“Besarnos con desconocidos…” es volver a la normalidad

Caribe Imaginado

[Nota editorial: El Post Antillano en ocasión de haber invitado al Poeta Nacional Erik Landron a participar mañana lunes 28 de junio en el programa Pura Poesía, a las 6pm por las redes sociales del medio, vuelve a publicar una columna enviada por el autor que es válida para los tiempos]

En un artículo republicado del New York Times en un medio electrónico alterno, de esos que reseñan y diseñan a la carta de sus mezquindades comerciales, noticias, noticiones y noticitas de chismografía y modos de vivir atrapados y fofos, asombra por lo explícito, un titular preguntón e indiscreto, “¿Cuándo podremos volver a besarnos con desconocidos?”.    

El contenido derramado en el mantel del articulazo roza, efímera y por encimita, con el cachondeo incitador del titulón de marras, delatándose a bulto como un guiño sensacionalista para llamar la atención del lector. Trata, en médula, sobre en qué momento preciso la humanidad regresará a la normalidad de eliminar el distanciamiento social indilgado por ojo, boca y nariz como parte de las estrategias salubristas mundiales y connaturales a la propagación indócil del coronavirus diluviano. 

Su párrafo crucial sostiene que inocularse contra el virus a rajatabla tendrá que ser la condición sine qua non previa para las salidas extracurriculares y de horas extras donde la comunidad se reencuentre en vivo y a todo calor en eventos culturales, así como de todo tipo de pastoreo individual y en estampida social. Citemos: 

 “Incluso sin esa confirmación, (vacunarse), puede que besarse con un extraño sea una actividad de menor riesgo que ir a un lugar abarrotado como una discoteca o una fiesta, (o un iglesia, añadimos, para vinagrearheridas),  afirmó David Rubin, profesor de Pediatría de la Facultad de Medicina Perelman de la Universidad de Pensilvania”. Y concluye; “Es una de esas cuestiones que se dejan a criterio de cada persona, sin juzgar”, comentó.”  

De ese puntual, “sin juzgar”, emana e imanta la clave vital de la felicidad humana. Si existe algo que sobra en el mondongo de este ciclo histórico, atrapado en monólogos de telarañas mancomunadas, virtuales y superfluas, yace en la monomanía de juzgar a todo y a todos a lo mono reutilizando vendas de prejuicios en ojos y pareceres subjetivos, desinformados y sentenciosos. Sin embargo, en tiempos críticos como el actual, y lo que queda de siglo, debemos analizar nuestros comportamientos en cada esquina corrigiendo desvaríos pirotécnicos al sentido común. Apremia, contraer la ciencia y el arte de romper la coraza que oculta y acuclilla los hechos usuales utilizando una piedra de raciocinio duro aferrada a la empuñadura de una imaginación creadora y asertiva que destape los sonrojos encubiertos de los móviles humanos. En otras metáforas, las almendras que guardan bajo la cáscara nuestros actos y desacatos. Descubrir evidencias e invidencias a través del interrogatorio pertinente del porqué actuamos como actuamos cuando actuamos o no actuamos, más allá o más acá de un juego de palabras, deriva en una obligación ética, imprescindible y justa para sortear esta temporada peliaguda, ya por uso y costumbre algo de eterna.    

Dejando a recodo moralismos de guata, tan en bogas desde la inquisición medieval, el puritanismo de la reforma y la “subcultura del descarte” en el ciberespacio, uno puede entender y hasta simpatizar con la probabilidad existencial de que hay días, noches por lo usual, de que al cuerpo solo le urge más cuerpo. A quién le amarga un dulce como decían nuestras abuelas golosinas. La energía sexual, portada en las bragaduras con porfía de placer y regusto por obra y gracia de Dios hierve y se desagua del vaso de lo previsible y predicho, sermoneado por la iglesia o la familia de turno desde nuestra chiquitez de estatura hasta nuestra vetustez de estatua. En ese instante de instantes, que conste, deseamos hacer lo que nos da y viene la real gana lanzándonos en picada y a mano limpia a la alberca de las desnudeces enamoradizas y pícaras que pellizcan y asperjan una noche movida a todo vapor de luna llena. En alto grado, porque estamos hasta las coronillas y más arriba cansados del bozal de los No rotundos y de los No hagas esto o aquello por pura y caprichosa prohibición autoritaria.  

