Ni los muertos se salvan

Justicia Social

Mi tío Lucas ha muerto. Nos hemos enterado de su fallecimiento por casualidad. Un conocido, y al parecer también vecino suyo, llamó a otro de nuestros tíos para preguntarle si sabía que su hermano (Lucas) había muerto. De las piezas que se han podido armar, Lucas murió poco antes del 15 de julio y cuando su hermano fue a identificarlo al Instituto de Ciencias Forenses su cadáver llevaba allí 16 días. Nadie llamó a familiar alguno. A nadie parecía importarle que un “fulano”, no famoso y humilde había muerto. Nadie sabe exactamente de qué murió. Ni siquiera pudo realizarse su identificación ya que el cadáver estaba en un estado de descomposición avanzada. Quienes levantaron el cadáver en la escena, allí donde residía, en un apartamentito en Puerto Nuevo, no buscaron documentos, papeles, nada. Simplemente, al parecer, se llevaron a otro muerto anónimo más. La actitud para con el cadáver de nuestro tío fue la misma que la de realizar otro trámite cotidiano para quienes tienen por oficio tratar con muertos.

En días recientes, dos asesinatos han ocupado la atención de los principales medios de comunicación en Puerto Rico: el caso de Stefano y el de Carmen Paredes. Ambos casos, como es notorio, han sido fuertemente publicitados y las agencias que los funcionarios del Estado han hecho para resolverlos han sido materia de espacios importantes tanto en la prensa escrita como radial. Igualmente, ambos occisos, como también es sabido, provienen de sectores sociales pudientes y sus casos son de mayor prioridad, al menos así aparenta, que el de cualquier otra persona que haya sido asesinada y que no proviene de familia adinerada o de abolengo.

Parece que mi tío no fue asesinado. ¡Parece! Pero lo que queda claro es que la insensibilidad y mediocridad con la que se ha tratado su situación como occiso es realmente desastrosa y, además, sintomática. Pero, ¿sintomática de qué? Sintomática y, de hecho, diagnóstica de que se vive en un país en el cual para acceder a servicios públicos dignos o dignos de espectáculo (lo cual no siempre conduce a solución alguna) hay que ser reconocido como proveniente de sectores o clases “distinguidas”.

La muerte no es el fin. Ahora se me hace mucho más claro ese enunciado. Lo puedo comprender en carne propia al igual que lo han comprendido millones de familiares de personas muertas cuyas identificaciones se lograron mucho después o, inclusive, nunca se lograron del todo. La muerte no es el fin de las clasificaciones y jerarquías sociales. Un muerto en Puerto Nuevo o en cualquier otro sector popular en Puerto Rico parece que es simplemente otro muerto. Pero, un muerto distinguido no. Ése ciertamente se hace acreedor de las movilizaciones y recreaciones más espectaculares. Para esos muertos no hay límite en lo que refiere a los recursos que se utilizan para develar o esclarecer las causas, los móviles y demás elementos claves en una pesquisa. Ni siquiera entre cadáveres se anula la cuestión de clase. Ya Abelardo Díaz Alfaro había expresado esto con su personaje Don Procopio y cualquiera podría decir que desde el antiguo Egipto a los faraones y familias pudientes se les trataba diferente que a los pobres al momento de su muerte. Nadie diga que eso es simplemente así desde siempre. Decir eso implica legitimar el pauperismo y la segregación. La muerte, como cualquier otro evento humano, es social. Bien podrían analizarse algunos aspectos sociales a través de sus muertos, de las extravagancias o de los olvidos, a través de la actitud que se tiene hacia ellos. Aquí, por lo pronto, si no tuvo abolengo en vida, en la muerte podría esperar a ser identificado por carambola.