Cotejo Aleatorio

Creativo

Creo que todos, alguna vez en la vida, preparamos una lista de cosas para hacer antes de morir. La famosa bucket list.  ¡Por lo menos yo lo he hecho! Pienso tanto en la muerte que me asusto; al cumplir los cincuenta, el miedo a morirme está latente desde que me levanto hasta que me acuesto. Le pregunto a mis amigos si les pasa igual y me contestan que no. Mi Psiquiatra, un gordito simpaticón, me ha dicho: “Tiene que alejar esos malos pensamientos cuando vengan a su mente.” Al mismo tiempo, escribe en la receta zoloft y klonapin.  Sin embargo, la vida se nos escapa en un santiamén; aunque resulte un cliché hoy estamos aquí y mañana no sabemos que pasará.

Volviendo a mi lista, uno de los destinos que había anotado y subrayado en color amarillo era Perú. Siempre me atrajo ese místico lugar llamado Machu Pichu, la Ciudad Perdida de los Incas, a juicio del estadounidense Hiram Bingham. El interés creció más cuando leí el capítulo de su libro titulado “Mi entrada a la Tierra de los Incas.” Allí explicaba que descubrió Machu Pichu cuando buscaba la última capital de los incas. Curiosamente Bingham, se lanzó al cono sur con la intención de escribir un libro sobre Simón Bolívar. Mi interés por ir a Perú fue aumentando, cuando tomé en la universidad un curso de Literatura Colonial, y tuve que leer la crónica de Guamán Poma de Ayala. Ese anhelo por conocer ese país se acrecentó en el 2004, cuando vi en el cine la película “Diarios de un motociclista”. Recuerdo que ese viaje iniciático, que hiciera Ernesto Ché Guevara junto a Alberto Granado por el sur, despertó su conciencia revolucionaria. Junto a su inseparable amigo, recorrió varios países sudamericanos y visitó la Montaña Vieja, en los andes peruanos.

 Pasaron treinta largos años y por fin pude cumplir mi sueño junto a mi amiga Camila. Sí la misma que viajó conmigo a Turquía. Esa colega vivaracha y alegre que se lleva el mundo por delante. Es un tsunami, un volcán en erupción, que te quita la tristeza con sus ocurrencias. Así emprendimos nuestro viaje de iniciación hacia el sur un día caluroso de julio. Nos encontramos en el aeropuerto y comenzó la aventura. Se me había olvidado decir que me llamo Amanda, que tengo cincuenta y tres años, aunque añoro los veinticinco.  Con la edad vienen los achaques como dice la escritora Marina Mayoral en su novela “La carne.” Estoy pasando por eso que los médicos llaman un proceso natural la menopausia. ¡Que saben ellos de los calentones infernales, seguidos de un frío que te hace temblar! Del mal humor, el maldito insomnio, la angustia que puede tornarse en locura. Otra cosa que deben saber de mí, es que me apasiona la buena lectura, aunque últimamente me he inclinado por la literatura detectivesca. Y aunque no quiero aceptarlo, tengo una fijación con la escritora sueca Camila Läckberg y su serie de crímenes de Fjällbacka. Le sigo los pasos a la pareja formada por la incipiente escritora Erica Falck y el policía Patrick Hedström. Además, considero importante que sepan que estoy casada, no tengo hijos, soy de mediana estatura y en mi juventud creo que fui atractiva. Insisto en el creo, porque últimamente me miro al espejo y me espanto. El cuello tiene más líneas que las de Nazca.

