemática que hoy nos apremia.

 

Quienes vivieron el Concilio en el propio momento, a corazón abierto, sintiéndose en la sintonía de la Iglesia universal, no pueden simplemente -con imposibilidad epistemológica- negar lo que vivieron o rechazarlo cuando se enfrentan a interpretaciones impuestas por decretos autoritarios posteriores. Los muchos cristianos que abandonan la Iglesia Católica desde hace años testimonian la gravedad de la situación.

 

Con los años, la situación ha cambiado tanto y tan rápidamente, que el conflicto de interpretaciones sobre el Concilio se hace insignificante ante la magnitud de los nuevos desafíos aparecidos, que se van acumulando hasta parecer inabarcables. Hoy la problemática conciliar ha quedado desbordada por otra mucho más honda. Por eso es por lo que la situación de crisis generalizada, de abandono por parte de millones de fieles, no se da sólo entre los católicos, sino también entre las Iglesias protestantes históricas. La problemática actual está mucho más allá del Concilio. Es simplemente humana, enteramente común a católicos y protestantes, y en realidad, común a todas las religiones, aunque algunas apenas están comenzando a experimentar la crisis y sus consecuencias.

ANTE EL ACTUAL TSUNAMI CULTURAL

Nos guste o no, el Concilio Vaticano II no logró ser “de feliz memoria” ni de recepción pacífica, más allá de la acogida inmediata y entusiasta con que fue recibido y de la vitalidad desbordante que suscitó en su primera etapa en las bases. Pronto surgió el miedo y la oposición declarada.

 

No se pudieron implementar mediaciones concretas para la aplicación de sus directrices a la propia Iglesia, a su reforma democrática y participativa, a temas como el celibato, la sexualidad, la colegialidad, el Papado, ni a la reinterpretación de puntos centrales de especial implicación epistemológica: historicidad, desdogmatización, superación de la helenización del Cristianismo, relativización de la metafísica... Sobrevino, más bien, el “invierno eclesial” (Rahner), la “vuelta a la gran disciplina” (J.B. Libânio), la “restauración eclesial” (G. Zízola), la “noche oscura” eclesial o “el pontificado del miedo” (J.I. González Faus).

 

La situación se ha complicado posteriormente porque en estos 50 años no han cesado de aparecer nuevos desafíos desde la cultura, a los que se ha tratado de dar respuesta desde actitudes involutivas anticonciliares, cada vez más distantes de las nuevas propuestas. El efecto es conocido: autoexilio de muchos cristianos, diálogo de sordos entre la teología y la doctrina oficial, distancia abismal entre la Iglesia jerárquica y la vanguardia cultural de la sociedad, contradicción entre el discurso oficial y la práctica moral real de los fieles, abandono de la Iglesia de millones de fieles europeos y d Norteamérica, regreso de las apostasías y pérdida masiva de fieles también en América Latina.

 

La problemática es también más honda, de otro nivel. Cada vez más analistas concuerdan en que no estamos ya en una “época de cambios profundos y acelerados”, como insistió varias veces el Concilio Vaticano II en sus documentos, ni siquiera en un “cambio de época más que en una época de cambios”, como dijimos con célebre retruécano a principios de los años 90, sino en un cambio cultural de dimensiones epocales, en una metamorfosis radical, en un auténtico tsunami cultural. O como ya muchos están diciendo, en un nuevo “tiempo axial”. Discutir ahora si el Concilio Vaticano II significó “una ruptura o una continuidad” equivale a discutir “si son galgos o podencos” como en El Quijote.

 

Así como Mayo 68 saltó por encima de la problemática que había planteado el Concilio y la desbordó, así el tsunami cultural actual está saltando por encima de todas nuestras polémicas, encontrándonos en un estado de extrema debilidad, por la involución y por el conflicto de interpretaciones de un evento -el Vaticano II- ya superado.

ANTE UN INMENSO INTERROGANTE

La conclusión obvia es un inmenso interrogante: ¿Es posible imaginar a corto plazo siquiera un afrontamiento -no digamos una superación- de los desafíos pendientes? ¿Qué habrá de pasar para que se pueda y dar un cambio de actitud en la Iglesia jerárquica? ¿Y qué pueden y deben hacer, mientras, los cristianos y cristianas que creen estar interpretando lo que pasa, y no quieren renunciar a su derecho fundamental primario, el derecho a ser personas de su tiempo y a vivir según su conciencia?

 

TEÓLOGO.