Recordemos: bibliotecas móviles [a caballo] en Kentucky

Cultura

A Tere, porque las palabras siguen tejiendo puentes para que nos encontremos en los hilos de las historias.

(San Juan, 9:00 a.m.) Nunca deja de maravillarme qué en todas las épocas, en todos los tiempos y en diferentes espacios las mujeres se han rebelado al papel que la sociedad patriarcal les ha impuesto: el ámbito doméstico, lejos de las aventuras, apartadas del mundo exterior. A pesar de las dificultades que hemos encontrado en el camino, siempre ha habido mujeres que han luchado para estar presentes en la cultura y la sociedad y desde diferentes ámbitos han aportado a forjar un mundo mejor. A este grupo de mujeres que contribuyeron a la difusión del libro y el acceso a la educación de comunidades muy empobrecidas pertenecen las bibliotecarias a caballo que quiero homenajear hoy.

Acabo de finalizar de leer un libro titulado El infinito en un junco (Premio Nacional de Ensayo 2020) de la escritora española Irene Vallejo que recoge de una forma casi mágica la historia del libro. En él encontré la referencia a un grupo de bibliotecarias norteamericanas muy peculiares que en la década de los años treinta del siglo pasado iban a caballo cargadas de libros a lugares aislados del Kentucky montañoso muy golpeado por la depresión económica.

El proyecto fue iniciativa del Presidente Franklin D. Roosevelt quien en 1935 creó el “Works Progress Administration” (WPA), y uno de sus programas fue el “Pack Horse Library Project” en el este de Kentucky que estuvo vigente hasta el 1943.  Sin embargo, el servicio de las bibliotecarias a caballo no comenzó con esta iniciativa institucional. Antes de esta fecha, en el 1913 ya había habido un intento individual de distribuir libros a caballo.

Una mujer residente del Condado de Johnson, May Stafford, pensaba que era importante hacer llegar libros no solo a las escuelas de las montañas sino también a sus residentes que vivían muy aislados y alejados de cualquier tipo de material impreso.  May Stafford consiguió el apoyo económico de un industrial del área y comenzó a llevar libros a caballo a las áreas montañosas de Paintsville, sin embargo, solo tuvo apoyo económico hasta el 1914 cuando el empresario falleció y no pudo continuar con su servicio de entrega de libros. 

Dos décadas más tarde, se desarrolló el programa de las bibliotecas itinerantes a caballo como un esfuerzo gubernamental y se convirtió en la primera ocasión en que una biblioteca pública brindaba un servicio a áreas que no eran transitables por vehículos de motor. El proyecto estuvo en manos de mujeres de la zona y tuvo un doble propósito: fomentar la alfabetización y crear empleos en un área muy empobrecida por la depresión económica.  A las bibliotecarias se las conocía como las «book women» (mujeres de los libros) y recorrían a caballo los montes Apalaches con las alforjas repletas de libros. Eran bibliotecarias itinerantes, hicieron su trabajo de una forma nómada totalmente distinta a la que normalmente se realizaba desde las bibliotecas tal y como las conocemos: un espacio cerrado, protegido del frío y el calor. Estas amazonas letradas llevaron a cabo sus rutas incluso durante el frío invierno, atravesando las montañas cubiertas de nieve en su deseo de llegar hasta las áreas rurales más recónditas. Recorrían alrededor de cien a ciento veinte millas a la semana (160-190 kms) en sus propios caballos o mulas sin importar el clima que hubiera.  Además de libros, estas mujeres se encargaban de llevar noticias y mensajes de otras personas lo que disminuía el aislamiento en el que vivían los habitantes de estas comunidades. La mayor parte de las bibliotecarias eran mujeres jóvenes, algunas estudiantes que donaban su tiempo varios días a la semana para visitar a estas comunidades y en ocasiones además de entregar los libros, servían de lectoras para los niños a quienes incluso les enseñaban a leer. La financiación del programa finalizó en el 1943, hasta ese momento dio trabajo a mil bibliotecarios, la mayoría de ellos mujeres y ofreció su servicio a una población de alrededor de 550,00 residentes. 