Como en el viaje anterior, Camila y yo nos encontramos en el aeropuerto. Una vez allí, nos topamos con un famoso cantante y como dos colegialas nos tomamos fotos con él. Juro sobre la Biblia, que no oigo su música, pero quise retratarme para subir la foto a Facebook. Como mucha gente que conozco, he caído en los ardides de la red. Decir dónde estoy, qué almuerzo, con quién comparto y colocar fotos se ha convertido en uno de mis pasatiempos preferidos. Marck Zuckunberg sin saberlo me sacó del anonimato.  Acepto que el artista (ahora cualquiera lo es) fue muy amable, aunque él no sabía quiénes eran esas dos mujeres de mediana edad que gritaban de emoción al verle. A mí me atrajeron los dientes blancos y perfectos que tenía. Me quedé mirándolo y no podía apartar la vista de su boca. Camila me dijo son perridientes. ¡Quedé atónita! Dientes de perro a lo que hemos llegado. Ella, a carcajadas, me comentó estás pasada de moda. Y fue exactamente a las siete de la noche, cuando abordamos el vuelo con destino a la ciudad de Bogotá en Colombia. El vuelo no era directo, por lo tanto, debíamos hacer escala en el Aeropuerto El Dorado, para luego tomar un avión rumbo a Lima. El viaje no estuvo nada mal porque me la pasé hablando con Camila; varias veces las azafatas nos llamaron la atención: “Señoras deben hacer silencio hay otros pasajeros descansando.” Señoras, dijo señoras, le pregunté a mi amiga. ¡Coño tan viejas nos vemos!

Llegamos a Lima de madrugada y el frío se nos metía por todos los huesos. Fuimos recibidas en el Aeropuerto de Miraflores y nos llevaron al Hotel Allpa, nada mal para ser un tres estrellas. A las dos de la mañana, el guía de camino al hotel explicaba los edificios que íbamos recorriendo. Yo trataba de mantenerme despierta, pero Camila, como de costumbre, se echó a dormir y no prestó ninguna atención al pobre hombre. Una vez en el hotel, el guía nos entregó toda la información que necesitábamos y mientras esperábamos, porque nos asignaran la habitación, probamos un rico té de coca bien calientito.

Ubicadas en el cuarto, descansamos un par de horas ya que al otro día decidimos caminar al Mercado Artesanal. En ese lugar había tantos puestos que en un momento dado creí enloquecer. Era como entrar en la Medina de Tetuán, en el Gran Bazar de Estambul. Tiendas por todos lados donde abundaban los textiles coloridos. Una vez ponías un pie en uno de los puestos, salía de la lámpara de Aladino, un vendedor dispuesto a regatear con el cliente. Para mi amiga Camila, fue una sorpresa conocer esa faceta de mi vida en Turquía. Jamás imaginó que era tan buena para los números y para poner precios. Hasta los vendedores se reían de mis dotes y uno que otro me preguntó si era dueña de algún negocio. Obviamente contesté que sí. Camila abrió sus ojos, porque sabía que mentía, pero la tranquilicé cuando le dije: “Pues paga lo que te pidan todos sabemos que eres millonaria.” A carcajadas me contestó: “millonaria yo, estás loca sabes que vivo con el retiro  que recibo de la universidad y la jodida Junta de Control Fiscal quiere reducirlo.”

Recorrimos la ciudad de Lima encantadas de la vida y me atrevo a decir que no tiene nada que envidiarle a las grandes metrópolis. Al cuarto día, vinieron a buscarnos para trasladarnos a la majestuosa ciudad de Cuzco. Quedé maravillada porque de forma magistral se integraban al acorde las construcciones incas con el barroco español. En Cuzco comenzamos a prepararnos para lo que sería el plato principal del viaje: Machu Pichu. Camino al Valle Sagrado nos detuvimos en Pisac y Urubamba. Esa tarde fuimos a Ollantaytambo. Al otro día, sin apenas descansar, hicimos el viaje de una hora y media, por vía férrea, hasta llegar a Machu Pichu. Me impresionó tanto que estallé en llanto y mi amiga se preocupó pensando que la altura hubiese provocado que me subiera la presión. Pero no, era la emoción de estar en ese mágico lugar lo que hizo que me estremeciera al punto de derramar lágrimas de alegría.

