El código del silencio borincano [en la diáspora]

Cultura

(San Juan, 12:00 p.m.) Los verdaderos puertorriqueños son más puertorriqueños que el coquí. Sin importar ideología política. Adonde quiera que se encuentren Puerto Rico es su patria y defienden su bandera y su música, el reguetón, la salsa, el seis choreao, la bomba y la plena; defienden sus deportistas, cantantes, artesanos, poetas, escritores, artistas y se deleitan con comida típica. No existe ser humano más nacionalista que los verdaderos borinqueños. Son patriotas en y fuera de Puerto Rico. Jamás lo niegan. Lo sienten. Lo viven.

En Estados Unidos crían a sus hijos enseñándole su idioma y su cultura y cuando van al supermercado en Florida, Nueva York, o Texas compran arroz, gandules, chuletas, carne para guisar, pernil, vianda, bacalao, y preparan su propio sofrito con ajo, ajíes, pimientos y recaito. Toman café prieto en la mañana y a las tres. Escuchan noticias de canales y radioemisoras en español. Se van, pero se llevan la puertorriqueñidad. Escuchan misas los domingos en su idioma.

Cuando planifican un bautizo, una boda, un cumpleaños o un aniversario primero piensan en celebrarlo en Puerto Rico, con sus familiares y amigos. Si se casan con un extranjero ponen la ley: cuando se retiren se irán a vivir a Puerto Rico. Las vacaciones las pasan en la isla. Desean ver El Morro, el Viejo San Juan, La Parguera, Las Cuevas de Camuy, Centro Indígena de Tibes, el Chorro de Doña Juana, los festivales y fiestas patronales, ir a las playas y llevarse lindas e imborrables memorias de la isla.

En EEUU fundan clubes sociales de sus pueblos, glorifican la bandera en los desfiles, participan en pequeñas ligas y registran a sus hijos en programas bilingües.  Arrastran con toda su idiosincrasia do quiera que van. Ejercen su voto en elecciones y se esmeran por un porvenir dentro la nación norteamericana, sea en Virginia, Nueva Jersey o Pennsylvania. Por más lejos que estén se sienten orgullosos de ser boricuas. No permiten vulgaridad de Puerto Rico. Defienden su patria como leales “Borinqueneers”. Van y pelean en las guerras si así se lo depara el destino. Eligen candidatos puertorriqueños y riñen por nombrar calles, restaurantes y escuelas que lleven el nombre de un(a) puertorriqueño(a).

Ser puertorriqueño siempre ha sido una batalla suprema de sobrevivencia.

            Pero existe un código de silencio. El silencio humilde. El del abolengo que nadie escucha. Ese silencio que trasiega en el corazón tanto en una isla como en un lugar extraño, en la vida civil como en el ejército, en la calle como en la iglesia, en hogares como en universidades, y lo llevan adentro en sus entrañas...el silencio que pocos entienden. Son puertorriqueños destituidos de su propia voluntad de ser, y son demasiado seráficos para decirlo como se debe. Lo dicen con ofuscación en una forma peculiar en su puertorriqueñismo. Lo dicen en la forma que lo aprendieron a decirlo de sus precursores.

Sin embargo, para poder entender lo que no dice, o lo que no quiere decir, o lo que pretende decir hay que entender esa idiosincrasia. Su cultura, su inexplicable hado, toda esa aristocracia genuina de cosas que confundimos con lo que no es. El puertorriqueño es legítimamente peculiar en sus características y se diferencia de todo otro latinoamericano por su nobleza y su resistencia a las adversidades. ¡Sobrevive como sea!

Ese abolengo lo conoce solamente el que ha estado en los momentos intensamente antagónicos. Aquellos que han defendido, con sangre y acciones, ese orgullo patrio adentro o afuera de la isla. Nacido o no en el suelo patrio.