Mifufa [nuevamente]

Crítica literaria
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Ese era el nombre de la gata que llegó a la casona familiar hace cincuenta años. Un animal sigiloso, de colores brillantes y ojos verdes. Mi abuelo se encariñó con ella a tal extremo que olvidó que, a mi abuela, no le gustaban los gatos. Él, una vez llegaba de trabajar, se daba un baño, cambiaba de ropa y salía a llamarla. Su voz resuena en mis oídos al unísono cuando repetía: Mifufa, Mifufa, Mifufa. La gata sabía que era la hora de alimentarla. Llegaba cabizbaja al encuentro, con una humildad cuasi humana. Yo la miraba desde la puerta de la cocina, pero no me acercaba, porque como ya dije, a mi abuela los felinos no le atraían.

Sin apenas darnos cuenta, mi abuelo enfermó y tuvo que ser hospitalizado. La gata, hambrienta, maullaba sin parar, ya que nadie la alimentaba. Su único amigo en aquella casa la había dejado. Una noche, mientras dormía junto a mi abuela, algo le brincó encima y comenzó a arañarla. Era Mifufa descontrolada, rabiosa, enojada, cobrando el abandono en que la tenían. En la casa se formó el corre y corre ante los gritos de dolor de mi abuela. Mi padre agarró la gata y la arrojó bruscamente al patio de atrás. Pero, nadie imaginó, que la segunda noche el ataque sería más violento. La gata rompió el mosquitero; parecía que estaba poseída por un demonio. A mí no me hizo nada; a mi abuela, le destrozó la cara con sus uñas. La familia comenzó a temerle y fue así que una mañana de verano, entró a la casona vestido de negro, como sacado de una escena de la película El exorcista, el párroco de la iglesia. A pasos lentos, el padre Tony bendijo la casa, rezó un rosario, por cierto,interminable y le dijo a mi abuela: “Ese animal está endemoniado.” Aquellas palabras retumbaban en mi oído y apenas era una niña de siete años. Mientras mi abuelo agonizaba en el hospital, la amenazante gata se paseaba por el jardín y no puedo negarlo, sufría su ausencia. Se me paran los pelos de solo pensarlo. Su mirada era penetrante. La noche en que mi abuelo expiraba, la gata desgarraba la madera que daba al cuarto de mi abuela. Después, vino la calma y laquietud. Esa madrugada supe que mi amado abuelo había muerto. No entendía por qué se había ido. Mi abuela, sin consultar a nadie, decidió que sería velado en la casa. Aquella idea no me gustaba, pero quién era yo para meterme en decisiones de adultos. Mi abuelo era francmasón y recuerdo que fue honrado por sus compañeros de la logia. Para mí, los ritos resultaban muy extraños y al mismo tiempo, atraían toda mi atención.

Primero, comenzaron a caminar alrededor del féretro y a decir: “Américo no está con nosotros. Ya está en el Oriente Eterno”. Todos los presentes nos miramos extrañados, pero sobre todo mi abuela, la fuerte matriarca de la familia, los observaba atónita. Inocentemente pensé, que mi abuelo se había marchado a vivir a otro país. Después, parados frente al ataúd, le rindieron una guardia de honor y uno de los hombres leyó el Salmo 23, aquel que empieza con el Señor es mi Pastor nada me faltará. Todos vestían traje negro con corbata del mismo color y guantes blancos; estaban muy serios y portaban unas espadas. Luego de que los hombres de negro terminaron su ritual, me acerqué a mirar a mi abuelo. Me percaté que el cuello de su camisa blanca estaba manchado con sangre. Al instante, se oyó un maullido aterrador;Mifufa había llegado a despedirse del muerto. Fue entonces cuando un primo dijo que se encargaría del animal.

Durante la primera noche del velatorio, Alberto se dedicó a buscarla y cuando la encontró se la llevó. Al otro día, apareció Mifufa alrededor de las 3:00 de la tarde para volver a marcar su territorio. Como la viuda, ella reclamaba su derecho a llorar al abuelo. Alrededor de las 7:00 de la noche, el primo hizo acto de presencia. Todavía no puedo olvidar la cara de asombro que puso cuando vio a la gata. Sus palabras revolotean en mi mente de niña: “Gata de mierda que haces aquí. Sabes que cuando te atrape no vas a regresar.” En ese momento, sentí que algo malo le podía ocurrir a la insistente Mifufa.

