Entro en una barra de cuarta clase o de mala muerte, no sé

Creativo

Conozco la dueña. Conozco el ambiente, conozco la promiscuidad de la incumbente. No importa, no es importante; el tiempo corre, apremia, el calor del día aprieta. Le busco conversación al ingrávido que atiende y el hombre se abre como una flor de calabaza.

Miro alrededor, miro el espejo de la barra, que está frente a mí, y observo que por el ángulo derecho de mi vista, en la retrovisión de los quehaceres humanos, está el epílogo de mis andanzas. Sudo, carraspeo y miro al programa del Guitarreño.   

Un hombre gesticula y da a entender que hay moros en la costa de Islote.  Me quedo sereno, como el que está seguro que la muerte le va a llegar bebiendo Medalla. Carraspeo, sigo mirando por el espejo y me digo: pide una cerveza y pídele una a él.  Se acerca, me da el puño requerido en los tiempos de pandemia y yo le sonrío con mascarilla.

El hombre es de cuidado, le comento algo insustancial, pido una cerveza y le digo a la dueña: dele una a él.  Tiene la camisa desabotonada, el gesto es de guapetón de esquina. Yo amugo, como caballo viejo y vuelvo a preguntar una cosa inconsecuente. 

El hijo, de los poderes del hemisferio norte me mira,  y hay es que me digo:  cogieron fuego los cañaverales Claudio.  Anoche llovió mucho amigo?  El hombre no contesta, pero me mira y piensa: este es un pendejo de mierda. Pero ahí fue que me llegó el valor de los caídos.  ¿Qué hora será?, le digo, con gesto de jodedor. El día es una pomarrosa roja y absoluta.  Nadie me contesta.  Reviso el bolsillo de mi pantalón y toco la llave de la guagua. Te pegaste en la lotería Poeta.