Aunque el gobierno estadounidense otorgaba los sueldos de las bibliotecarias, sin embargo, no había fondos para los libros por lo que el proyecto subsistió a base de donaciones. Existen anuncios en los periódicos de la época solicitando donativos de libros, revistas y periódicos, sin importar el estado en el que estuvieran. Utilizaban los que recibían en malas condiciones, así como las revistas viejas y preparaban álbumes sobre distintos temas que también prestaban. Las bibliotecarias reparaban los libros viejos y en muchas ocasiones utilizaban su creatividad para componer otro material de lectura en forma de álbumes de recortes que eran también muy bien recibidos.  De acuerdo con la periodista Anika Burguess, a finales del 1938 había 274 bibliotecarias, quienes visitaban casas, escuelas y centros comunitarios entregando libros. Muchas escuelas rurales en las montañas no tenían bibliotecas y estaban muy alejadas de las bibliotecas públicas por lo que el acceso de los niños a los libros fue a través de las bibliotecas itinerantes. 

Las bibliotecarias llevaban a cabo también una importante labor de alfabetización y servicio a la comunidad: al abrir los libros y leer en voz alta los textos se convertían también en emisarias de otras épocas y quizás a través de sus historias se convirtieron en portadoras de un mensaje esperanzador en los tiempos tan difíciles de la depresión económica. En los artículos de Burgess y Mcgraw hay varias imágenes del 1940, procedentes del archivo digital de la Bilblioteca de Kentuky, en las que se ven a estas mujeres entregando los libros; en una de las fotografías aparece una bibliotecaria sobre su caballo rodeada de niñas y niños con sus manos levantadas a la espera de la entrega de algún texto, mientras ella saca de sus alforjas el objeto deseado. Sin duda, seguramente fueron los niños los que más disfrutaron de los libros, muchos de ellos repletos de aventuras en lugares desconocidos. Cuando desde lejos veían acercarse a la mujer a caballo, los niños exclamaban con alborozo: ¡Por ahí viene la bibliotecaria!  Rápidamente corrían a su encuentro y se apiñaban alrededor de ella y su caballo como muestra la imagen.  Los niños recibían a las “mujeres de los libros” con mucha emoción, deseosos de que les hicieran entrega de cualquier libro: de aventuras, cuentos de hadas, e incluso clásicos, disfrutaban especialmente los que estaban ilustrados.  Algunas madres se quejaban a veces de que los niños descuidaban sus tareas domésticas pendientes a la lectura o usaban demasiado aceite para las lámparas por su deseo de leer en las noches 

Otra de las imágenes del archivo digital de la Biblioteca de Kentucky es de un grupo de bibliotecarias sobre sus caballos que bien podría ser una imagen de una épica de las mujeres llevando a cabo su gesta: la entrega de libros, que no estuvo exenta de dificultades. En ocasiones el acceso a parajes aislados era imposible hasta en caballos por lo que las bibliotecarias tenían que hacer parte de sus rutas a pie cargando con el peso de los libros. Sin embargo, a pesar de los problemas de accesibilidad y de las inclemencias del tiempo que también dificultaban su labor, de acuerdo con Cannella Schmitzer el mayor problema que confrontaron fue la escasez de materiales, el proyecto fue tan exitoso que casi desde el principio estuvieron cortas de suministros, existía una gran demanda de novelas de ficción y a las bibliotecarias les resultaba imposible satisfacer los deseos de sus lectores ya que no tenían suficientes libros.

Es difícil cuantificar cómo estas amazonas letradas transformaron la vida de sus lectores, sin embargo, estoy segura de que las aguerridas bibliotecarias montadas de Kentucky conocían la importancia de los libros para mejorar la calidad de vida.  Los lectores que recibían el material escrito aprendieron sobre distintos temas como la salud, la alimentación, el cuidado de los niños. Algunos incluso dejaron atrás el analfabetismo ya que, gracias a la llegada de los libros, los miembros letrados de una familia enseñaron a aquellos que no sabían leer o escribir. Por un salario de $28 dólares mensuales ($495 en la actualidad) las bibliotecarias a caballo atravesaban bosques, ríos y montañas pedregosas para que sus compueblanos de comunidades más aisladas tuvieran acceso al conocimiento y a las historias que hablaban de otros lugares y otras épocas. Los libros que entregaban eran ventanas al mundo, que hacían sentir a quienes los recibían parte de un universo infinito, lejos de las fronteras del espacio en el que vivían. Las bibliotecarias a caballo fueron mujeres de avanzada, progresistas alejadas de esa imagen estereotipada, promovida por el cine, que hay alrededor del oficio de bibliotecaria como una mujer malhumorada que regaña los que alzan la voz en los espacios sagrados de las bibliotecas. “Las mujeres de los libros” fueron las heroínas de una épica textual, protagonistas de múltiples aventuras; a caballo recorrieron largos caminos, muchas veces en soledad, para entregar libros y material de lectura que ayudaron a transformar el mundo de los que los recibían.