Día de los muertos [de los Fieles Difuntos o de los Santos]

Cultura

(San Juan, 1:00 p.m.) Amanda siempre sintió atracción por las máscaras y no entendía por qué. Su estación favorita del año era el otoño, por el cambio de colores en los árboles y, además, para poder jugar a ser otra persona. Disfrazarse el Día de los Muertos, la hacía pensar en un mundo paralelo muy lejos del real. Nunca olvidó la canción que aprendió con su maestra de primer grado, Mrs. Santiago, la misma que la enseñó a leer usando la cartilla fonética en sus primeros años escolares: “Cuando llega el mes de octubre corro al huerto de mi casa y busco con alegría tres o cuatro calabazas. Las preparo, las arreglo, saco todas las semillas. Le hago unos ojos grandes y una boca que da risa…”  Su cara se iluminaba de felicidad con estos dulces recuerdos de su niñez.

En su infancia no existían las máscaras, ni los disfraces que hoy se compran en las grandes tiendas por departamento. Había que usar la creatividad, la imaginación, para hacer como el camaleón y transformarse. Un amigo del barrio agarraba una sábana blanca, se la colocaba por encima y se convertía en fantasma. Iba, de casa en casa, con una lata a pedir dinero. Luego, astutamente, se disfrazaba de un viejo vagabundo y volvía a los mismos hogares donde ya le habían dado vellones. Mi abuela siempre lo reconocía y le comentaba: “a mí no puedes engañarme, cómo es posible que el fantasma y el viejo usan los mismos tenis Converse.”  Él, mofándose de ella, le gritaba: “más sabe el diablo por viejo que por diablo.”

El Día de los Muertos, en la casona familiar, se le rendía homenaje a la memoria de los que se habían adelantado en el viaje. Al caer la tarde, se cerraban las ventanas de madera de los últimos cuartos, que abrían de par en par. También se clausuraba la puerta de madera de la cocina, quizás para que las almas en pena no subieran a la casa. Todos los años, su abuela colocaba sobre la mesa del comedor, una tabla grande de madera. Allí ponía velas para recordar a sus familiares que habían partido. Las encendía y cada una de ellas tenía un nombre de un ser querido.  Rezaba un rosario, y sus nietos, debíamos acompañarla si queríamos disfrutar la noche. Para esa época no celebrábamos Halloween, porque como católicos, dedicábamos el 1ro de noviembre y el 2 de noviembre, a recordar el Día de los Fieles Difuntos o de los Santos.

Tanto Amanda, como sus vecinos, se disfrazaban y hasta en una ocasión se hizo una fiesta. Una amiga de la infancia, simuló ser una momia egipcia. Agarró rollos de papel de inodoro, cubrió todo su cuerpo y estaba irreconocible. Aunque, sus hermosos ojos la delataron. Comenzó a bajar desde su casa y apenas podía moverse. Con el sudor, el papel empezó a despegarse; entonces tuvo que correr, porque debajo del disfraz solo tenía su ropa interior. Esa vez me transformé en novio con gabán y corbata; mi tía mayor era la novia; el cura, el tío de la momia que hasta llegó a bendecirnos y nos dijo: “hasta que la muerte los separe.” Su barrio era hermoso, con ríos increíbles donde los jóvenes iban a nadar. Los vecinos se trataban como familia, al grado de que grandes y chicos, compartían ese día de los muertos y se hacían maldades. Desde la niñez, comenzó su pasión por las máscaras y se interesó en estudiar aquellas culturas que la utilizaban.

En sus clases de Historia General aprendió que eran muy frecuentes entre los egipcios, griegos y romanos. Descubrió, que, en la antigüedad griega, los actores cubrían sus caras porque los roles femeninos los hacían hombres; de esa manera, un actor podía representar más de un papel e incluso, porque en las primeras obras de teatro los escritores eran los actores. Su imaginación viajaba y se visualizaba como parte de la nobleza europea, en los siglos XVII y XVIII, participando de un baile de máscaras. Se prometió que algún día iría a Venecia para asistir a su famoso carnaval. Deseaba convertirse en otra persona muy diferente a la Amanda real. La máscara ̶  pensaba ella  ̶   logra que uno deje de ser un yo para tornarse en un otro.

Precisamente, eso fue lo que hizo Amanda junto a su amiga Camila; fueron a Lido di Jesolo y alquilaron trajes pomposos, de ricas aristócratas, al estilo siglo XVIII veneciano. Además, compraron unos espectaculares antifaces, para lucirlos en la Piazza San Marco. El alquiler de los vestidos les costó un ojo de la cara, pero el dinero se hizo para gastarse. Su traje era de color naranja y dorado, con un sombrero violeta adornado por plumas verdes y el antifaz tenía plumas rojas y negras. Como si fuera poco, lo adornaban piedras preciosas, obviamente falsas. El traje de Camila era rojo pasión, con muchos volantes; su sombrero era negro y las plumas de azul añil; el antifaz plateado. En la locura veneciana, alquilaron una góndola que las paseó por los diferentes canales, que olían pésimo. Aunque ya pasaron veinte años todavía conserva su antifaz, desconoce si Camila guarda el suyo.

Tanto Amanda, como Camila, eran fanáticas de las brujas y las coleccionaban, ya que representan la sabiduría y ellas no las veían como seres malignos. Por eso, desde septiembre, Amanda sacaba de las cajas a sus brujas, que cobraban vida, porque eran hermosas, según su criterio. En su casa, no quedaba un rincón sin decorar con calabazas anaranjadas que es su color favorito. Aunque le apasionaban las máscaras, Amanda sentía temor, al pensar en las máscaras que usaban los psicópatas en las películas de terror con las que creció, y que disfrutaba todos los viernes junto a sus hermanos, cuando no existía Netflix. Su madrastra alquilaba unas diez películas y las veía con los niños. Sus dos primas hermanas, anhelaban que su madre les diera permiso para compartir las escenas de terror, pero nunca lo lograron. Amanda creció con Leatherface en The Texas Chainsaw Massacre; Michael Myers en Halloween; Jason Vorhees en Friday 13; el espantoso Freddy Krueger, protagonista The Nightmare On Elm Street; Hellraiser y la caja dorada marroquí, adornada con filigranas negras que transportan al inframundo; el payaso It de Sthepen King; Hannibal Lecter de Silence of the Lambs. Nunca ha podido borrar de su mente la máscara blanca que usa el asesino en serie en Scream. Ya en su adultez, al listado se añadieron The Strangers y The Purge. Todas estas películas comparten el uso de la máscara o un disfraz para ocultar a un asesino.

Desde niña se preguntaba ¿por qué me gustan tanto las máscaras?; ¿cuál será el misterio que oculta una máscara, un disfraz? Obviamente, esconder total o parcialmente el rostro y la verdadera identidad de una persona. Para Amanda, la máscara simbolizaba el Día de los Muertos, y que no podemos olvidarlos, porque no se encuentren entre nosotros. Es por eso, que ella perpetúa la tradición de su abuela, y el 2 de noviembre, enciende velas y velones, en memoria de los que se fueron en el largo viaje, empezando con el nombre de su amada Mamy Naty.