Último Sueño

Creativo

Tras el inmensurable dolor de sus heridas, una calma de luz anaranjada iba cubriéndole el rostro y luego las extremidades y luego el torso. Veía como sus dedos se despegaban de sus manos con ese mismo color de incendio mientras escuchaba decir a las cuidadoras que se había muerto. – Estoy vivo aún. Entonces, un rostro conocido con cara barbuda de ángel se le acerca y le dice que la lucha terrenal se había acabado. De repente, aquella sensación de bienestar general desaparecía y Pedro lloraba desconsoladamente como si el dolor se concentrara en un solo instante… Patria, Patria, Patria…

Pablo pasaba horas a solas recordando su activismo tronchado por el amor que le dio sus buenos frutos. Quería desfilar con los cadetes, pero se lo llevaron de Ponce con todo e hijos. Vivía con un vacío y casi con ganas de morirse por la vida que no vivió. Eso sucedería poco tiempo después de la muerte de Pedro debido a la falta de descanso y a las extrañas pesadillas en las que oía a Pedro hablar.

Allí se hallaba, entre el venado, el león y el águila, en lo alto de la montaña, la punta corva de la isla. La brisa se colaba por entre sus dedos. Traía, en su suavidad, las letras de la reflexión. Abajo la turba era un gigantesco hormiguero de voces ininteligibles que por lo semejante y disonante era una luz de antiguas barcazas y trampas de langosta. Había dormido entre las aves de la noche en una lucha ciega, sin escalera de estrellas, ni escape, por ella. El ideal de lo vivido parecía ser un gancho sin mesura que lo anclaba a la rabia ante los necios, ante los desentendidos, ante los confundidos. Gravitaba en la radiación del Ikeya-Seki del recién despertar dormido y el dormir vivido y doloroso de la agonía pasada, su martirologio.

– Mártir, no. Antes, fusionando el coraje de los que vieron unidad simple apabullante como guaraguao que sube al cielo y agota a su pequeño adversario. Es cuestión de tiempo, la cobardía no sabe de alturas. Dicen que las conciencias cargadas no respiran, que somos átomos con antimateria interconectados en el cosmos, y que hay ángeles que toman la forma de un cometa.

Se movía azorado presionando los pulmones de ese primer sueño con el peso de las imágenes y palabras del otro. En su juventud, los hombres se dividían entre patriotas o padrotes y él fue comandado a ser padrote. Por alguna razón de futuro Pedro no lo quería en el Partido. Que para sí, la cárcel, el sacrificio, el martirio. Mientras, Pablo, examinaba su morir en vida, sus remordimientos. Quince hijos, veintitantos nietos: una casa llena de ruidos ensordecedores, pequeños llantos, pequeñas alegrías y demasiados silencios.

Cuando lo trajeron a la isla, ya su suerte estaba echada, todo el mundo lo sabía. Quería verlo, pero temió a su propio espanto.

Cuando se fue de Ponce, en el 1936, había sellado mucho más que su destino también. En la casona no había libros, solo Elenita tenía una Biblia pequeña escondida, pues él era un hombre sin fe y sin sonrisa, pese a las insistencias de don Pedro en el catolicismo. De vez en cuando, cuando él creía que estaba a solas, se le oía cantar o recitar el himno a la patria, su único padre nuestro.

Las pesadillas eran cada vez más frecuentes y despertaba ahogado en lagrimones disimulados. Los doctores no sabían qué era lo que le sucedía, pero todos sus síntomas apuntaban a una novel enfermedad. Aparentemente, el material de construcción que había ayudado a instalar en las facilidades de la armada en Aguadilla, era el causante de su difícil respirar y él, una de sus primeras víctimas no oficiales. Otra experimentación a larga escala, otra tortura, lenta, invisible como para llamarla así. Los mejores médicos, medicamentos, ensalmos y brebajes. Su vida se acortaría aún más sin el descanso de las noches, de su mente eclipsada en el sueño.

Pedro estaba en una celda hecha de pilares de luces multicolores, sin muebles para sentarse, ni cama para acostarse. Un par de orificios como un par de ojos lo invitaban a ver el mar ya sosegado y, en la orilla, un perro que veía a un hombre salir de las aguas.

– Soy solo un empleado y veo que usted está aquí por las razones que los hijos de esta nación tuvieron para libertarnos del yugo inglés, pero nada puedo, ni quiero.

– ¿Qué daño puede hacerles a ustedes esta pequeña isla?

– No hay enemigo pequeño. Entienda, nada personal.

– Deben estar muy inseguros o padecer de paranoia imperialista.

– Sea agradecido, ¿acaso no nos debe sus estudios?

– Ese dinerito es una miseria comparada a cómo nos explotan.

– Y lo que falta… Deje que vea lo que le espera a los traidores como usted.

