Breves en la cartografía cultural: semblanza breve a un gran dominicano

Cultura

En estos breves párrafos quiero recordar a mi amigo Alfonso Hiciano. Nos conocimos hace 18 años, cuando comenzaba a trabajar en un canal televisivo y de índole cultural PBS. Me habían contratado para operar el master control, lugar que tiene su equivalente en la sala de proyección de un cine. Pero, por supuesto, la operación en el master es más sofisticada, tanto por la utilización de equipo de alta tecnología como por la atención intensiva que se le debe dar al área. Claro, en aquel momento todavía se utilizaban en el canal máquinas de cintas ¾ y el video tape de una pulgada. Después, sin embargo, los sistemas de automatización comenzaron a sustituir unas tareas por otras, ya en formato digital. 

Pero más allá de los adelantos siempre el área de Master Control es una asegurada con bajas temperaturas para proteger el equipo. Y en esos primeros días de labor en aquel canal, fue Hiciano el primero en buscarme una especie de abrigo para que me protegiera del frío. Aquel viejo abrigo fue el primero de infinidad de gestos que ponían de relieve su inmensa capacidad para pensar en los demás. Cuántas veces no se aparecía Hiciano, en medio del solitario turno nocturno, con un café o una avenita para que pudiera pasar la jornada. De todos los que trabajaban en aquel medio, entre compañeros técnicos, funcionarios gerenciales y demás conciudadanos boricuas, era Hiciano, ‘el guardia de seguridad dominicano’ como le llamaban, quien siempre dio testimonio de solidaridad.

Era evidente que notable compromiso con los semejantes estaba fundamentado en su fe cristiana. Si no me equivoco era adventista. Pero sin duda, esa bondad característica, más allá de la biblia que siempre tenía al alcance de la mano, había sido aprendida en Miches, su pueblo natal, al este de la República Dominicana. Hiciano, como tantos otros dominicanos, contribuía día a día al bienestar de Puerto Rico con su fuerza de trabajo, después de haber atravesado y arriesgado su vida en un precario viaje a través del Pasaje de la Mona.

Aún recuerdo muchos de los consejos que me dio en los cinco años que laboré en ese medio. “Carlos, a la hora de cuadrar qué gastas aquí y qué gastas allá, siempre es importante llevar la cuenta con un lapicito y un papel”. “Carlos, siempre es importante ahorrar para que tengas tu dinerito encima, y para que después tengas algo tuyo”. “Carlos, de tu dinerito llévale siempre algo a tu mamá, eso Dios lo mira con buenos ojos”. Palabras sabias que muchas veces escuché durante la hora de almuerzo, o cuando mis labores así lo permitían.

Me habló de su historia. Había sido policía en su región natal y era evidente su orgullo cuando decía que siempre estuvo al servicio de sus conciudadanos, y que nunca tuvo una situación que implicara un acto de injusticia.

Casualmente, años después, conocí también al barbero de Miches, que había llegado a Puerto Rico para buscar mejor suerte y que también se desempeñaba como guardia de seguridad. La sonrisa de oreja a oreja que puso cuando le mencioné las remembranzas de mi amigo, puso de manifiesto la confirmación de las mismas. Y aún sin haber tenido esa experiencia con el otrora barbero yo podía dar fe la veracidad del testimonio, porque cuando alguien habla con el corazón es evidente el verdadero contenido en las ventanas del alma; la mirada siempre revela. Y los ojos de Alfonso Hiciano siempre revelaron bondad, ternura y trascendencia.

Con el paso del tiempo conocí a Lydia, su esposa, y a sus vecinos, niños dominicanos que jugaban baloncesto en una pequeña vecindad integrada por sencillas casas de maderas, en pleno corazón de Cupey, muy cerca del trabajo. Después, cuando supe que Hiciano había sufrido un derrame cerebral fui a visitarle, tanto al hospital como al centro de terapias que le atendía. Lo encontré con toda la parte derecha del cuerpo inmovilizada. Apenas su rostro podía revelar su característica sonrisa. Pero era evidente que se alegraba de verme. Ya para la época yo trabajaba para otro medio, por lo que nuestro contacto ya no era cotidiano, sin embargo, el cariño y respeto siempre fue el mismo.

Durante todo ese tiempo como guardia de seguridad, Hiciano ahorraba para hacerle unos arreglos y ampliar su casita en Miches. También aspiraba a acumular lo suficiente para recibir seguro social. Con esos gestos testimoniaba los consejos que de forma consecuente me daba. Casi tengo la certeza de que pudo lograr esas metas trazadas.

Y aunque hace tiempo no sé de mi amigo Hiciano, me lo quiero imaginar en su hogar, mirando el océano azul y antillano que nos une. Disfrutando de sus sacrificios mientras recibe la brisa playera en la hermosa costa de Miches, al sur de la Bahía de Samaná. En ese escenario idílico y dominicano Alfonso estaría totalmente recuperado, gozando de la presencia de los hijos y nietos que tanto nombraba. Y sin duda, en una de esas tardes dominicales, quizás después de regresar de la iglesia, recordaría al hermano boricua que ahora le dedica esta breve semblanza.

Bendiciones siempre, para ti y los tuyos, querido amigo, Alfonso Hiciano.