Otra posibilidad añadida para entender esas noches amanecidas a la buena de la lujuria, como las citadas por el titular provocador aludido, con las consabidas y desentendidas consecuencias posibles de colisionar con una enfermedad venérea, una preñez inusitada o una pareja de tránsito con boleto de “atracción fatal”,convoca el barajear la existencia de una memoria prehistórica. La mismísima evocación, primitiva e inmemorial, conservada a escondidas en la mente pero intacta en las emociones y los deseos viscerales que regresan a la vida constantemente y sin darnos cuenta. Borbotea, de las profundidades del inconsciente colectivo, de los terrores ancestrales a la muerte, de las leyendas de los ensueños invencibles, de las necesidades biológicas agazapadas como herramientas evolutivas para la sobrevivencia diaria y de los instintos faunos invictos que seguimos portando con todo y la nueva civilización virtual que se nos viene encima, maquilla y photoshopea.  

Todo ese subsuelo de emociones geiser y de inclinaciones irracionales bulle cuando decidimos besar a desconocidos o desconocidas en una noche de juerga. Se incita, por aquellos recuerdos de aquellos tiempos, entre otros, donde peregrinábamos por la sabana inexplorada en pequeños grupos parecidos a escuadrones de un  pasado lejano como siempre aventurero. En ese entonces, tales andanzas y exploraciones por el mundo, valga la mención, acarreaban encuentros al azar con otras bandas parecidas en las diferencias primates, siendo más violentos que pacíficos ante los acercamientos y topadas. Competíamos, acérrimamente, por el agua, la fruta, la carroña, la suspicacia, la caverna inatacable, el sexo vencedor, o vaya usted a saber. En el primer escenario, se peleaba hasta la muerte por la recompensa de la sobrevivencia. En el segundo, cuando amainaba la necesidad biológica al saciarse, y como un plus del destino, ambos grupos o lo que quedaba de ellos en paz, cacheaban la entrepierna sin amor como un regalo generoso de la vida en vilo y en peligro a desaparecer a cada segundo. Cuando salimos en búsqueda del sexo casual hay algo como hay mucho de nuestra memoria animal prehistórica nacida de lo espontáneo, de los tanteos, de lo desconocido por conocer, de lo conocido por desconocer, de lo sin control de los ires y venires y del lance osado por la vida hasta las últimas de sus consecuencias primeras.  

Quien esté libre de esas fantasías y vapores bestiales que lance la primera piedra y lapide desde los antiguos o nuevos santuarios de las  iglesias o de las  redes, tan a gusto y hábito hoy en día.  

De sosquín, añadimos, que cuando buscamos sexo casual retomamos y revivimos unas de las actividades críticas y claves de los tiempos inmemoriales; la caza. La vida en aquellos presentes del pasado dependía en sobrada medida del pedazo de carne que trajera a la tribu el pelotón de sabuesos y predadores. Cuando cazamos sexo en la jungla de las discotecas taberneras y en las selvas urbanas u online de la vida moderna, la adrenalina espumea como una estrella fugaz estremeciendo las venas abiertas de lo fascinante y desconocido. La ruleta del casino, hecho destino de vida en juego, voltea y redondea en los rojos y negros de la suerte que rebota y se acomoda en la pelotita de la conquista. Ese acto, enardecido por asumir riesgos, de todo o nada, cachondea hasta la locura de una noche de copas. Es decir, la acción misma, el viaje de retorno a la cacería ancestral en la jornada seductora resulta su gratificación calenturienta exprés y afrodisiaca por sí misma, y punto. 

