Boricua, ¿la identidad en crisis?

Historia

La pérdida del sentido identitario puertorriqueño nos sumerge en una vorágine social que no solo desestabiliza el país, sino que amenaza la mera existencia de la nación entre los pueblos del mundo. La identidad y la partencia son los pilares de la familia y la sociedad. Desde que nacemos nos identificamos como miembros de un colectivo ya sea este la familia, comunidad, barrio, municipio, estado… planeta y universo. No pertenecer, implica andar a la deriva, sin conexión y sin afectos.

Hace tiempo que llegué a la conclusión que la destrucción del sentido identitario es un plan orquestado por intereses económicos y políticos que buscan forjar una maza humana esclavizada, hedonista, sin capacidad para analizar, pensar y decidir por sí misma y a su vez, carente de valores ético-morales para hacer su manipulación más fácil.

El mal se ha ido agudizando con el paso de los años. Comenzó a cuajarse con la generación X, a la que entregamos sin miramientos a la tecnología, al placebo de la televisión que atonta el intelecto y los videojuegos que adormecen la creatividad. Empero, las generaciones nacidas a partir de los años 1990 han sido las más afectadas por este cambio en el paradigma de pertenencia. Por supuesto, siempre hay excepciones, pero muchos milenarios y centenarios no se sienten puertorriqueños, se avergüenzan de sus orígenes y les estorban sus seres queridos.

Como puertorriqueño orgulloso de mi acervo y enamorado perdido de mi familia tanto de sangre como de espíritu, este desapego insensible me desgarra el alma.

Ayer viví el último capítulo de este drama, que como dice la canción, no tiene final. Una amiga cuyo hijo tiene 28 años le informó su decisión de mudarse a Estados Unidos. El jovencito, hijo único, egresado de un prestigioso colegio católico, graduado de universidad y en convivencia con una grandiosa jovencita, le informó a su madre que se iba porque no le gustaba Puerto Rico, se avergonzaba de la gente y le apestaba cada día más el ser puertorriqueño.

Para completar el zarpazo, el niño “bitongo” (expresión cubana que hace referencia a los muchachos que provienen de familias pudientes y han sido colmados de privilegios y a otros, que, aunque no son de familias adineradas, actúan con los modismos y costumbres de un niño malcriado) le dijo a su madre que era un pulpo asfixiante, al igual que los padres de su marinovia.  Fiel creyente y mal interprete de la ley de desapego, el chiquillo rechaza el amor y la preocupación normal de los padres pues, aunque estos no se meten en sus asuntos, una llamada para saber cómo está es una invasión de su espacio y genera la preocupación de que estos pretenden que los cuiden cuando viejos.

El angustioso “zángano” (abeja macho y por sinónimo, lo otro) no tiene mucho de que quejarse. Es guapo, atlético y espigado, de piel clara y muy inteligente. Su compañera es hermosa, elegante, inteligente y sumisa (siempre me ha preocupado esta dependencia emocional, pero parece ser un mal cuajado en las entrañas del neomachismo generado por la subcultura surgida a finales del siglo pasado cuya máxima expresión son los géneros urbanos (Trap, Hip Hop, Reggaeton, o Rap), que caya sus opiniones para no enfadar al dios griego que le ha otorgado sus favores sexuales (gracias Dios que no es mi hija, porque otro gallo cantaría y de regalo de bodas hubiese recibido los útiles de Lorena Bobbitt).  

Si a esto le sumas que tiene un buen trabajo en el área que estudió, devenga un salario de $15 la hora, no paga renta (los abuelos de la marinovia les regalaron casa), un auto último modelo y viaja cuando le place, concluyes que su único mal es que es hijo de una boricua y reside en la colonia.

Podríamos entrar a discutir el cuadro psicópata del joven, la crianza y otras cosas, pero el mal va mucho más allá del ambiente familiar, parece ser un mal generacional.

Existe una nueva generación que se siente incómoda con su acervo identitario. Desea intrínsecamente ser gringos porque es lo ideal o lo “cool” de mis tiempos, y lo “cabrón de los actuales.

Producto de las nanas favoritas de la modernidad, la televisión, el cine y la internet, esta generación ha sido bombardeada con una imagen falsa de lo que es ser estadounidense. Sueñan con una vida rosada, dinero a plenitud, vida sexual alocada y ninguna responsabilidad.

Le hemos negado a estas nuevas generaciones un refuerzo identitario que valide su orgullo por ser puertorriqueños en favor de no dedicarles tiempo.  Desheredamos a nuestros descendientes, le negamos el derecho a su lar y a su legado histórico-cultural a cambio de un plato de lentejas (programas federales), promesas falsas (sueño de anexión) e ideales fatuos (la estadidad lo resuelve todo).

La mentira se ha convertido en el orden del día, la corrupción en símbolo del éxito, la mediocridad en la listeria moderna y el consumismo desenfrenado en el estatus ideal, aunque no haya con que pagar y se deba malcomer. Tiramos al latón del friegue (sobras de comida para los cerdos) los valores ético-morales, el amor patrio y el apego a los seres queridos.

Son muchos los factores que han contribuido a crear una generación que, entre otras cosas, cuenta con miembros que nunca han salido del país, pero su idioma principal es el inglés. Podemos señalar entre ellos a la falta de responsabilidad parental, la entrega de la crianza a un sistema educativo politiquero y carente de valores, así como la poca valía que le damos a la humanidad y al planeta y la vergüenza de ser hijos e hijas de una cultura mestiza.

Estamos ante el mayor desastre que hemos enfrentado como pueblo. La puertorriqueñidad agoniza mientras el circo está en función y nos dedicamos a aplaudir la incapacidad gubernamental y la pobre administración colonial. Tenemos que salir de la inconciencia que hemos asumido como nación y romper con la inercia para salvar lo que nos queda del orgullo patrio de nuestros mayores. ¡Despierta!