¡No me faltes el repeto... y bájame las manos!

Política

Aunque parezca alucinante, de acuerdo al Departamento del Trabajo y Recursos Humanos de Puerto Rico, entre los oficios de mayor demanda está el de guardia de seguridad. He conocido guardias de seguridad educados y no tan educados. Hay policías que hacen ese trabajo para remediárselas “por el lado”; hay gente con maestrías que sencillamente no consiguen otra cosa y hay gente, que a pesar de que no debieran estar proveyéndole seguridad a nada ni a nadie, allí están con su uniforme.

Por un lado, está Ortega, un maestro retirado, que a sus casi setenta años tuvo que tomar un empleo de seguridad. Cuando salgo temprano de mi casa lo veo parado frente a un edificio muy moderno, resignado con su uniforme y algo que parece una macana en la mano. El otro día, para hablar de otro guardia de seguridad, noté que había un altercado en el portón de un establecimiento del que yo salía. Un taxista hacía retroceder con varios lances de estiletto a un cliente que alegaba que el atacante le estaba cobrando de más. Al fin y al cabo, nadie cobró pero nadie quedó cortado ya que el cliente se echó a correr. Entonces, vi unos zapatos negros sobresaliendo de una caseta de guardia. Su ocupante por fin se erigió, y todos vimos su tamaño diminuto y estructura física, que atestiguaba a una carencia de nutrientes esenciales. La expresión de su paliducha cara formaba un perfecto estudio del terror. Alguien le dio una botellita de agua fría para aplacar su sed y susto.

Por otro lado, he tenido experiencias con otros guardias de seguridad que me han dejado a mí aterrorizado. ¿Será que una onza de poder vuelve loco al ser humano o que yo me busco los problemas? Ayer paré en un pequeño centro comercial que a las 8 a.m. tenía los portones de su estacionamiento abiertos. Sabía que la tienda a donde iba a comprar estaba abierta. Me sorprendí cuando salí de ella y vi los portones cerrados y al lado un guardia uniformado con una cara grave. Me dijo que el estacionamiento no habría hasta las 8:30 a.m. y me preguntó si yo no había visto el letrero en el muro de la entrada. Al decir que no, me gritó que yo estaba ciego. “Pero, si el portón estaba abierto”, dije lo más suavemente posible para no incomodar a esta oficialidad más allá de lo que ya había hecho. Entonces vino la parte que todavía no entiendo; se viró súbitamente y ordenó que “a mí no me faltes el respeto”. Como terminó esto, lo dejo a la imaginación. Ah, y todavía no les he contado del guardia conocido mío hace años, a quién hace apenas dos semanas cuando visité el lugar donde trabaja, ayudé a cambiar una llanta a su automóvil. Regresé al negocio hace dos días, y lo vi hablando con una muchacha muy guapa a la que aparentemente quería impresionar. Cuando llegué a la puerta, muy áridamente como si no me conociese, me pidió la identificación. Me eché a reír, lo que causó que se acercase y me increpase por qué me estaba riendo. Di un paso atrás (le apestaba la boca), subí las manos en gesto de confusión riéndome ya nerviosamente, cuando salieron las petrificantes palabras de su boca, “a mí no me faltes el respeto, pai’, y bájame las manos”.

No lo puedo creer, está pasando de nuevo, susurré. ¿Cómo terminó esto? Pues pronto lo contaré si puedo controlar esta tendencia de faltarle el respeto a la gente cuando menos quiero.