La biblia del jazz boricua

Crítica literaria
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El propio Sostre reconoce esta investigación [de Boricua Jazz]

como un proyecto de vida que revisará aproximadamente

cada dos años, según trasciendan el género y sus exponentes

en nuestro país y fuera también.

Anilyn Díaz Hernández

 

El jazz es la música clásica africana […] afirma

doña Ana […] no pude evitar pensar por un momento

en los ignorantes que creen que es ‘música de blanquitos” […]

Carmelo Ruiz

 

Batacumbele, réplica puertorriqueña de Irakere […]

 se preocupa por manifestar las raíces afropuertorriqueñas

de la música de la isla y por mezclarlas con el jazz.

Luc Delannoy

I

Invierno de 2020. Diciembre. Río Piedras; Librería Mágica. Entre los libros que encaran al que entra por los arcos árabes de la librería riopedrense, salta un mamotreto con la imagen de un saxofonista en la tapa. Saxofón alto. La imantación hacia la imagen es instantánea; el grosor del libraco produce vértigo.

 

En las manos, Boricua Jazz: La Historia del Jazz Puertorriqueño. Desde Rafael Hernández a Miguel Zenón (2019/20) de Wilbert Sostre Maldonado, pesa un mundo. Como si no fuera suficiente sorpresa, al abrirlo aparece de inmediato, en la página iii, un dato perturbador: “2da Edición.” ¿Cuándo salió la primera?

 

¡Finalmente! Ya era tiempo de que existiera un libro como este, aunque el mismo es más que un libro. Es una biblia de 541 páginas escrita en diez capítulos que ponen en las manos del lector una documentación proliferante, del siglo XIX al XXI —de la colonia española a la gringa— sobre el jazz y los jazzistas boricuas. Información que no abruma, sino que, debido a la prosa limpia y a la espacialidad de la escritura en la página, se deja leer con rapidez y soltura para que el que busque, encuentre, sin efecto de vértigo.  

 

II

El encuentro con Boricua Jazz desata dos memorias impactantes con —valga la redundancia etimológica— libros-biblias. Primero, el encuentro brutal en la segunda parte de los ochenta en la Universidad de Connecticut, Storrs, con El libro de la salsa. Crónica del Caribe urbano (1979) de César Miguel Rondón. Una biblia de la llamada salsa gruesa que le abría un espacio en la biblioteca a la música “brava” de las urbes caribeñas. Segundo, el encuentro volcánico, un año después de su publicación, en la Librería Norberto González de Río Piedras, con Puerto Rico en la olla, ¿somos aún lo que comimos? (2006) de Cruz Miguel Ortiz Cuadra. Una biblia de la “investigación y análisis sobre la historia, antropología y sociología de la cocina puertorriqueña (Ángel Quintero Rivera).

 

En la medida en que la primera edición de Boricua jazz se publica en 2019, cabe subrayar que la biblia del jazz boricua llega 83 años después de que el trombonista boricua Juan Tizol compusiera “Caravan” (1936), primer tema de lo que Sostre Maldonado considera como jazz latino; música que John Storm Roberts, en Latin Jazz: The First of the Fusions, 1800s to Today (1999), considera la primera de las fusiones del llamado Nuevo Mundo, y que Timothy Brennam, en Secular Devotion: Afro-Latin Music and Imperial Jazz (2008), llama neoafricana.

 

83 años después de “Caravan” (1936); tiempo requerido para que la música de Puerto Rico, en el contexto de los colonialismos, las migraciones, las escuelas, las tradiciones, los imperialismos, las fusiones, las guerras, las diásporas, las universidades, los talleres, los festivales…, se abra camino hacia lo que Sostre Maldonado llama, tripartitamente, un “Jazz Latino Boricua.” Es decir, una música de la cultura usamericana, transformada por la música latinoamericana (incluida la boricua), que se expresa en un lenguaje reconocidamente puertorriqueño.

 

Algo que, y esto resulta muy interesante, a partir de su historia desde el siglo XIX y del auge jazzístico que vive la isla desde 1960, gana en intensidad a finales del siglo XX, años noventa; apogeo jazzístico, marca boricua que no necesariamente se registra en la cultura usamericana dominante.

 

III

Escrita en diez capítulos, la biblia del jazz boricua está implícitamente dividida en dos partes. En los cinco primeros capítulos, la mirada histórica va del siglo XIX a la primera mitad del siglo XX; de Nueva Orleans al Big Band de los años treinta. A lo largo de este recorrido histórico-geográfico-colonial, la música de Estados Unidos se acerca a la música de Puerto Rico (la danza) y a sus músicos que leen partituras; los músicos puertorriqueños, los “pioneros” (y son muchos) que tienen “swing,” se acercan a la música usamericana.