Mi abuela no me permitió ir al entierro de mi abueloporque era pequeña. Desde el balcón de la vieja casona tuve que verlo partir para siempre. Lloré mucho y la gata, en el patio, no paraba de ronronear. Por un lado, se llevaban al hombre que por siete años fue mi padre y por otro, al compañero de Mifufa. Los francmasones cargaron el ataúd y lo colocaron en el carro fúnebre. Este era seguido por cuatro vehículos que llevaban las coronas florales.  Ahora desde mi óptica de adulta, me cuestiono para qué servían las flores, si mi abuelo no podía verlas y mucho menos, olerlas. Vi alejarse los coches y el tumulto de personas que acompañaban al muerto. Familiares, amigos y vecinos caminaron hasta el cementerio del pueblo. Supongo que llegaron sudados, malolientes y con la lengua por fuera.

Comenzaron los rosarios y durante cinco noches Mifufa se plantó frente a la casa sin moverse. No dejaba de maullar y miraba a mi abuela con odio. No exagero, aquella gata parecía una mujer, llorando la partida del amor de su vida. La sexta noche Mifufa no apareció. La séptima y octava noche tampoco. Aquello me resultaba extraño. Sin querer, en el receso del noveno rosario, agucé el oído y escuché, una conversación privada que sostenían mi primo y un amigo. Alberto le contaba que aquella gata actuaba como un ser humano. Tuvo que meterla dentro de un saco de tela y amarrarlo. Los maullidos de terror hicieron que sintiera miedo; pero debía desaparecerlay fue así que la llevó a un basurero. La gata no dejaba de moverse dentro del saco. Él dijo que la abandonó en el lugar y que, cuando por fin estuvo seguro de que la gata de ojos verdes había expirado, la enterró en la finca de la familia. Aquellas horribles palabras hicieron que corriera al patio de la casa a vomitar. No podía imaginar el martirio de Mifufa; su impotencia dentro de aquel saco.

Desde ese momento, le tengo terror a los gatos, no puedo contenerme. Si uno se me acerca, comienzo a temblar, sudar, los latidos del corazón se aceleran y en muchas ocasiones, me he desmayado. Pánico, le tengo pánico, aunque sea un pequeño minino. Ni siquiera puedo verlos a distancia, porque me invadeuna fuerza extraña y a veces, quedo en estado catatónico. Busqué ayuda con una psicóloga que me dijo: “te haré una regresión.” Le pregunté qué es eso. Me contestó tranquila, bajo hipnosis, te llevaré a tus vidas pasadas para descubrir tu miedo a los gatos. Le dije que no creía que fuera necesario. Sin embargo, me sometí al tratamiento porque quería vencer el espanto y olvidar lo que sucedió, pero no puedo. Los niños no olvidan tan fácil. La mujer me pidió que me acostara en un mueble; que cerrara los ojos y mantuviera la mente en blanco. Puso una música suave, con sonidos de ballenas y me hablaba lentamente. Creo que, por espacio de una hora, me dormí profundamente. Desperté sola en la habitación y salí a buscar a la psicóloga. Me preguntó cómo me sentía y contesté que bien, aunque un poco aturdida. Ella me indicó que fuéramos a su oficina porque quería que escuchara la grabación de la regresión. Y fue así, que descubrí algo increíble. En otra vida, de acuerdo con la doctora, yo había sido una gata. ¡Me quedé muda! ¿Cómo es eso posible? La mujer me contó que, en el antiguo Egipto, fui enterrada viva, en la misma tumba de una de las hermanas de Ramsés II. Añadió que no debía preocuparme, que el miedo que sentía era normal. Mientras hablaba, sus palabras me resultaban más absurdas. Para colmo de males, me cobró doscientos dólares por la primera regresión. Todavía me faltan seis secciones, porque, según ella, los gatos tienen siete vidas.

 

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