Acuerdo de paz entre Estados Unidos y el Talibán

Agenda Caribeña
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altLa prensa internacional destaca en los pasados días la firma de un acuerdo el pasado 29 de febrero entre Estados Unidos y el Talibán en Doha, Qatar, que se alega traería finalmente la paz a Afganistán luego de casi 19 años de intervención imperialista de Estados Unidos en este país.

Como indicamos hace algunos meses al referirnos a este conflicto armado, para muchos, el tema de la guerra en Afganistán es un recuerdo lejano; para otros, desconocido; para la mayoría irrelevante. Es como si este conflicto fuera meramente un evento histórico y no un evento presente, real, en desarrollo y con visos de ser, además, interminable. Escapa a la memoria colectiva sus causas públicamente aceptadas, que desatan el conflicto. Por ello, a los fines de presentar un contexto para entender los recientes acontecimientos, es necesario precisar algunos datos.

El 21 de septiembre de 2001 el Presidente George W. Bush dirigió un mensaje al pueblo de Estados Unidos. Indicó que de acuerdo con cierta información proveniente de fuentes de inteligencia, la responsabilidad de una organización fundamentalista islámica de nombre Al Qaeda y su dirigente, Osama Bin Laden, eran responsables por los atentados terroristas acaecidos en Estados Unidos el día 11 de septiembre de 2001. Junto a estos, identificó a las organizaciones islámicas “Jihad Islámico de Egipto” y al “Movimiento Islámico de Uzbekistán” como estructuras políticas vinculadas a redes terroristas esparcidas en distintos lugares en el mundo, que el gobierno de Estados Unidos estimó entonces, se extendían por más de 60 países. El movimiento islámico en el poder en Afganistán, conocido por Talibán, fue identificado como responsable de proveerles albergue, apoyo y lugares de entrenamiento en su territorio a estas organizaciones definidas como terroristas.

Nos dice Noam Chomsky en el libro Estados Peligrosos: Diálogos sobre terrorismo, democracia, guerra y justicia, en el cual se recoge una extensa entrevista a Chomsky y Gilbert Achcar, considerado uno de los principales eruditos sobre el Medio Oriente, que “fundamentalismo” es un “término acuñado en Princeton por los protestantes a finales del siglo pasado.” Señala también que “lo que llamamos fundamentalismo tenía raíces muy profundas en Estados Unidos ya desde los primeros colonos, y siempre ha estado presente.” Indica que de ahí deriva, en el caso de Estados Unidos, lemas como “en Dios confiamos” (In God we trust) o el de “una nación bajo Dios”, añadimos nosotros a la frase, la palabra “indivisible” (One nation under God indivisible).

De acuerdo con Achcar, el Estado más fundamentalista dentro de la corriente islámica en el Medio Oriente es Arabia Saudita. Lo cataloga como el Estado “más oscurantista, el más reaccionario, el más opresivo con las mujeres”, aunque posiblemente, añadimos nosotros, también el principal apoyo de orientación islámica de Estados Unidos en la región. En la visión fundamentalista islámica de Arabia Saudita se conjugan las visiones del predicador musulmán, Muhammad bi Abdel- Wahhab, con las del “cabecilla de una tribu que dio origen a la dinastía saudí dirigente”, Muhammad bin Saud, quien luego de conquistar la mayor parte de penísula arábica, organizó con el apoyo de Occidente el reino de Arabia Saudita.

El 11 de septiembre de 2001 millones de seres humanos a lo largo de todo el planeta habían presenciado con horror por los medios de comunicación las escenas dantescas provocadas por los choques de aviones cargados de pasajeros y combustible, estrellados con todo su poder de destrucción, contra dos símbolos ignominiosos del poder imperialista mundial. El primero, contra las Torres Gemelas del World Trade Center en la ciudad de Nueva York, las cuales representaban para los atacantes el símbolo del poder financiero de Estados Unidos, que en el interés de maximizar sus ganancias económicas, ha condenado a la pobreza, el hambre, la desnutrición y la muerte a cientos de millones de seres humanos en el mundo. El segundo, contra el edificio del Pentágono en la ciudad de Washington, símbolo del poderío militar de la potencia mundial que históricamente ha destruido estados políticos; derrocado gobiernos, encubierto asesinos; sometido a millones de seres humanos a políticas genocidas de bloqueo económico; librado guerras de agresión contra pueblos en vías de desarrollo; entrenado torturadores en sus escuelas militares; inhibido las ansias de liberación, independencia, soberanía y auto determinación de las naciones; y finalmente, apropiado en muchos casos de los recursos naturales de otros pueblos.

