Comida y otredad: de “La carne” (1941) a “Menú” (1942)

Crítica literaria
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Hobbes proponía un estado fuerte para ordenar una sociedad carnívora.

José Pablo Feinman

 

El sabor del poema, el saber que demanda entonces

es un saber abierto, no a la comunicación de un

mensaje verificable, sino abierto a experimentar

una dimensión alterna que amenace ‘nuestra

casa sensorial’ o, si prefieren, nuestras casillas.”

Juan Carlos Quintero-Herencia

 

Por ello escribir sobre cocina es la gran ficción.

Rafael Acevedo

 

 

I

Del cuento de Virgilio Piñera (1912-79), “La carne” (1941), al poema de Luis Palés Matos (1898-1959), “Menú” (1942), la literatura cubana del primero y la puertorriqueña del segundo se valen del imaginario culinario —como el emblemático “dime qué comes y te diré quién eres” (1825) de Jean Anthelme Brillat-Savarin— para plasmar, por un lado, una dimensión de lo nacional-autoritario en el caso de “La carne” y, por el otro, en el de “Menú,” de lo regional-dialógico.

 

En el cuento de Piñera, la carne encarna, desde la comunidad, la nación en crisis (1941); en el poema de Pales Matos, el menú encarna, desde la interpelación al viajero-comensal, el esplendor identitario de las Antillas (1942). La nación en crisis destruye la otredad (toda la comunidad se vuelve cerrada/categóricamente carnívora); el esplendor antillano fomenta la intersubjetividad (en el hartazgo y la borrachera que “amenaza” “la casa sensorial” aludida en el epígrafe de Quintero-Herencia). De la comensalidad tóxica de “La carne”—una comunidad que se come a sí misma por su afición a obedecer— al derroche de comensalidad —festín con el “otro”— en “Menú.”

 

II

El argumento de “La carne” nos exige la distancia crítico-lúdica que marca la literatura que se sabe ficción, representación, lenguaje cifrado de una realidad inventada, excepcional, inscrita en la estética del absurdo (representativa, como es sabido, del teatro de Piñera). Desde esa distancia, el sinsentido de una comunidad que, de buenas a primeras, se engancha en una sociabilidad autofágica, se plantea como crítica a la obediencia social (modelo autoritario) que homogeneiza la subjetividad (todos se vuelven carnívoros; como no hay carne en el país, se empiezan a comer a sí mismos), borrando la otredad (vegetariana y social).

 

Tras una carencia de carne que el narrador sarcástico no considera necesario explicar, “Por motivos que no son del todo exponer, la población sufría de falta de carne,” el cuento arranca con un primer párrafo que dura poco, muy poco, en el cual la población, ante la imposibilidad de comer carne, “engulle” “los más variados vegetales”; hasta que, en el segundo párrafo, surge Ansaldo, a quien le toca modelar la sociabilidad autofágica que pronto imitan todos, lo que homogeneiza las subjetividades y destruye la otredad vegetariana y social:

 

“Sólo que el señor Ansaldo no siguió la orden general [de comer vegetales]. Con gran tranquilidad se puso a afilar un enorme cuchillo de cocina, y, acto seguido, bajándose los pantalones hasta las rodillas, cortó de su nalga izquierda un hermoso filete.”

 

Con el visto bueno del alcalde, quien “expresa” su “vivo deseo de que su amado pueblo se alimente […] de sus propias reservas, es decir de su propia carne,” Ansaldo, en el contexto de la nación autoritaria (crítica a la primera presidencia de Fulgencio Batista, 1940-44), convoca a la grey a alimentarse de sí misma, produciendo un efecto dominó que consigue carnivorizar autofágicamente la comunidad. Tras comerse a sí misma —en el caso de las mujeres, los senos; en el caso del bailarín, los dedos de los pies; en otros casos, los labios, la yema de los dedos, el lóbulo de la oreja—, la gente empieza a “ocultarse,” a no ser vista, por lo que, en ocasiones, se requerían los servicios de “perito en desaparecidos.” 

 

Ante la progresiva autofagia comunal, el sarcasmo del narrador resume en clave el delirio del absurdo: “Pero se iba viviendo, y era lo importante” […] ¿De qué podía quejarse un pueblo que tenía asegurada su subsistencia?” Sarcasmo que no puede terminar de otra manera que no sea esta: “Pero sería miserable hacer más preguntas inoportunas, y aquel prudente pueblo estaba muy bien alimentado.”

 

En “La carne,” la comida destruye el cuerpo.

 

III

En el poema palesiano, “Menú” (1942), el tono de la voz poética parece mundano:

 

“Mi restorán abierto en el camino

tara ti, trashumante peregrino.”

 

Como si estuviera ubicada, menú en mano, a la entrada del restaurante en busca de clientes que van y vienen, la voz poética —¿habla el dueño?, ¿el dueño-chef?; definitiva aunque tácitamente, habla un ser masculino—; la voz poética interpela al viajero-comensal que cruza las Antillas, otra masculinidad tácita —¿huye este hombre (¿europeo?) de la Segunda Guerra Mundial (1939-45)?—, para que entre al local:

 

“Mi restorán abierto en el camino

para ti, trashumante peregrino.

