CON TRUJILLO EN EL CORAZÓN

Política

Una manera importante de entender nuestra existencia deriva hacia vernos en el espejo de las experiencias del vecino. No solamente porque se trata del “otro” más punzantemente cercano, sino porque una suerte de ósmosis histórica, nos obliga a compartir valores y conceptos. En ningún lugar esto es más evidente que en ese collar de camándulas que llamamos el Archipiélago Antillano. A partir del mismo carismático clima, compartimos un similar fondo ideológico. Uno que se enraíza en una mente y lenguaje común, incluso a pesar de que parlemos idiomas distintos. Resulta pues útil, acaparar las lecciones que por nuestras venas corre, sobre lo acaecido antes en otras veras y momentos. Al punto se me antoja señalar, que la misma savia elemental que antes envenenó el destino de la República Dominicana, corroe ahora las instituciones de Puerto Rico. Hay muchas vetas que podemos seguir para explorar esta hipótesis, pero a la luz de los acontecimientos contemporáneos, la más pertinente se refiere a la administración de la justicia.

La voracidad de los valedores del régimen de Rafael Leónidas Trujillo Molina llevó la degeneración del Poder Judicial a niveles míticos. No hay duda de que la aplicación sesgada de las normas de Derecho está íntimamente relacionada a la noción primaria de dictadura. Más difícil resulta buscar un principio rector que permita discernir cuando un Estado democrático ha cruzado esa barrera. Resulta natural que los poderes públicos a cargo del vasto y complejo sistema judicial, tengan cierta proclividad a favorecer al gobernante. Esto se traduce en que en ambos, los esquemas de dominación vigentes intenten reproducirse en las constituciones y códigos, cobijando a unos y desamparando a otros. Pero la represión del crimen en sus diferentes manifestaciones, no alcanza en estos las mismas dimensiones. En una democracia estos vicios se manifiestan conspicuamente y la desigualdad en el trato de razas, clases sociales, credos y nacionalidades puede ser combatida. En una dictadura la violencia estatal o el temor a sufrir sus embates repelen cualquier oposición.

 

El tránsito de nuestro colindante caribeño a la tiranía no se produjo de la noche a la mañana. Todo comenzó cuando la Constitución Dominicana de 1929 fue objeto de sucesivas enmiendas en 1934 y 1942. A iniciativa de Trujillo se conculcaron cada vez más derechos ciudadanos para sojuzgarlos a su arbitrio. Así, un régimen plenamente autoritario, involucionó en un sultanato caribeño. Un gobierno que disponía de la libertad, propiedades y vida de la gente a voluntad de un déspota. Sin embargo, el inicio de la “Era de Trujillo” no hubiera sido posible sin la capilaridad de la corrupción que facilitó la pérdida de independencia judicial dominicana. La debacle comenzó con un sistema de administración de personal altamente centralizado. Desde el más humilde escribano hasta el juez más encopetado, todos los nombramientos pasaban por su despacho. Esto le garantizaba injerencia directa o indirecta en todas las causas.

Cuando Trujillo demostraba especial interés en alguna controversia, no dudaba en expresar públicamente su opinión. En casos de cierta notoriedad, las sentencias le eran sometidas antes al tirano. De esto se deduce, la impunidad de los asesinos que ganaran su favor y la persecución de quien osara retarlo. El germen de esta dictadura fueron reformas legales que sirvieron de cortina de humo para aumentar desmedidamente las potestades de un grupo hegemónico. Queramos darnos cuenta de ello o no, esas prácticas son una plaga endémica en nuestro entorno. La tiranía trujillista nos ocurrió a todos y sigue entre nosotros. Al igual que un virus, sigue latente en nuestros cuerpos políticos, aguardando cada crisis para volver a resurgir.