Por primera vez en su historia contemporánea, en suelo continental, el pueblo estadounidense sufrió en carne propia el flagelo de este mal hoy llamado ampliamente por el término terrorismo fundamentalista islámico.

En un discurso de 2001 dirigido al pueblo estadounidense, Bush emitió un ultimátum al gobierno de Afganistán. Demandó la entrega a las autoridades estadounidenses del saudí Osama Bin Laden y los dirigentes de Al Qaeda; la liberación de todos los nacionales extranjeros encarcelados en Afganistán, incluyendo ciudadanos estadounidenses; exigió se brindara protección a periodistas, personal diplomático y trabajadores internacionales en dicho país; y requirió el cierre inmediato y permanente de los campos de entrenamiento en Afganistán utilizados por estas organizaciones. Bush también exigió la entrega a las autoridades pertinentes de todos los llamados terroristas en este país como también de aquellos que apoyaban sus estructuras de funcionamiento, y reclamó de paso, el derecho absoluto de acceso de Estados Unidos a los llamados campos de entrenamiento para así asegurar que Al Qaeda no volviera a operar en dicho territorio.

En su declaración, Bush hizo un llamado a la guerra contra Al Qaeda indicando que no terminaría con el aniquilamiento de dicha organización y sus dirigentes; sino que a los terroristas se les privaría de sus fuentes de financiamiento, serían empujados unos contra otros y perseguidos de un lugar a otro hasta que no tuvieran refugio ni reposo. Con tal declaración se iniciaba la primera guerra del Siglo XXI, una guerra diferente donde se utilizarían todos los medios diplomáticos, todas las herramientas de inteligencia, todos los instrumentos de interdicción policiaca, todas las influencias financieras y todos los armamentos necesarios.

El día 12 de septiembre de 2001, el Consejo de Seguridad de la ONU, aprobó la Resolución 1368, exhortando a la comunidad internacional a colaborar con urgencia para someter a la acción de la justicia a los autores, patrocinadores y organizadores de los atentados haciendo el llamado a la comunidad internacional para prevenir y reprimir los actos de terrorismo.

El día 28 de septiembre de 2001, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó la Resolución 1373. En virtud de ésta reafirmó el derecho inmanente de los Estados a la legítima defensa; la necesidad de luchar por todos los medios, según la Carta de la ONU, contra las amenazas a la paz y la seguridad internacionales; e instó a los Estados a actuar urgentemente para prevenir y reprimir los actos de terrorismo. La Resolución también hizo el llamado a los Estados a que se abstuvieran de organizar, instigar y apoyar actos terroristas perpetrados en otro Estado; participar de ellos; o permitir el uso de su territorio para la comisión de dichos actos. La Resolución, además, urgió a los países a establecer controles en sus fronteras y a emitir documentos de identidad; a intensificar y agilizar los intercambios de información operacional; y a revisar los procedimientos para la concesión de estatus de “refugiado”. Finalmente la Resolución planteó la vinculación entre terrorismo internacional, delincuencia transnacional organizada, el tráfico de drogas, blanqueo de dinero, tráfico ilícito de armas y la circulación de materiales nucleares, sustancias químicas y biológicos, así como otros materiales letales; junto con la necesidad de promover iniciativas nacionales, sub regionales, regionales e internacionales para reforzar respuestas a este reto y a las amenazas graves a la seguridad internacional.

Descansando en las dos resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones antes mencionadas y sin que en momento alguno el Congreso de Estados Unidos, que es el que constitucionalmente tiene poderes delegados para declarar la guerra, hubiera emitido una Resolución propia a tales efectos, el presidente de Estados Unidos decidió, junto a una llamada coalición de países pertenecientes a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), iniciar aciones militares contra Afganistán. En efecto, el 7 de octubre de 2001 comenzaron las operaciones militares contra Afganistán dentro del contexto de lo que se llamó inicialmente “Operación Justicia Infinita”, que inmediatamente se sustituyó por el nombre de “Operación Libertad Duradera”, a los fines de evitar reacciones adversas en el mundo musulmán, dada su connotación religiosa.

Las primeras operaciones militares consistieron de bombardeos de los campamentos de entrenamiento que utilizaba Al Qaeda, mientras desde la región Norte del país, donde operaba hacía años la denominada Alianza del Norte, se infiltraron efectivos de las Fuerzas Especiales de Estados Unidos para el apoyo e incorporación de los efectivos militares de la Alianza del Norte, en la lucha contra el Talibán y del proceso de invasión por tierra por parte de la coalición internacional a Afganistán.