 

De esta primera mitad cabe subrayar, por un lado, la racialización y el racismo vivido en la diáspora, lo que incrementa la relación entre afroamericanos y boricuas; por otro lado, está el protagonismo, temprano en 1917, de “El Jibarito,” Rafael Hernández, “uno de los primeros puertorriqueños en interpretar y grabar jazz.” Protagonismo que lo hace “pionero” del “Jazz Boricua,” el cual arranca temprano en el siglo XX con “El Jibarito” como miembro de los “Harlem Hellfighters” y cierra a mitad de la centuria —donde termina la primera mitad del libro— con los cimientos del “Jazz Latino” de Juan Tizol en “Caravan” (1936) y “Perdido” (1941).

 

En los cinco últimos capítulos, Boricua Jazz cubre la dinámica segunda mitad del siglo XX y las potentes dos primeras décadas del XXI, cuando más rebrota el jazz en la isla. A los músicos que, a partir de los años cuarenta/cincuenta, viven a caballo entre el jazz y la salsa que surge a partir de los sesenta , el capítulo VI los agrupa bajo un título evocador del Cubop de 1949: “Boricua Be Boricua Bob.”  Especial atención se les dedica, como promotores clave del jazz en la isla, al San Juan Jazz Workshop (1962-85) y sobre todo, por sus conciertos, clínicas educativas, programas de radio y televisión, al Taller de Jazz Don Pedro  (1969-2014). No deja de ser significativo que el nombre de este taller se refiera al líder nacionalista de la primera mitad del siglo XX, Don Pedro Albizu Campos, quien “gustaba del jazz y frecuentaba clubes de jazz durante sus años como estudiante de derecho en Harvard.”

 

A partir de los noventa, se posiciona el Puerto Rico Heineken Jazz Fest (antes llamado, a finales de los ochenta, San Juan Jazz Festival y después San Juan Heineken Jazz Fest, celebrado en diferentes lugares); una idea, la del Puerto Rico Heineken Jazz Fest, que surge desde el Taller Don Pedro, y que emblematiza lo que serán cerca tres décadas (1990-17) de auge jazzístico en la isla, siempre en diálogo con las diásporas que ahora, en muchos casos, se conectan con universidades donde enseñan los jazzistas boricuas. 

 

De 1991 a 2017 se documentan 26 festivales del Puerto Rico Heineken Jazz Fest, 18 de los cuales están dedicados a un icono (en dos casos, dual) del jazz latino: Michel Camilo, Mongo Santamaria, Tito Puente, Ray Barreto, Charlie Palmieri, Chucho Valdés, Patato Valdés, Paquito D’Rivera, Gato Barbieri, Poncho Sánchez, Jerry y Andy González, Giovanni Hidalgo, Chano Pozo y Dizzy Gillespie, Abraham Laboriel, William Cepeda, Jorge Laboy, Ray Santos y Danilo Pérez.

 

Ante el auge jazzístico en la isla, cabe mencionar, como evidencia del rebrote, la larga lista de eventos llevados a cabo a partir del nuevo milenio: Caravana Cultural, Festival de Jazz Borinquén, Festival Internacional de Jazz de Carolina, Puerto Rico Jazz Jam, Festival de Jazz del Conservatorio de Música de Puerto Rico, Festival de Jazz de la Universidad Interamericana, Sancocho Jazz Fest en Arroyo, Luquillo Jazz Fest, Humacao Long Weekend’s Jazz, Mayagüez Jazz Fest, Ponce Jazz Fest, Festival de Jazz de la Montaña en Cidra, Del Corazón Jazz Fest y Puerto Jazz Series.

 

En los dos últimos capítulos, Boricua Jazz se mete de lleno en la turbulencia jazzística de las tres últimas décadas (1990-2017), trazando desde el título del penúltimo capítulo la ruta que el lector espera con gusto: “Bomba Jazz: El camino hacia un Jazz Latino Boricua.” Un camino, pautado desde la segunda mitad del siglo XX por propuestas como Máquina del tiempo (1973) de Rafael Cortijo, que lleva “a un jazz con marcadas influencias de la música puertorriqueña (Bomba, Plena, Danza, Aguinaldos).” Camino que siguen “la Fort Apache Band [de Jerry y Andy González], Batacumbele en los años 1980” y “músicos como William Cepeda, Pedro Guzmán, Papo Vázquez, Ángel David Matos, Miguel Zenón y David Sánchez, entre muchos otros, en la década de 1990 y a comienzos del siglo 21.”

