Una noche con Miguelito [crónica]

Cultura

 “La vida te da sorpresas,
sorpresas te da la vida…” Rubén Blades

Miguelito no era alto, más bien de estatura mediana; usaba ropa y sombrero verde. Tenía ojos negros y un peculiar mostacho del mismo color, que a lo lejos se notaba, que se lo había pintado con el tinte chango blossom. Tenía un leve parecido con el alcalde de Mayagüez. En su viaje a Hungría en el 2018, la guía turística Atila, le prometió a Amanda y Camila, que irían a una cena típica en Budapest y conocerían al gran Miguelito, con quien pasarían la noche. Amanda nerviosa, miró a Camila, y en voz baja le dijo: “tú puedes pasar la noche con él porque eres soltera, yo soy una mujer casada.” Camila le contestó: “tienes razón quizás me enamoro y me quedo a vivir en la capital de Hungría. A fin de cuentas, no tengo pareja y Budapest es una ciudad de las más bellas que he visitado.” Así fue como ambas amigas se arreglaron para ir al restaurante Etterem Vadaspark ubicado en un hermoso bosque. El lugar está distante del centro de la ciudad, pero es con la intención de que los comensales disfruten del ambiente de una venta húngara, y un espectáculo czarda, lejos de los ruidos. Contrario a Amanda, que le fascina maquillarse, Camila siempre está con la cara lavada. Sin embargo, para esa ocasión, decidió pasarse base, rubor en las mejillas, lápiz labial, sombra en los ojos, delineador y hasta polvo traslúcido para sellar el maquillaje. Ella iba dispuesta a conquistar a Miguelito, aunque no sabía ni papa de húngaro.

Llegaron al restaurante y fueron recibidas con mucho entusiasmo. De inmediato, le obsequiaron unos pastelitos salados, y agua ardiente húngara, con un cuarenta y cinco por ciento de alcohol. Según la tradición, se consume a temperatura ambiente en vasos especiales. Amanda, por lo bajo, le mencionó a Camila que sabía a pitorro sin curar. Aunque ella consume alcohol socialmente, la bebida era demasiado fuerte, pero si no se la tomaba, estaba despreciando la cultura de Hungría. Camila, que no bebe, le comentó a Amanda que el shot le había quemado la garganta. El restaurante era acogedor y la decoración del lugar rústica como un log cabin, con toneles de vino y mesas largas de madera. Las amigas se sentaron en una junto a otras diez personas, pero frente a ellas había una pareja gay de mexicanos muy agradable. Entonces, empezaron a llegar las delicias húngaras para saborear, mientras un conjunto tocaba música zíngara y unos jóvenes bailaban alegres. Atila explicó que degustarían diez platos típicos y que la experiencia sería inolvidable. Fue así como llegaron a la mesa, diferentes cortes de embutidos y quesos, acompañados de vino tinto o blanco, servidos en unas pipetas de cristal de cuello largo.

Amanda que se la pasa contando calorías diariamente, y solo consume mil doscientas, cuando vio los platos abrió sus ojos asustada. Pero, esa noche, Camila le mencionó: “hoy rompes la dieta.” Siguió el consejo de su amiga y saboreó un exquisito plato llamado túrós csusza, una pasta cocida con el queso túrós húngaro a la que le añaden tocineta. Luego trajeron una bandeja con töltött kaposzta que consiste en hojas de col rellenas con arroz y carne. Después le siguió el töltött paprika, pimientos rojos rellenos de arroz, carne y vegetales, en una deliciosa salsa. No podía faltar el famoso goulash, plato típico de Hungría, que no es otra cosa que una carne de res guisada y sazonada con cebolla y pimentón, que el mesero cargaba alegre en unos calderos.

La mujer no podía con tanta comida; se sentía en uno de los exuberantes banquetes organizado por el Rey Sol, en el Palacio de Versalles. Al oído le mencionó a Camila que si ingería algo más iba a vomitar, porque tanta comida rayaba en la gula, y lo peor es que todavía faltaban los postres. Por lo menos, ella no es amante de la repostería, pero si estaba en Hungría, lo lógico era que los probara para que no le contaran. Degustó unas bolitas de queso dulce, enrolladas en pan tostado con salsa de vainilla llamadas túrógombóc; cogió una pogacsa, galleta dulce con queso rallado por encima y por último, el rétes que es una masa de hojaldre, rellena con pasta de fruta azucarada. Las dos viajeras estaban a punto de explotar y fue entonces cuando un cantante comenzó a deleitar al público con música de sus respectivos países. El hombre interpretó Preciosade Rafael Hernández, mucho mejor de lo que lo hizo Glenn Monroig, en la celebración de los 500 años de San Juan. Honestamente, era para caerle a huevazos. Amanda y Camila cantaban, tomaban vino y esperaban por Miguelito que no acababa de llegar.
Así pues, la guía se acercó a las mesas para indicar que los que tuvieran que ir al baño lo hicieran, porque dentro de veinte minutos, abordarían el autobús para regresar a la ciudad. Amanda y Camila fueron al servicio sanitario y cuando se estaban lavando las manos, la primera encontró una figurita de un pequeño hombre y la cogió, aunque a la entrada le habían obsequiado una, porque fue ahí donde sirvieron el aguardiente. Al finalizar la velada, Camila agarró su cartera y le manifestó a la guía: “dónde está el Miguelito que tú has mencionado desde que salimos del hotel y nadie no los ha presentado.” Atila, sorprendida le respondió: “usted ha tenido en sus manos a Miguelito desde que fue recibida en la entrada del restaurante, porque le llamamos Miguelito al vasito en que se sirve el aguardiente.” Amanda empezó a reírse y Camila exclamó: “yo que me vestí para conquistar a ese hombre y me encuentro con que es un pequeño recipiente para servir bebida.” Ni modo, como dice el refrán popular: “al que no quiere caldo se le dan dos tazas” y Amanda terminó con dos Miguelitos en su maleta.