La Alianza del Norte era entonces un frente muy heterogéneo de organizaciones, algunas totalmente disímiles, tales como: Partido Islámico de Afganistán, Partido Islámico para la Unidad de Afganistán, Movimiento Islámico Nacional de Afganistán, Movimiento Islámico de Afganistán y la Unión para la Liberación de Afganistán. Estas organizaciones respondían a intereses étnicos, culturales y religiosos, recibiendo algunos ayuda de países como Turquía y la República Islámica de Irán.

En una corta campaña militar, el 13 de noviembre de 2001 la capital del país, Kabul, con el apoyo directo estadounidense, fue tomada por efectivos de la Alianza del Norte. De esta manera, Estados Unidos logró imponer en el gobierno de Afganistán a Hamid Karzai, quien según indicó por la revista The Economist en su edición del 22 de agosto de 2009, era un pequeño dirigente proveniente de una familia de la etnia pashtún que había participado del jihad o guerra santa librada por el pueblo afgano contra la presencia soviética.

El Talibán es una facción militar fundamentalista islámica dentro de la corriente suni en Afganistán. Se distinguió en su origen como una agrupación de jóvenes que durante la guerra contra la invasión soviética de Afganistán, con amplio apoyo del gobierno de Arabia Saudita, sostuvieron una lucha de guerrillas contra el gobierno afgano apoyado por las tropas soviéticas. Estos jóvenes promovían la instauración de un gobierno teocrático en su país sujeto a la ley islámica. Luego de la derrota del gobierno afgano apoyado por Moscú, entre los años 1996 a 2001, los talibanes asumieron el control del país; y más adelante, tras su derrota en 2002 y hasta el presente, han asumido la lucha de resistencia contra la coalición militar encabezada por Estados Unidos en este país. La lucha de guerrillas del Talibán se extiende a aquellas zonas fronterizas compartidas con población pashtún a lo largo de la llamada Línea Durand desde el interior de la República Islámica de Paquistán.

Estados Unidos llegó a tener en un momento dado en Afganistán más de 100 mil efectivos de combate. Allí también países aliados a Estados Unidos como Canadá, Francia, el Reino Unido de la Gran Bretaña, España, Alemania y algunos países de la antigua Europa Oriental, colocaron sobre el terreno amplios contingentes militares. Esta guerra contra Afganistán ha sido la guerra que por mayor tiempo ha librado Estados Unidos fuera de sus fronteras territoriales.

Durante la administración de Barack Obama, en distintos momentos se discutió el posible retirio de tropas estadounidenses de Afganistán. Desde la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos se ha planteado también la salida de las tropas de Estados Unidos de dicho país.

La firma de un acuerdo que lleve eventualmente a la paz entre el Talibán y el gobierno estadounidense tuvo efecto el pasado 29 de febrero. Una actor ausente en la firma, sin embargo, es el gobierno establecido y hasta ahora respaldado por Estados Unidos en Afganistán. Por parte de Estados Unidos lo firmó el representante especial de este país para la paz, Zalmay Khalizad, y por el Talibán, el mulá Abdul Ghani Baradar, uno de los fundadores de esta organización. Como testigo del acuerdo estuvo presente el Secretario de Estado norteamericano Mike Pompeo, quien manifestó antes de la firma del acuerdo, que el Talibán no debe cantar victoria, dado que el pacto no significa nada, si no cumplen con el acuerdo. Esta posición también ha sido asumida por el Secretario de la Defensa, Marck Esper, durante su visita para estar presente como observador en la firma del acuerdo.

El pacto, que no es un acuerdo de paz definitivo, supone en un período de 135 días una reducción de tropas estadounidenses de aproximadamente 12 mil a 14 efectivos actuales a 8,600, completando la retirada total de tropas, incluyendo de otros 8,500 de otras de 37 nacionalidades que forman parte del contingente de la OTAN, en un término de 14 meses. La condición para la retirada es que el Talibán deje de ser una plataforma desde la cual operen grupos terroristas como Al Qaeda o ISIS. De hecho, se señala que debe haber una “reducción de la violencia”. Estados Unidos se compromete, además, a brindar entrenamiento, equipos y mantenimiento de las fuerzas armadas del gobierno afgano, gobierno el cual el propio Talibán ha indicado que no reconoce. Por su parte, el Talibán liberará a cerca de mil efectivos de prisioneros afganos, mientras Estados Unidos se compromete a que el gobierno afgano libere aproximadamente 5 mil talibanes presos en cárceles afganas.