 

En el último capítulo, “El Jazz de Puerto Rico en el Siglo 21,” se establece una diferencia esperada, ansiada, fundamental, que explica la diferencia entre el nuevo jazz boricua latino de las tres últimas décadas y el que se ha venido haciendo hasta los noventa; diferencia más que interesante, sobre todo, vista a contrapelo con la salsa gruesa (en la que el saxofón y la batería no fueron protagónicos):

 

“En contraste con la generación anterior en la que los instrumentistas más destacados eran en su mayoría percusionistas, y que también incluía algunos excelentes trompetistas, gran parte de los jóvenes músicos que surgen  en el siglo 21 parecen tener una predilección por la interpretación de los saxofones […] Casi una cuarta parte de los músicos reseñados en este capítulo son saxofonistas. Y aunque continúan surgiendo excelentes percusionistas […] los bateristas parecen acaparar la escena […]”

 

IV

Más allá de la documentación voluminosa de jazzistas boricuas a lo largo de más de un siglo, incluido el Jazz Cristiano de Mike Arroyo,  Boricua jazz pone de manifiesto una realidad importante, sobre todo en estos tiempos de bipartidismo tóxico: la buena coordinación entre organizaciones educativas, como las Escuelas Libre de Música en diferentes pueblos y los programas universitarios de la isla (Universidad de Puerto Rico, Universidad Interamericana y Conservatorio de Música de Puerto Rico), para formar, desde abajo, un número creciente de jazzistas boricuas competentes; a lo cual también han contribuido significativamente las becas para estudiar en el Berklee College of Music de Boston, ofrecidas en el contexto del Puerto Rico Heineken Jazz Fest.

 

Conclusión general: a partir de la segunda mitad del siglo XX, la máquina del jazz en Puerto Rico ha funcionado eficazmente para beneficio de la ciudadanía; algo que, en general, no se puede decir del sistema de educación pública, corroído por el bipartidismo patológico.

 

V

Invierno de 2020. Diciembre. Río Piedras; Librería Mágica. Dos días después de efectuada la compra de Boricua Jazz, en la playa de Isla Verde, entre el Hotel San Juan y los condominios de Coral Beach, este lector que escribe satisfecho de haber leído la biblia del jazz boricua camina por la arena al atardecer de un lunes. Según se acerca a la figura de uno que juega paleta con una mujer, la sospecha de que se trate de Miguel Zenón, saxofonista cuya foto aparece en la tapa de Jazz Boricua, se va haciendo cada vez más realidad. A la señora que está con la pareja le pregunto en tono amistoso si ese que juega no es Miguel Zenón. Entre risas, encaro a Zenón y le recuerdo —sí, se acuerda— que fue a mi clase de Fundaciones de la Civilización Hispánica cuando estuvo de visita en Bowling Green State University en 2018. ¡Epifanía!

 

Nunca me enteré, le dije, que existiera Boricua Jazz; menos aún, de que anduviera por la segunda edición. Sí, asentía con la cabeza el saxofonista. Qué descubrimiento más feliz, dije.

¿Dónde lo compraste?, pregunta la señora; en la Librería Mágica de Río Piedras…

 

El día en que compré Boricua Jazz descubrí también, en la contratapa del libro, algo que me venía preguntando desde el verano de 2020, cuando tuve que escuchar Radio Paz 81.3 AM fuera del horario del programa Fuego Cruzado que escucho de lunes a miércoles de 5 a 7 de la tarde. En varias ocasiones, me preguntaba quién (y por qué) seleccionaba los buenísimos temas de jazz que la radioemisora católica emitía, sin ton ni son, durante el día.

 

Fue también gratificante encontrar referencias en la biblia del jazz boricua al grupo de jazz y fusión Cafezz, el cual había descubierto recientemente a través del podcast “Palabra Libre” que Néstor Duprey y Eduardo Lalo iniciaron en septiembre de 2020, cuyo tema, “Piña colada” (2014), emblematiza el programa.

 

VI

Son muchas las preguntas que me gustaría hacerle al autor de Jazz Boricua. Desde las más amplias —como ¿por qué el “compromiso de vida” con Jazz Boricua?; en resumen, ¿qué ha aportado el jazz a la cultura boricua?; ¿cuánto vale la educación musical en la historia temprana del jazz boricua?; ¿cuánto pesa el aporte tantas veces invisible de los “pioneros” del jazz boricua de 1920 a 1950?; ¿cuánto marcan las bandas militares usamericanas la presencia boricua en el jazz?; ¿es el jazz otra faceta del imperialismo?— hasta otras preguntas más específicas, como ¿qué piensas de un enganche como el de “El Jibarito-Juan Tizol-Eddie Palmieri?; ¿por qué crees que le gustaba el jazz a Don Pedro Albizu Campos?; ¿cómo se explica la dinámica entre El Taller Don Pedro y el Colegio de Abogados de Puerto Rico?; ¿qué pasó con JazzinMagazine (2015-17)?; ¿es el camino hacia el “Jazz Latino Boricua” uno jerrycéntrico, es decir, centrado en la aportación de Jerry González?; el surgimiento del jazz boricua en el contexto de las “múltiples colaboraciones” entre músicos boricuas, ¿nos debe sorprender?; ¿es William Cepeda el único jazzista-escritor del jazz boricua?...