Comida limpia y varia

sin truco de especiosa culinaria.”

 

Interpelación, desde la autodefinición culinaria, que la voz poética intensifica con una muestra seductora de la comida preparada en los fogones del “restorán”:

 

“Hete aquí este paisaje digestivo

recién pescado en linfas antillanas:

rabo de costa en caldo de mar vivo,

con pimienta de luz y miel de ananas.”

 

Comida antillana, hecha con el cuerpo de las islas, aderezada con sol y piña. Mediante este y otros abordajes que le hace la voz poética al viajero-comensal, es posible vislumbrar el metarrelato del “restorán” antillano. Además de invitar al “trashumante peregrino” a comer, la voz poética lo invita —he ahí el metarrelato— a comernos (a las Antillas y a los antillanos) en un acto de ingesta-comunión, que no de antropofagia. Invitación que pone sobre la mesa el sentido inclusivo, sumatorio, que marcan la cultura y la identidad antillanas/caribeñas, según, entre otros, Antonio Benítez Rojo en su ya clásico libro La isla que se repite (1989).

 

Estrategia. Para enganchar la subjetividad del “trashumante peregrino” en el ajetreo de la oferta que está en proceso (todo ocurre a la misma vez en un presente volcánico), la voz poética tantea varios acercamientos; empezando por la posibilidad de que se trate de un comensal de paladar austero:

 

“Si la inocua legumbre puritana

tu sobrio gusto siente,

y a su térreo sabor híncale el diente

tu simple propensión vegetariana […]”

 

Acto seguido, explora la posibilidad de que se trate de un comensal con gustos más elaborados:

 

“Tengo para los gustos ultrafinos,

platos que son la gloria de la mesa…

aquí están uno pinos, pinos a la francesa

en verleliana salsa de crepúsculo.”

 

O de un comensal en busca de lo local:

 

“Si a lo francés prefieres lo criollo,

y tu apetencia, con loable intento,

pírrase por ajiaco y ajopollo

y sopón de embrujado condimento,

toma este calalú maravilloso (…)”

 

Quizás porque el poema se da en el contexto implícito de la Segunda Guerra Mundial (“Menú se escribe en 1942), la voz poética vuelve a tantear la posibilidad vegetariana, ahora conectada con una postura antibelicista:

 

“Mas si en la gama vegetal persiste

tu aleccionado instinto pacifista,

con el vate de Asís, alado y triste,

y Gandhi, el comeyerbas teosofista,

tengo setas de nubes remojadas […]”

 

Para potenciar la interpelación al viajero-comensal que viene tanteando con sus ofertas y muestras del fogón antillano, la voz poética reitera, insistente, intersubjetiva, firme en su subjetividad transantillana, la filosofía culinaria del “restorán”; a la vez que apuesta —¡se lo juega todo!— por una identidad más letrada del “trashumante peregrino”:

 

“La casa luce habilidad maestra

creando inusitadas maravillas

de cosas naturales y sencillas,                                                                                                                                                   

para la lengua culturada y diestra.”

 

 Identidad culinaria que la voz poética remata con otra intensidad de comida local:

 

“palmeras al ciclón de las Antillas,

cañaveral horneado a fuego lento,

soufflé de platanales sobre el viento,

piñón de flamboyanes en su tinta,

o merienda playera

de uveros y manglares en salmuera [...]”

 

IV

En la última estrofa de “Menú,’

 

“Mi restorán te brinda sus servicios

Arrímate a la mesa, pasajero,

come hasta hartar y séante propicios

los dioses de la Uva y el Puchero,”

 

la voz poética condensa —hablando ahora más como chef que como dueño de “restorán”; todo chef, plantea Michel Onfry en La razón del gourmet: filosofía del gusto (1999), se debe al goce ético y estético del comensal—; la voz poética condensa la apuesta final por la intersubjetividad entre el “trashumante peregrino,” un “otro” viajero-comensal, y la antillanía que lo invita a fundirse con la identidad insular. Desde el festín y el derroche, que no desde la compra-venta calculada del dueño del “restorán,” la invitación a una ingesta volcánica, celebratoria, segura de su abundancia ontológica, hace temblar el poema: “come hasta hartar y séante propicios / los dioses de la Uva y el Puchero.”

 

V

Sobre la comida, plantea “La carne”:

 

“Tras haberlo limpiado lo adobó [el filete de nalga] con sal y vinagre, lo pasó—como se dice—por la parrilla, para finalmente freírlo en la gran sartén de las tortillas del domingo. Sentóse a la mesa y comenzó a saborear su hermoso filete.”

 

Sobre la única comida entre paréntesis que ofrece el “restorán” antillano, plantea “Menú”:

 

“(Sopa de Martinica, caldo fiero

que el volcán Mont Pelée cuece y engorda;

los huracanes soplan el bracero,

y el caldo hierve, y sube, y se desborda,

en rebullente espuma de luceros.)”

