Izquierda, el rescate del sueño

Voces Emergentes

altPertenezco a la generación que tuvo el privilegio de cumplir 20 años en los años sesenta: la Revolución cubana, el Che, los Beatles, El rey de la vela,[1] manifestaciones estudiantiles, Alegría, Alegría,[2] Glauber Rocha, McLuhan, la revista Realidade,[3] Marcuse, Mayo del 68, Juan XXIII, naves espaciales, etc.

Era la generación de los sueños. “Soñar es despertarse por dentro”, nos recuerda Mario Quintana. Estábamos permanentemente despiertos. Nuestras quimeras no eran nutridas por drogas, sino por utopías. Según la teoría psicoanalítica, todo sueño es proyección de un deseo. Nuestra generación deseaba ardientemente cambiar el mundo, instaurar la justicia social, derribar el viejo orden.

El sueño se hizo pedazos al chocar contra la realidad. La dictadura militar (1964-1985) declaró que nuestras protestas eran subversivas, y enfrentó nuestras marchas con porras y tiros. Nuestros congresos estudiantiles terminaron en las prisiones, y forzados a la clandestinidad, no nos quedó más alternativa que el exilio o la resistencia. Los verdugos laceraron nuestras utopías y colgaron nuestros ideales del pau-de-arara.[4] Lo que era canto se convirtió en dolor; lo que era encanto, en cadáver. La roda viva se llenó de miedo, y nuestro cáliz de “vino tinto de sangre”.[5]

Nuestros paradigmas se derrumbaron bajo los escombros del Muro de Berlín. No era el socialismo de las masas ni de los proletarios en el poder. Era el socialismo de Estado, padre y patrón, atrapado en la paradoja de agigantarse en nombre del fin inminente de la lucha de clases. El economicismo, la carencia de una teoría del Estado y de una sociedad civil fuerte y movilizada, llevaron al río de las fantasías colectivas a desabordarse por sobre los puentes de hierro de los ingenieros del sistema.

El socialismo real saciaba el hambre de pan, pero no el apetito de belleza. Compartía los bienes materiales y privatizaba el sueño. Todo sueño ajeno a la ortodoxia se consideraba diversionista, amenazador. El capitalismo, astuto, socializa la belleza para camuflar la cruel privatización del pan. Aquí todos son libres para hablar, no para comer. Libres para viajar, no para comprar los pasajes. Libres para votar, no para interferir con el poder. El Muro de Berlín cayó y todavía hoy la polvareda que levantó ofusca nuestra mirada.

Despojada de paradigmas, la izquierda es una doncella perpleja que, terminada la fiesta, no logra encontrar el camino de regreso a casa. Hay muchos pretendientes dispuestos a acompañarla, pero ella teme que la conduzcan al lecho de la violación. Ansiosa, se enrumba por el laberinto del electoralismo y se pierde en el juego de espejos que exacerban el narcicismo de quienes se maquillan en el reflejo de las urnas. Se deja arrastrar por la alternancia electoral, en la que la caza de votos y cargos atropella los ideales y los programas. Y mientras más se aproxima a las estructuras de poder, más se distancia de los movimientos populares.

Es cierto que, al asumir la administración pública, invierte en programas sociales, perfecciona el acceso a la salud, la educación, la vivienda y la cesta básica. Pero desprovista de andamios, no hace de esa masa un nuevo edificio teórico, alternativo a la globo-colonización neoliberal que execra la ciudadanía y exalta el consumismo, repudia los derechos sociales e idolatra el mercado.

La marea sube -Ecuador, Chile, Argentina- pero en la playa, acostumbrados a seleccionar los peces, los pescadores están cegados por el reflejo del Sol. ¿La historia llegó a su fin?

Fuera de la izquierda no hay salida para la miseria que asola el planeta (1 300 millones de personas). La lógica del capitalismo es incompatible con la justicia social. El sistema exige acumulación; la justicia, compartir. Y no hay futuro para la izquierda sin ética, utopía, vínculos con los pobres y valor para dar la vida por el sueño.

Hoy, el socialismo ya no es solo una cuestión ideológica o política. Es también aritmética: sin compartir los bienes de la Tierra y los frutos del trabajo humano, la mayoría de los casi 8 mil millones de pasajeros de esta nave espacial llamada Tierra estarán condenados a una muerte precoz, sin el derecho a disfrutar lo que la vida requiere como más esencial para ser feliz: pan, paz y placer.

Le resta ahora a la izquierda despertar al sueño.