Mamografía

Cultura

(San Juan, 12:00 p.m.) Hay temas importantes que toda madre debe hablar con sus hijas en algún momento. Sin embargo, la progenitora de Remedios, y no es la bella de Cien años de soledad, nunca tocó con su hija tópicos que tuvieran que ver con la sexualidad. En su casa, ese tipo de conversación, estaba prohibida. Cuando por primera vez le vino su menstruación, pensó que se había cortado, por estar con sus amigas trepada en los árboles. No sabía cómo entrar a la casa y decirle a su madre que algo malo le había sucedido; una vecina riéndose le mencionó: “tranquila nena, por qué te preocupas, eso es que te cantó el gallo.” La adolescente no entendía qué relación tenía un gallo con lo que a ella le sucedía. Quizás la pobre Remedios había negado al Cristo tres veces, como lo hizo Pedro.

Remedios creció en un hogar donde reinaba el tabú y desconocimiento. Por eso, de adulta, visitar la oficina de un ginecólogo le provocaba miedo, tensión, estrés y hasta pánico. Sin embargo, sabía que por lo menos cada tres años tenía que acudir a la cita médica. Había llegado el momento de hacerse la famosa prueba PAP o el Papanicolau, que ayuda a detectar células anormales en el cuello uterino. Aunque la mujer, siempre trataba de postergar la visita lo más posible, porque es una prueba incómoda que le provocaba mucha vergüenza, aceptó que ya era tiempo de ir al ginecólogo.

El doctor siempre le explicaba que la prueba se hacía con un espéculo plástico o de metal y que luego, con un cepillo o espátula, se recogían las células del cuello uterino. Oía la historia cada tres años y sentía la misma sensación de angustia. Entonces, le pedía a su médico que le diera tiempo para relajarse; inhalaba y exhalaba tratando de calmarse. El ginecólogo le decía: “me avisas cuando estés lista y te sientas cómoda, puedo esperar a que tus nervios se tranquilicen.”

En esa visita, como de costumbre, el médico le mandó a hacer la terrible mamografía. Para ella era terrible, porque tenía senos pequeños y el estudio le dolía más. Solo de pensar que le iban a comprimir sus pechos le provocaba espanto. Sin otro remedio, acudió a hacerse la dichosa mamografía porque tenía que despejar cualquier duda de cáncer mamario. Esperó una hora para ser atendida y cuando la llamaron le empezó el nerviosismo. La joven que le tomaría las imágenes de sus mamas tenía una voz dulce y trataba de calmarla. Le indicó que fuera al cuarto de baño, que se quitara la ropa y se colocara una bata. Siguió las instrucciones y luego regresó al cuarto de Rayos X para que comenzara la tortura. La mamografista trataba de colocar su seno izquierdo en la máquina, pero no lograba acomodarlo, para que doliera menos. Le pidió a Remedios que se pegara más al mamógrafo, que subiera su brazo izquierdo para tomarle las primeras dos proyecciones. Ella colocó su pecho en una placa de soporte plana, y esperó a que bajara la paleta, que es la que se encarga de comprimir el seno. De pronto, se fue la luz y el pecho izquierdo de Remedios estaba atrapado en la maldita máquina. Comenzó a gritar desesperada y la mamografista no sabía qué hacer porque no tenían generador eléctrico.

Sin pensarlo dos veces, la empleada salió corriendo a toda prisa a buscar al radiólogo. En la oficina se oían los estruendosos gritos de dolor de Remedios, porque parecía que la estaban matando. En cuestión de segundos, que para la mujer se convirtieron en horas, el radiólogo logró sacar manualmente la paleta de su pecho. El doctor pedía disculpas y Remedios, cuasi inconsciente, le manifestó que no se preocupara, porque no era su culpa que se hubiera ido la luz. ¡Para esa época todavía Luma Energy no existía y los apagones diarios tampoco! Lo peor del caso fue que tuvo que sacar otra cita, para volver a someterse a la guillotina, pero esta vez, el médico le prometió que, sin falta, compraría un generador.