 

VI

En “La carne,” el alcalde endosa, desde Ansaldo, la autofagia como política económica del estado jerárquico-autoritario-paternalista que se burla del lenguaje de la lucha de clases, “Ansaldo se trasladó a la plaza principal del pueblo para ofrecer, según su frase característica, ‘una demostración práctica a las masas’”; y del sentido de justicia social que demanda la igualdad/equidad:

 

“Una vez allí hizo saber [Ansaldo] que cada persona cortaría de su nalga izquierda dos filetes, en todo iguales a una muestra de yeso encarnado que colgaba de un reluciente alambre. Y declaraba que dos filetes y no uno , pues si él había cortado de su propia nalga izquierda un hermoso filete, justo era que la cosa marchase a compás, esto es, que nadie engullera un filete menos.”

 

Sacudidos por la autofagia femenina que se devora los senos, los líderes sindicales se quedan sin obreros:

 

“Hubo hasta pequeñas sublevaciones. El sindicato de obreros de ajustadores femeninos elevó su más formal protesta ante la autoridad correspondiente, y ésta contestó que no era posible slogan alguno para animar a las señoras a usarlos de nuevo. Pero eran sublevaciones inocentes que no interrumpían de ningún modo la consumición, por parte del pueblo, de su propia carne.”

 

“La carne” se vale del imaginario culinario, “uno es lo que come,” para dramatizar hasta el delirio la dimensión de lo nacional-autoritario (1941) como dispositivo para la obediencia ciega y autodestructiva.

 

VII

Al encarnar el esplendor antillano, “Menú” endosa, desde la marginalidad geopolítica de la antillanía noratlántico-moderno-colonial de 1942, la intersubjetividad con el “otro” viajero-comensal. Un “pacifista” que, presumiblemente, huye de la centralidad de la destrucción mundial (II GM), presto a sumarse, en el arrobo intersubjetivo del atracón antillano, a la variabilidad de la mismidad antillana que el poema escribe con comida.

 

“Menú” plantea la escritura de un sabor-saber regional-dialógico de orden sumatorio, “arrímate a la mesa,” para que el “otro” “pacifista” que viene de la modernidad céntrica en estado de descomposición, experimente —parafraseando el epígrafe de Quintero-Herencia—una dimensión alterna de la subjetividad: “setas cargadas / con vitamina eléctrica de rayo.” Dimensión que le permita ser y saborear, en el efluvio de la ingesta y la comensalidad a borbotones, la diferencia antillana, “yema de sol batida en mayonesa,” “soufflé de platanales sobre el viento,” en el contexto de las continuidades grecorromanas: “séante propicios / los dioses de la Uva y el Puchero.”

 

“Menú” se vale del imaginario, “uno es lo que come,” para dramatizar hasta el delirio la dimensión de lo regional-dialógico, dispositivo para la intersubjetividad sumatoria.

 

VIII

Desde la propuesta autofágica, “La carne” consume, devora la otredad, instaurando de manera jerárquica un carnivorismo feroz; base del “estado fuerte,” derechista, de Hobbes, al que apunta el filósofo argentino, Feinman, en el epígrafe: “Hobbes proponía un estado fuerte para ordenar una sociedad carnívora.” Desde la oferta intersubjetiva, “Menú” se abre al festín regional-dialógico que “saca de las casillas” —epígrafe de Quintero-Herencia— la ecuación crematística del “restorán.” ¿Derroche neobarroco anticapitalista, “séante propicios / los dioses de la Uva y el Puchero,” como el literario de Severo Sarduy y el filosófico de Bolívar Echeverría?

 

Al devorar la otredad vegetariana y social, “La carne” deviene tiranía de un carnivorismo vertical; desde cuya cima, como geopoética tanática del poder dominador, irradia, parafraseando de lejos la geopolítica de Franz Fanon, la “zona del ser.” Espacio habitado por el alcalde y su (tácita) claque. Zona del poder. El alcalde no participa, y en ello consiste su privilegio, del banquete autofágico. Superioridad fascista; él no se come, como Ansaldo y los demás, la nalga. Verticalidad; asimetría alrededor de la cual giran, supeditados bajo su sombra, los comensales autofágicos de la “zona del no-ser,” cuya biopolítica sazona con perversidad el alcalde desde la “zona del ser.”

 

Abierto al festín regional-dialógico, “Menú” pone sobre la mesa una comilona decolonial que atraviesa la centralidad comercial (tardo-moderno-neoliberal) del restaurante-para-el-negocio.  Festín alterno a la racionalidad instrumental de la modernidad hegemónica, el cual, desde el derroche culinario e intersubjetivo, invita a la otredad del “peregrino transeúnte” a la comunión horizontal de la comensalidad antillana.

 

IX

De los filetes de nalga al menú antillanocéntrico; del cuento absurdo, crítico del fascismo carnívoro, a la poesía decolonial que pone sobre la mesa el banquete de la intersubjetividad, la literatura, como plantea el epígrafe de Rafael Acevedo, dramatiza el imaginario culinario: “Por ello escribir sobre cocina es la gran ficción.”