Llego al local del destajo, la pena y la insolencia

Historia

Saludo, me saludan y miro el árbol de mangó que está de frente. Huelo, como huelen los perros, cuando hay algo que levita en el ambiente.  Me quedo de pie, nunca me siento, y miro a todos los implicados. La tarde está fresca, plácida, hay algo de hongos viejos y vino Perico. 

El dueño llega y me digo, para mis adentros, el verdugo. Calma pueblo, calma como decía la inconsecuente legisladora Ruth Fernández. El agrio de la tarde se derrama. Hablan de política, muertes y cornudos. No intervengo. La cerveza Medalla, que traigo sin querer, se está calentando, pero hay un  pitirre cabezón que baja a beber en un charquillo de la calle. Lo miro y me digo: pero qué insolencia ornitológica es esa. 

Pido un servicio, una ronda, como dicen en España, y miro al que atiende.  Está envuelto en el celular. Le digo algo y no me mira. Me encojona que no me miren cuando le hablo a una persona. Vuelvo y le digo:  Ramsés, su nombre es como el del faraón egipcio, quiero un servicio. Me lo hubieras dicho antes, me dice, sin despegar la mirada del artefacto electrónico. 

Me acuerdo de su madre y de la mía. La tarde se nubla, amenaza la lluvia; estoy pensando en escribir una historia de mis tardes de medalla y charlas inconsecuentes. Me ofrecen róbalo, un pez exquisito.  El pescador, hombre alto como un mito;  me presenta su pesca del día.  ¿Qué tienes Onofre?  Me gusta su nombre, mi madrina cocinaba habichuelas en anafre, no es lo mismo, pero se parece.  El reloj continúa caminando, caminando. Empieza a llegar la basura que trae la escorrentía. 

Vuelvo y saludo, me saludan y miro por dentro de mi pensamiento. Los calamares de la tragedia han llegado.  La tarde sigue corriendo como perro sin cadena. El cielo es una historia.  Pido un palo de anís Del Mono y me lo “jinco” con aire de grandeza.