De acuerdo con el presidente afgano Ashraf Ghani, Estados Unidos no podía comprometer a su país con la liberación de los prisioneros para el 10 de marzo, fecha propuesta en el pacto, sin contar con su gobierno. A pesar de la supuesta reducción en la violencia, la realidad es que entre el domingo y miércoles siguiente al acuerdo, se produjeton 75 ataques por parte del Talibán que cobraron la vida de 66 personas. Por su parte, Estados Unidos respondió con ataques aéreos contra el Talibán. Si bien la solicitud de Estados Unidos para la liberación de los prisioneros podría haber sido parte de las negociaciones, esa no podía ser una precondición para las mismas.

Desde un primer momento, aquel en que el presidente Bush anunciara el inicio de la guerra contra el terrorismo proponiendo la invasión a Afganistán, múltiples voces advirtieron el peligro de involucrarse en una guerra en este país. En un escrito de Mariano Aguirre publicado por la BBC Mundo de 6 de marzo, se indica que “los estrategas estadounidenses confundiero en Afganistán la lucha contra Al Qaeda con la guerra contra el Talibán, dos actores totalmente diferentes.

Ni los ejércitos de Alejandro Magno en la Antigüedad; ni las invasiones provenientes del imperio mongol; ni la ocupación por parte de la Gran Bretaña del territorio; ni la presencia de la Unión Soviética, llamada a intervenir en el país por el gobierno afín entonces en el poder en Afganistán; nunca ningún país extranjero ha podido doblegar la voluntad de lucha de las tribus, etnias o clanes del territorio pashtún donde hoy enclava parte de la población afgana y paquistaní. Indica el artículo citado de BBC Mundo que el Talibán recibe el apoyo de los servicios secretos de la República Islámica de Paquistán donde, además, en la zona pashtun en su territorio, opera la agrupación Teherik-i-Talibán.

Actualmente, según reconoce occidente, el Talibán controla la mitad del país. Según los cálculos de dicha organización guerrillera, el control del territorio se eleva a dos terceras partes del país. Se estima que el 70% de los afganos tiene 30 años o menos, por lo que es muy lejano el recuerdo de lo que fue Afganistán antes de la intervención soviética y más aún, los efectos que trajo sobre la población, la vida cotidiana, los derechos de las mujeres y las distintas manifestaciones de la cultura occidental en este país. Aunque se señala que gran parte de la población afgana ya se han acostumbrado al Talibán, todavía es incierto los efectos que sobre el país traería su regreso como gobierno a Afganistán.

Estamos ante un pacto donde lo que se destaca son los acuerdos entre Estados Unidos y el Talibán donde aparentemente el gobierno afgano no ha tenido nada o muy poco que decir u opinar. Por eso, hablar de paz en Afganistán todavía es algo lejano e incierto. El año pasado solamente se estimó en 3,405 el número de civiles fallecidos a causa de la guerra.

Datos publicados por la prensa internacional indican que Estados Unidos ha movilizado a Afganistán desde su invasión 775 mil tropas; que el conflicto ha causado durante las pasadas décadas la muerte de 32 mil civiles, 45 mil soldados afganos y 45 mil talibanes. Hasta el 10 de febrero, según datos oficiales del Departamento de la Defensa, se contabilizaban 2,442 estadounidenses fallecidos y 20,717 heridos. El costo económico para Estados Unidos ya ronda la suma de un trillón de dólares. De acuerdo con el Bureau of Investigative Journalism citado por Aguirre en BBC Mundo, “desde que comenzó la intervención en Afganistán hasta febrero de 2020, Estados Unidos realizó 12,720 golpes con drones que produjeron entre 4,100 y 10,000 víctimas.” Por su parte, BBC Mundo, citando una investigación de Armed Conflict Location and Event Data Project (ACLED) establece que en Afganistán “han muerto 111,000 personas (civiles, militares, policías y Talibanes), y otros 360,000 por impacto directo de la guerra.”

Todo apunta a que el gobierno de Donald Trump no apuesta ni siquiera al éxito de sus propias negociaciones, sino que el anuncio del pacto y el resultado de estas negociaciones, que se han extendido por año y medio, son más bien el evento publicitario de un presidente en el marco de un año electoral donde pretende ir a la reelección. Como ocurrió con el llamado Pacto del Siglo negociado con Israel, donde también estuvo ausente en las negociaciones el pueblo palestino y sus representantes en Gaza y Cisjordania; aquí, este otro pacto, como reiteramos, tiene como parte ausente al propio gobierno afgano. Así, sin embargo, es la soberbia con la cual funcionan los gobiernos imperialistas al hacer la guerra y al pretender salirse de ellas: las decisiones las imponen desde el punto de vista de sus intereses imperiales, independientemente a la voluntad de la totalidad de las partes concernidas. Quizás por ello, no deja de tener razón el embajador de Estados Unidos en Kabul cuando indica al periódico New York Times: “Doha me recuerda las conversaciones de París sobre Vietnam.”