De visita [a la casa y la tumba a] José Lezama Lima

Cultura

(San Juan, 1:00 p.m.) El escritor cubano Luis Rogelio Nogueras, prematuramente fallecido, relató una anécdota que describe muy bien a Lezama: "Contaba Lezama que una vez, en la década de los cincuenta, dejó diez ejemplares de uno de sus libros en la librería de un amigo y al cabo de cuatro o cinco años todavía quedaban ocho ejemplares. Y decía que entonces su gran preocupación no era que no se hubieran vendido esos ocho ejemplares, sino averiguar quiénes habían comprado aquellos otros dos. Y añadía, con su tono magisterial, que probablemente todos fueron pasto de los ratones..."

Visitar la casa museo de Lezama en Trocadero 162 en el centro de la Habana a pocos pasos del Paseo del Prado y en medio de una zona que hasta 1959 era sede de numerosos prostíbulos, fue una experiencia inolvidable. Una señora muy amable que se lamenta –como yo- de no haberlo conocido personalmente, enseña ese conjunto abigarrado de objetos, retratos, cuadros y libros, tras aclarar que el hogar del gran escritor era sumamente pequeño, la mitad del espacio que ahora abarca: ya que se le agregó la casa vecina para facilitar la labor del museo. De hecho, la gran mayoría de los libros que componían su biblioteca de diez mil volúmenes están hoy en la Biblioteca Nacional donde se pueden conservar en mejor estado.

La imaginación vuela hacia la época en que Julio Cortázar elogió su novela Paradiso y proclamó la importancia de Lezama en el mundo de la literatura.

En agosto de 1979 la salud del escritor, que en esos momentos pesaba 300 libras, se deterioró hasta el desenlace fatal. Todos los esfuerzos que se hicieron para salvarle la vida fueron inútiles porque Lezama insistía en no ir al hospital pese a los ruegos de su esposa María Luisa. “Hoy no estoy para hospitales; mi mente no está acondicionada aún para la mudanza”. Cuando finalmente fue llevado en ambulancia al Calixto García dos días después, la pulmonía ya había ganado la batalla. Estuvo consciente hasta las ocho de la noche y después cayó en un letargo falleciendo a las dos de la madrugada.

Lezama acostumbraba decir que su padre había muerto de una “tonta” pulmonía. Otra “tonta” pulmonía se lo llevaría a él también.

En su tumba en el Cementerio de Colón, el encargado de despedir el duelo lo fue su gran amigo Cintio Vitier, visita frecuente en Puerto Rico quien en una ocasión estuvo en mi casa para conversar con un grupo de amigos.

En su último poema, El pabellón del vacío, escrito meses antes de su muerte, Lezama, en el estilo barroco que lo caracterizaba, terminaba diciendo: «Me duermo / en el tokonoma / evaporo el otro que sigue caminando»”.

A la relación de Julio Cortäzar con Lezama y su influencia en la fama que alcanzó Paradiso, me referiré próximamente.