O Sole Mio [Cuento]

Caribe Imaginado

Bajo el olmo quebrado cuyas viejas ramas aún adornan el zaguán de la casa del viejo Broderick, Sebastián Armando se aprestaba a escuchar la vieja ópera O' Sole Mío. Broderick gustaba de escucharla al amanecer para recibir el sol. De seguro si el cascarrabias de Broderick se hubiera enterado de la existencia del oyente furtivo, detenía la música. Pero hasta ese día nunca se había enterado. Sentado en el piso y recostado en el olmo rodeado de lirios, el viejo Sebastián se quedaba a dormir desde la noche anterior y despertaba para escucharla. No era el mejor sitio para dormir en la calle, pero tampoco el peor.

Allí lo encontró Tamara quien llegó con una hogaza de pan y un pocillo de café puya en vaso de cartón.

–Toma viejo, te traje pan -le dijo Tamara a Sebastián sin más protocolo.

–¿Recuerdas Helena, esa tarde en Montmartre?

Helena ya no estaba. Se fué hace casi treinta años; y muy lejos. Tamara se sentó al lado de Sebastián. Pasó su brazo detrás de su cuello y le levantó la cabeza y su torso.

– Come, Sebastián. Cada vez estás más débil. Debes comer.

Los ojos apagados de Sebastián miraron el pedazo de pan con curiosidad casi científica.

–¿De dónde has sacado el dinero para pagar el pan?

–¿Pues de dónde crees, viejo? Anoche hice un par de pesos cerca de la 18.

–¡Maldita! ¿No te he dicho que te alejes de ese mundo? ¿Por qué nunca me haces caso?

Sebastián se incorporó con mucho esfuerzo. Tamara le acercó la taza de cartón llena a medias. Lo apoyó en su brazo derecho dándole de beber, como a un bebé. Sebastián tomó un sorbo.

–¡No me jodas viejo mal agradecido! Debería dejarte morir de hambre.

–Dame el pan. ¿Dónde está? ¿Lo ha escondido Tamara? No se puede confiar en nadie, no.

–¡Acaba y come o lo boto pal'carajo!  –le increpó Tamara, pero sin gritarle–, Y toma otro sorbo de café antes de que se enfríe.

Tamara volvió a acurrucar a Sebastián para ayudarle a tomar café. Él tomó dos sorbos corridos. Ella lo miró con ternura y observó las marcas de los años en su rostro. Acarició su cabello blanco y fino, pero abundante para un hombre de su edad. ¿Llevan quince años juntos? No, eran más, sí, dos o tres años más, ya perdió la cuenta. Quizás ya pasaron 20 años. No sabe bien pues dejó de contar los años. Ella era vieja también. La flor de su juventud pasaba por su mente en imágenes lejanas como en una película de Ingmar Bergman. La vida dura la cargó con el peso de muchos años, más de los que podía contar en su calendario.

–¿Dónde está Helena? Quiero caminar con ella por el lado de la muralla y ver el amanecer desde la Puerta de San Juan.

–Helena no está, viejo. Deja ya esa mierda de recordarla.

–El amanecer es oscuro para un viejo solitario. Nos sale un sol negro que sólo esparce rayos de sombra. Pero eso no hace del día una noche más. La noche no se extiende. Es el mismo día transformado y confuso.

–¡Unjú! –expresó Tamara virando los ojos hacia arriba en un gesto de fastidio. Había escuchado a Sebastián mencionar miles de veces a Helena. A tratar de ser poeta, a autoflagelarse con recuerdos inútiles una y otra vez, pero nunca se acostumbró.

Sebastián tomó la mano de Tamara casi por instinto.

Che gelida manina, se la lasci riscaldar... Su poderosa voz de tenor nunca lo abandonó.