En lo femenino, la cazadora de estos tiempos particulares asume en su batida de amoríos el mito de la mujer Amazona coronando de poder a su sexo imbatible a gusto y gana. Además, se agencia el dominio e influjo fantasioso pero real de las memorias mitológicas de las diosas cazadoras veneradas en cultos y templos poliglotas. Las mismas divas desparramadas y despampanantes en tantas culturas y etnias entre las que se destacan la diosa romana Diana y Artemisa, la griega. En lo masculino, y aunque existen dioses cazadores en comunidades antiguas convocados al salir a montear una presa como buen augurio, la cacería como oficio de sobrevivencia puro, determinado por la biología, ha formado y forjado la identidad varonil. En otras palabras, cuando una mujer sale de caza sexual noctámbula deja de ser mujer convertida en diosa, entretanto, el hombre deja de ser hombre convertido en cromañón

Un alto, por lo bajo. Es curioso que dejándome llevar por el hablar de los encuentros casuales con desconocidos, o desconocidas mi mente rememorara la feliz travesura de visitar al pueblo fantasma de los recuerdos. Apariciones que de paso, no necesitan de un pueblo ni menos aún, de fantasmas, por cuanto suelen mantenerse vivitos, coleando y agachados desde que nacen al pie de los caminos de la vida hasta que con ellos morimos un día imprevisto por lo previsto. 

Cursaba 14 años cuando mi padre, cuya fe de bautismo aclaraba la identidad de un tal Héctor Landrón Ubiñas se dio cuenta de que su hijo niño dejaba de serlo por andar en los malos de sus pasos buenosdeambulados en la sexualidad precoz. Un día, y a propósito, quedé encerrado en el baño más tiempo de lo prudente. Mi paterno que no chupaba dedos se dio cuenta de que mi tardanza bajo seguro en la puerta no era traída por los pelos del liqueo de vejiga o el alcantarillar de vísceras. Esperó a que saliera del excusado, y sin mayores excusas soltó el clásico, ceremonioso y pretérito; Hijo, ya es hora de tener una conversación de hombre a hombre

El sábado que pisaba talones me invito a desayunar opíparamente para distraerme lo suficiente y llevarme a la Universidad de Puerto Rico a estacionarnos en un banco bajo la savia de un árbol frondoso de hojas y de palabras sabias. Para los que no lo crean, en aquellos tiempos, el recinto académico era mucho más que el triste paraninfo destartalado y sin alma en que se ha convertido hoy. Era, por así decirlo, un destino de pueblo, el ecoturismo de lo mejor del carácter nacional, la ventura y aventura del conocimiento, la bondad y la sabiduría, un emplazamiento mágico y encantador donde se volaban chiringas y se jugaba pelota entre párvulos y amigotes de barrio y un puesto de frontera donde se daban los primeros besos de la vida jurándose amores eternos. Aparte, y como un valor añadido en comunidad, se lavaban y abrillantaban autos bajo el entoldamiento de un pequeño bosque estoico, se visitaba en familia solo para confirmar científicamente de si la momia de Egipto, acostada mansamente en la urna del Museo, no se había despertado en por un conjuro tardío para hacer de las suyas en las nuestras. Equivalente e ídem, se escuchaban a menudo conciertos de la risueña Tuna, o del majestuoso Coro, como se aplaudían de pie obras de teatro a precios populares o de cortesía, disfrutándose a menudo de su casa abierta, especialmente en uno sus días de aniversarios de fundada cuando nos sorprendía con fuegos artificiales. No era de extrañar, que dicho Jardín del Edén, antes de escenificarse el cascarrabeo de un Dios testamentero, era en sus fueros y perímetros, el pasaje y el paisaje idóneo para que un padre sabatino explicara el ABC de la sexualidad humana a un hijo curioso, experimentador pero no experimentado como virgen y analfabeto de los rubores de la vida. 