– ¡Infame, no soy un traidor! ¡No soy un traidor!

– Sí, tal vez, ese sea el que nada libre en el océano. Yo también lo puedo ver.

– Déjeme hablarle. De seguro…

– Estás bajo la bota inmensa y eres una sola hormiga, Peter.

Pablo recordaba este sueño de regreso a su casa después de recoger los encargos de Elenita.

– Llegaron unos hombres del gobierno a buscarte, Pablo. Dime en qué lío estás – preguntaba, Elenita.

-Qué dijeron.

– Que si además de tu asma tenías problemas al dormir o pesadillas o sonambulismo.

– Y no le habrás dicho nada a esos hombres…

– Solo que al dejar de trabajar ya no teníamos más que lo que nuestros hijos nos dan para sobrevivir. Toma. Aquí te dejaron un citatorio para sus oficinas en Isabela.

– Elenita, no sé a qué temo más si a mi cobardía que no me deja dormir o a que me acusen de mi antiguo vínculo con él.

Pablo caminaba inclinado a su derecha con paso lento y un pañuelo amarrado a su garganta. En el cuartel, se dieron cuenta de su estado físico. Era evidente que no podrían ejercer un interrogatorio intenso, lo cual los obligó a cambiar de táctica.

– Estamos en tiempos difíciles, lo sabe usted. No nos podemos permitir errores de defensa nacional en tiempos de amenazas nucleares. Ha tenido o tiene usted alguna relación con el nacionalismo puertorriqueño.

– Soy padre de 15 hijos de la misma esposa con quien vivo hace más de 30 años.

– La cooperación de una persona fiel a los buenos principios como usted sería bien recompensada.

– Les repito que soy un hombre de familia, no de gobiernos. Además, me estoy muriendo, por si no se habían dado cuenta.

Pablo hablaba dormido. Gemía que el fuelle del infierno dejaba de funcionar y que un frío de iceberg lo cubría todo condensando la sangre de su cuerpo que salía por sus poros y todo lo manchaba. Sangre fría. Veía sus manos y pies desdoblarse. Su otro yo lánguido flotaba como alma muerta. Se veía desde los ojos de su cuerpo. Despertó con la certeza de que moriría pronto sin suficiente valor. Entonces, pensó que debía ser cierto que el bueno de Dios no existiera, pero que el infierno, sí, para elementos como él, para de tanto castigo dejar de sentir la rabia, la impotencia, y su no ser. Elena, en alta voz, pero alejada, recitaba los versos de Sor Juana:

a los de muerte temporal opresos

lánguidos miembros, sosegados huesos,

los gajes del calor vegetativo,            

el cuerpo siendo, en sosegada calma,

un cadáver con alma,

muerto a la vida y a la muerte vivo

– Elenita, por favor, llama a los muchachos. Hagamos una fiesta familiar. Deben saberlo todo.

Cuando los hijos casados llegaron con los nietos les pidió a las nueras cuidar de los niños en el jardín mientras él se dirigía a sus hijos Pedro Adriano, Pedro Agueybana, Pedro Alejandro, Pedro Alfonso, Pedro Augusto, Pedro César, Pedro Eduardo, Pedro Felipe, Pedro Fernando, Pedro Galileo, Petra Isabel, Pedro Julio, Pedro Leonardo, Pedro Eugenio y Pedro Pablo:

– Ustedes son la descendencia. Una de la que tengo el orgullo sobrevalorado. Como padre he hecho de ustedes gente buena, sin más vicio que el silencio y la prudencia que siempre les inculqué. De esto me arrepiento y me arrepiento de la falta de ideas, estrategias y huevos que como una droga intoxica a esta nación desmemoriada. Sí, dije nación. Dentro de poco tiempo ya no estaré entre ustedes, ni entre nadie más y no quiero que me recuerden con la tristeza con la que viví, con los temores que les heredé, ni con el desconcierto de sus nombres. Ha muerto un hombre único, más grande que cualquiera de los segundos nombres por los que se hacen llamar. Esta casa será de su madre hasta que ella muera y después harán lo que quieran con ella. Váyanse. Quiero silencio. Ven, Elena, ven a mi lado mientras duermo.

El vapor del sueño comenzaba finalmente a envolverlo. De repente veía a Pedro, ambos jugando de niños y el sueño se volvía pesadilla, y Pedro agonizaba en su cuarto con el mismo cuerpo de niño. Los colores de cientos de arcoíris se asomaban en el cielo, las aves todas, un calor sofocante; y, Pablo entraba con el tumulto al Santa María Magdalena de Pazzis cuando sintió la mano de Pedro que le daba unas palmadas consoladoras en el hombro y le susurraba algo luminoso al oído. En ese instante vio que el mar lo aplastaba arrastrando a toda la gente con él.

Y ya nada quedaba con vida ni esperanza, excepto el último sueño.

FIN