Tamara lo miró con lástima. Leyó en el rostro de Sebastian el decreto de la muerte. Por primera vez sintió ese gran vacío en el corazón por saber que pronto su amigo sólo sería un recuerdo. Le preocupaba el viejo, pero igual pensaba en cómo conseguir comida y medicina para ese día. Por la noche podría conseguir algún cliente loco y borracho, pero durante el día era distinto. La luz era su enemiga. En la claridad y la sobriedad relativa del día nadie se iba aventurar a estar con ella. Vieja también, cansada y desgastada. Su belleza era apenas un recuerdo folclórico, peinada sin poder disimular su desgreño andaba con su despintada vestimenta y la vieja cartera en imitación de piel. Además, en el pueblo todos la conocían. Podría volver a mendigar algo. En eso el pueblo es generoso. Por lo menos tenía una hogaza de pan, que bien distribuida, ayudaría a pasar el día.

–¿Recuerdas cuando solíamos sentarnos en la orilla de la laguna a contemplar el agua. Tomábamos una copa de licor casi siempre para escuchar nuestro silencio – dijo el viejo Sebastián sin dar mucha atención al pedazo de pan en su mano. En su delirio le hablaba a Helena.

Ya la primera luz del día se aventuró a asomarse por el horizonte. Pronto Broderick prendería la vitrola. El rostro de Sebastián se veía pálido, como si la muerte adelantaba llevarse su alma por pedazos. Sus ojos grises y vidriosos parecían ver sólo la luz del pasado.

Tamara acariciaba los grasientos cabellos de Sebastian.

–Oh viejo estúpido, ¿Por qué no me escuchaste? ¿Era necesario amamantar tanto dolor, tanta soledad? Pudimos tener una vida decente, sí, por lo menos decente, y no haber estado viviendo como perros realengos. Pero ya es tarde, Sebastián, ¿Ahora qué somos? ¿Y tú, qué eres sino un trapo de viejo muriendo de nada?

Ci son? Chi son?..Sono un poeta...

–Sí lo eres,

Che cosa faccio, Scrivo...

–Y como todo poeta sólo conoces la vida en sus extremos...

–E como vivo? Vivo…

Broderick al fin activó la vitrola:

«Che bella cosa na jurnata é sole...», canta Caruso.

El cielo se pintó de anaranjado y violeta.

–Ay anciano, hace tiempo te debí mandar pal' infierno si no te amara tanto.

«N'aria serena doppo na tempesta...» continuaba Caruso desde la vitrola de Bromerick.

Ya el cielo vestido de anaranjado comenzó a adornarse de amarillo.

–Nunca me abandonaste, viejo imbécil, tu corazón es demasiado grande para este mundo. ¡Coño, tienes tanta fiebre!

–¡Adiós Helena, vete en paz! -murmuró Sebastian, despidiéndose de Helena.

–Helena no se va, viejo engreído, nunca se ha ido, –le dijo Tamara, tratando de consolarlo– Mira ella está aquí cuidándote.

 Desde la ventana de Broderick la canción invadió la calle.

«Ma n'atu sole cchiu'bello, oi ne'...»

–Gracias por la taza de café Tamara, y por el pan.

«Ó sole, o sole mio sta nfronte a te...» retumbó la voz de Caruso alabando al amanecer.         

–Viejo estúpido, no te vas a morir, ¡No quiero que te mueras! Salgo a buscar ahora mismo alguna medicina, haré lo que sea…

–Quédate Tamara. Me muero, bien lo sé, y es contigo con quien quiero recibir mi último amanecer.

«Pe' ll'aria fresca pare gia”na festa...

che bella cosa na jurnatta é sole...», continuaba la música de fondo.

Bromerick se asomó por la ventana. Vio por primera vez la escena de Tamara, el travesti prostituto del pueblo, abrazando al viejo Sebastián, quien se hallaba tendido con las piernas en la acera y el resto del cuerpo sobre el jardín de lirios. Ya el amarillo componía los trazos pintados sobre el firmamento. Alzó el volumen de su vieja vitrola. La música se fundió con el sol para vestir al Viejo San Juan con un nuevo amanecer de modo que se escuchó, serena y en crescendo, en cada calle adoquinada.

«O sole, o sole mio...»

«' Sta nfronte a te... Sta nfronte a te....»...