Cultivar una espiritualidad sana
En estos días llegó al Centro donde vivo y trabajo, una persona profundamente afectada por ciertas decisiones que había tomado en su vida y cuyas consecuencias le costaba asumir. Entre lágrimas gritaba y cuestionaba porqué se comportaba de la manera como lo hacía; porque no podía ser consecuente con lo que deseaba; porqué si, habiéndose mantenido en los “caminos de Dios” no lograba ser feliz… Al igual que esta persona, tantas otras acuden a la terapia, al diálogo fraterno o al acompañamiento espiritual cuando sienten que en sus vidas hay algo que les inquieta o les molesta. Buscan respuestas a sus interrogantes.
Cultivar una espiritualidad sana, siempre será un ejercicio que producirá paz, esperanza, confianza y compromiso. Es aquí donde quiero ofrecerles algunos de los principios que nos presenta Thomas Hart en su libro El manantial escondido:
Primero: Dios quiere que vivamos y su Hijo Jesús lo confirma al decir: “He venido p-ara que tengan vida y vida en abundancia” (Jn 10, 10).
Segundo: La razón de nuestra vida es amar… El amor es el fundamento de nuestra existencia y sólo desde él nos hacemos semejantes a Dios: Amén al prójimo como yo les he amado (cf. Jn 13, 34). Esto es un aprendizaje de toda la vida.
Tercero: Dios está presente y actúa con nosotros, inclusive en aquello que más nos cuesta trabajar. Cuando decidimos actuar en bien nuestro y en bien de los demás, Dios está ahí acompañando, animando, consolando porque él se interesa por sus hijos e hijas. Les comparto mi experiencia personal: cuando sentí la brutal fuerza del error y del mal en mi vida, descubrí también que ahí, en mi pecado, Dios estaba conmigo, no como juez, sino como Padre.
Unido al tercer principio, este otro: Dios no nos envía dolor y sufrimiento, sino que actúa en ellos por nuestro bien. Una espiritualidad malsana afirma que Dios nos da dolor, sufrimiento y muerte como castigo. Nada más lejos del verdadero Dios que es misericordia.
Y, por último, el paradigma de la muerte/resurrección es la clave para poder comprender nuestra existencia. Para el cristianismo la experiencia pascual de Jesucristo es el centro de la vida. Muerte y Vida no son dos, sino una única experiencia que nos permite, como Jesús, vivir con la confianza de que la esperanza nos guiará luminosa.