Esa tarde legendaria mi padre soneó de muchas cosas. Entre otras, de lo bueno del sexo y de sus posibles malpractice, de cómo crecía en una edad donde la sangre escalda la entrepierna, de las ventajas y desventajas de eso de gustar y degustar a muchachas como un asunto de vida o muerte y de que mi primera vez debía ser segura o memorable a la misma vez. Y se lanzó más lejos.  

Aunque no recomendó, tácitamente, que mi estreno sexual se diera, como cediera, a manos y vagina de una fulana de alquiler de alta reputación en puterías terapeutas e iniciáticas, y en un claro reconocimiento del escenario de guerra enfrentado por la situación desesperada y hormonal que me asediaba, creyó pertinente sugerir lo que sigue. En caso de que me decidiera por el sexo fácil, tan difícil, mi padre se apuntó como voluntario para acompañarme a la misión castrense, condón en mano y supervisar por control remoto mis prácticas militares de joven raso en eso del sexo. Nunca procuré sus servicios de asesoría marcial por algo que me dijo en esa misma tertulia estratégica y táctica. Mas o menos despepitó, expedito, lo siguiente y cito…, no al pie de la letra, aclaro, sino a vuelo de imaginación. 

El sexo, hijo, sirve y de qué manera para sofocar incendios de la carne. Es ahí su mayor favor y fervor. Pero cuando se practica por amor, de verdad te digo, apacigua los desvaríos del carácter.  

Esa lección paterna me ha seguido toda la vida manteniéndome fuera de radar en las emanaciones de los prostíbulos, los bares de las desnudeces con chicas exóticas y los besos a desconocidas. Tan solo un pecadillo a confesar al aleteo de los 16 años y, como primer beso chupeteado con más curiosidad que erotismo.  

Junto a un cómplice de la juventud verde recogimos a dos transeúntes hermosonas que venían de fiestas ajenas. Pedían pon a dedo y nosotros se lo ofrecimos terminando en una playa soleada de soledad y no de sol. No sé si fue el sabor a marihuana y alcohol enquistados en el paladar de esos besos primerizos y a escondidas, o el vacío sinsentido experimentado, grato pero no gratificante que me obligó a jurar frente al espejo de mis sombras que nunca más besaría a desconocidas. De lo dicho a lo hecho hasta mis equinoccios de hoy. 

Por tales, mueve a risas furtivas el titular de besar a desconocidos. Hoy en día anochecemos y amanecemos en tiempos a destiempos empinados de prisa y de picada en lo efímero y desechable. De tal forma, el sexo se deforma por consumista.  La mayoría del apareamiento infértil de la época, hecha a imagen y semejanza por la diosa de la publicidad y sus cánones oportunistas se remata entre desconocidos, ya sean casados, novios o casuales en turno.  

Peor aún, la seducción se rebaja a sedición contra lo mejor de lo humano, ya que los juegos preliminares del sexo tan vitales en las caricias de las palabras y la ternura en el agasajo y encantamiento del conocerse se sustituyen por textos ensayados a la ligera como enyesados a la carta y cata de aplicaciones virtuales que lo menos que chispean es de románticas y apasionadas en su mejor uso semántico. 

Al final de cuentas y cuentos, desnudamos cuerpos pero no el alma, tocamos la piel con guantes preservativos e invisibles para no palpar al Ser dándose en vitro el lívido maquinista en seres incompletos como de amor incompetentes por no afinarse por dentro. Así, las camas, metafóricas y literales se cohabitan por extraños que no apapachan y templan al corazón. Tan solo, apresan y huronean euforias pillando el flash de la piel, el shock eléctrico en las sábanas del delirio etílico y estupefaciente, el marcapaso para el latir defectuoso de un estilo de vida zombi y hasta cierto e incierto punto, más que tétrico. En la hora de la verdad, y entre desconocidos, solo se penetra sin compenetrar como esas balas perdidas al aire amartilladas de lo vacuo, mediocre, adictivo y frívolo.  

Y son infelices, sus conocidos finales sin comienzos…