No puedo imaginar cómo los incas pudieron construir esta ciudad indescriptible. No existen palabras que puedan expresar toda la belleza; en ese momento, quería estar sola para poder conectarme con mis ancestros, pero no pude hacerlo porque había miles de turistas. Esa noche pernoctamos en Aguas Calientes un pueblito pequeño con gente cariñosa. Apenas pudimos dormir porque la habitación de nuestro hotel quedaba precisamente frente a las vías del tren. Otro lugar que estaba en mi lista para visitar era el Lago Titicaca, el lago navegable más alto del mundo. Allí pudimos caminar por las islas flotantes de los uros y compartir un rato con esta gente que se conforma con tan poco.  Ellos apenas viven con lo mínimo y yo tengo tanta ropa, pero siempre digo lo mismo: “No tengo que ponerme.” Ahora con la pandemia me pregunto ¿para qué tantos zapatos si sólo tengo dos pies?

El último día en Lima aproveché para comprar los regalos que me faltaban. Para los amigos más cercanos compré las consabidas cajas del té de coca. Jamás imaginé las consecuencias que esas cajas me iban a traer. Camila y yo nos despedimos de Perú con nostalgia y prometimos que íbamos a volver, aunque no fuéramos a cumplirlo. Cuando hicimos escala en El Dorado buscamos donde sentarnos para esperar la salida de nuestro vuelo de regreso. Una vez en el lugar de abordaje, Camila me mencionó: “Amanda acaban de llamarte por los altoparlantes. Dijeron que te presentaras a la mesa de la aerolínea.”  Me sorprendieron las palabras de mi amiga, pero, aun así, me dirigí a la mesa. Entonces allí me informaron que había un cotejo aleatorio y que había sido una de las seleccionadas. Por poco infarto e imaginé: “Eso te pasa por traer en las maletas doce cajas de té de coca. Pensarían que tenías conexiones con Pablo Escobar”.

Había olvidado que llevaba en mi equipaje, una botella de ron Zacapa, de Guatemala, una exquisitez al paladar.  Admito, que fue humillante, cuando me pasaron al frente y una mujer me toqueteó todo el cuerpo, creo que buscaban droga. De pronto vino a mi mente, la historia de Billy Hayes, interpretada por el actor Brad Davis, en la película de 1978, “Midnight Express,” donde un joven estadounidense es atrapado con hachís en Turquía. El cotejo o registro lo hicieron delante de todos los pasajeros. Pero no fui la única. Escogieron a otro puertorriqueño que estaba casado con una colombiana. Además, había dos colombianos que iban de trabajo a la isla. Nos revisaron de arriba abajo. Luego, para subir al avión, nos montaron en un camión, pero primero tuvimos que entrar los cuatro elegidos, para el cotejo aleatorio, que nos iban a hacer dos perros German Shepherd. Los malditos no dejaban de oler mi pierna izquierda y me pasaron a un baño donde tuve que desnudarme. Por supuesto no encontraron nada. Pero me preguntaron ¿por qué usted ha venido tres veces a Colombia? Molesta les contesté ¿y por qué no? Al final, fuimos escoltados por policías de aduana hasta los asientos del avión. Me sentí como protagonista de la serie “Alerta aeropuerto” que me fascina y pensé, tal vez, esto es una broma. No podía creer lo que me sucedía después de disfrutar tanto en Perú. Camila quiso subirse al camión y sentarse a mi lado, pero le dijeron que no podía. Cuando me alejaba llorando, porque no sabía hacia dónde me llevaban, Camila me gritó no te dejaré en Colombia. En fin, el viaje a Perú culminó con aquel cotejo aleatorio que quiero olvidar para siempre. Las tres horas de vuelo se me hicieron una eternidad. Pensé en María Teresa Mendoza de “La reina del sur”, la narcotraficante mexicana, protagonista de la novela de Pérez Reverte. Angustiada y deseosa por llegar a Puerto Rico, me pregunté, ¿tal vez me confundieron con ella por cargar en mis maletas unas cuantas cajas de té de coca.