Mi escapulario

Caribe Imaginado

En memoria de Domingo Ernesto

(Piro) Mantilla

y Roberto Rohena

“Nunca se supo quien fue su madre

porque la ingrata la abandonó

una viejita lo vio en la calle

y con cariño lo recogió.”

(Canción “El escapulario”, Roberto Roena y su Apollo Sound)

Crecí escuchando y bailando salsa. Con apenas doce años, me colaba en los bailes, porque acompañaba a mis hermanas y sus amigas, a las fiestas patronales de todos los pueblos sureños, para ver tocar a nuestras orquestas preferidas. Apenas era una preadolescente y junto a ellas, no dejábamos recoveco sin recorrer, para escuchar a los mejores exponentes de la salsa gorda. En la década de los ’80, no me perdía ni un baile de muñecas. Eso sí, Mamy Naty me dejaba ir, siempre y cuando cumpliera con unas reglas: “no puedes maquillarte, no puedes bailar boleros y mucho menos, bailar con quienes usaran tenis.” A mis cincuenta y siete años, no comprendo lo de los tenis. No obstante, ella hacía una excepción con dos buenos amigos, que siempre llevaban puestos sus tenis converse blancos. Con ellos dos sí podía bailar porque visitaban nuestra casa y ella los conocía.

Entonces me crie rodeada de los amigos de mis hermanas que, en los bailes, cuando tocaban un bolero, me decían: “vete al baño.” Me protegían hasta de mi sombra. Aprendí a bailar salsa porque es un ritmo pegajoso y en mi generación era el que nos gustaba. Todavía recuerdo las controversias entre los llamados cocolos y los rockeros, porque los primeros simbolizaban la identidad puertorriqueña, los segundos no. La salsa, como género musical, se toca, se canta, se vive con energía y pasión. Mi orquesta favorita era el Apollo Sound de Roberto Rohena, que fue un genio musical. Fueron tantas veces las que bailé “Marejada feliz”, “Mi desengaño”, “El progreso”, “Cui, cui”, “Guaguanco del adiós”, “Lamento de concepción, “Tú loco y yo tranquilo” y muchas otras, pero la más que me impacta es “El escapulario” que se encuentra en el disco Apollo Sound 1, del 1969.

“El escapulario” es una excelente canción española que Roberto Rohena popularizó en su orquesta, de forma magistral con la voz incomparable de Piro Mantilla. Originalmente, la canción es una copla, interpretada por un excelente cantaor, nacido en Alicante, de nombre Pedrito Rico. Sin embargo, la versión que conocí fue la de Piro Mantilla, y cuando la escuchaba, se me aguaban los ojos. Es un poema profundo de una relación maternofilial, que pone en la justa perspectiva, que madre no es la que pare, si no la que cría. Me identifico totalmente con la letra de esa canción porque yo sí supe quién fue mi madre. Natividad Santiago Maldonado, la que me recibió en su casa con apenas seis meses de nacida. Mi abuela paterna, que, junto a sus cuatro hijas, me recibieron en su hogar y me llenaron del amor que necesitaba. Crecí rodeada por un grupo de mujeres fuertes, amorosas y sobreprotectoras. Mi tía mayor, ayudó en mi crianza porque cuando llegué a la casa, era una veinteañera, estudiante universitaria. Ella me cuenta que en la universidad se desesperaba porque quería que las clases acabaran para poder verme. Las otras tres se convirtieron en mis hermanas, porque las diferencias de edades entre nosotras, no era de muchos años. Por supuesto sus hijos, pasaron a ser mis sobrinos amados.

Cuando oigo “El escapulario” se me forma un nudo en la garganta al escuchar: “Y esperando la viejita a su niño, a su niño lo abrazó y besando sus manitas al oído le cantó.” La emoción en mi pecho no podía explicarla, pero fui la primera nieta y mi abuela me crio como una hija. Era estricta y sus reglas se seguían. Me dio muchas pelas, porque yo era rebelde, y lo que me decía, me entraba por un oído y me salía por el otro. No olvido la varita de guayaba o la de tamarindo, pero como quiera, me escapaba a la casa de mi amiga Wanda, sabiendo que cuando regresara, una de las varas me estaba esperando. Fue Mamy Naty la que se desvelaba por mí cuando me enfermaba; la que me bajaba la fiebre con alcoholado Superior. La que me llevaba a la cama juguitos de china natural y sopitas de pollo calientitas. Esta pequeña mujer fue la que me inculcó que estudiara para que llegara a ser alguien en la vida. Y le cumplí sus deseos, pero lamentablemente, no pudo verme graduada del doctorado, porque un derrame cerebral nos la arrebató con apenas setenta y cuatro años.

La última vez que la vi con vida, fue en noviembre de 1994, sin saber que cuando nos despedimos llorando y nos abrazamos, regresaría para verla partir en el largo viaje. Aunque estudiaba en Estados Unidos, todos los domingos la llamaba para saber cómo estaba. Recuerdo que el viernes, 14 de abril de 1995, me dieron varicelas y Mamy Naty me llamó el sábado, 15 de abril de 1995, para ver si me encontraba mejor y me dijo: “Nena si estuvieras en casa yo te cuidaría, pero estás tan lejos que no puedo hacerlo.” El sábado, 22 de abril de 1995, volvió a llamarme y fue la última vez que escuché su voz, porque el domingo 23 de abril de 1995, le dio un derrame cerebral. Con varicelas uno no puede montarse en un avión y por más maquillaje que me puse, además de gafas y sombrero, cuando fui a abordar el vuelo, una azafata me paró y manifestó: “you have chickenpox and cannot travel.” Por poco me desmayo en la puerta de abordaje, y le pedí a mi esposo, que por favor le explicara que tenía que ver a mi madre, antes de que muriera.

Estoy segura de que aquella mujer era un ángel, porque se sonrío y me contestó: “come in, take your seat, and you can’t walk on the plane for the entire trip.” Así fue como viajé a Puerto Rico y por lo menos tuve la dicha, de despedirme de la mujer a la que más he amado en mi vida. Cada vez que digo esto, hay quienes me miran con extrañeza y les aclaro: “No hay que ser lesbiana para amar a una mujer. Yo sigo amando a mi madre, a mis hermanas, a mis primas, sobrinas y amigas. Porque a las mujeres se les ama. Para su funeral, quise darle un pequeño escapulario. Cuando me fui a Estados Unidos en 1992, ella en diciembre de 1991, me regaló un rosario, para que me protegiera de todo mal. Por eso, cuando escucho: “Quiero que mi escapulario nunca, nunca se aparte de ti, guárdalo como un sudario que yo te entrego al morir. Reza por mí toditos los días a la Virgen del Rosario. Solo te quiso en la vida quien te dio el escapulario” estoy completamente segura de que ella me amaba. Ese rosario era mi escapulario y en el velatorio, fui a una floristería para que lo adornaran con pequeñas rosas rojas, para que ella se lo pudiera llevar en su largo viaje. Lastimosamente, los dueños de la floristería estaban muy ocupados, preparando costosas coronas de flores que llegaban a la funeraria sin parar. Cuando la vestí y le pinté los labios, volví a decirle cuánto la amaba porque ella es y será la única madre que he conocido. En mi diario escribí: “El 25 de abril ha sido el día más triste de mi vida porque perdí a mi madre y lamentablemente no la veía desde noviembre de 1994. Nunca hubiese querido pasar por una situación tan dolorosa.” Ahora bien, el bereber Soussi también me enseñó que mientras recordemos a los que se fueron seguirán entre nosotros.