Humanoides

Creativo

Cada ser humano es un mundo. Tirada en un pasillo observo a los humanoides que comparten mi entorno. Un hombre vestido con camiseta y pantalón corto de color negro mira en su móvil una novela colombiana. El volumen de su artefacto está tan alto que, aunque estoy en la otra esquina, escucho el melodrama. Cambio la vista y una madre e hija hablan con otra mujer a la que acaban de conocer. Tal parece que fueran amigas de toda la vida. La matrona, aprovechando que su retoño va al baño, le comenta a la extraña: “Mi hija es jamona, no se casó y tampoco conoce varón alguno. Hace diez años que me cuida. De mis otros dos vástagos solo puedo decirte que apenas tengo noticias de ellos.” La hija, al regresar de hacer sus necesidades biológicas, le comenta a la extraña: “No le hagas caso a las historias de mi madre. Está más loca que una cabra. Cree que soy virgen pero no sabe que he corrido la seca, la meca y la tortoleca.”

Distante, desde mi esquina, escuchaba en silencio las conversaciones de aquellos humanoides que no se conocían, pero interactuaban como si los unieran lazos de amistad ancestrales. De momento, el hombre que veía la novela colombiana se dirige a mí y me pregunta: “Tú no tienes nada que contar. No compartes con ninguno de nosotros acaso te crees mejor.” Con sorpresa repaso las ocho figuras que tengo de frente y le contesto: “Por qué debo contarle mi maldita vida a unas personas que no sé quiénes son. A ustedes los considero simples humanoides chismosos que parlotean sin parar.” El hombre apagó la novela y yo seguí con mi alocución: “Que me importa si la pelirroja ha ido veinticinco veces a Disney. Mucho menos me interesa saber que usted le compró a su esposa un IPhone, pero ella prefería un Androide. Sin embargo, como usted afirmó le compró el teléfono celular que quiso porque ella no trabaja y debe aceptar todo lo que usted dice y hace.”

Molesta le cuestioné si quería que siguiera. No escuché su respuesta y como en un trance continué: “A mí no me interesa saber cuántas gallinas ponedoras tiene el señor de pelo blanco en la granja. Coño óigalo bien, solo deseo leer este libro para poder matar el tiempo mientras el médico llega, tal y como hicieron los personajes de Becket, que esperaban por Godot.”  

Después de la catarsis, respiré profundo, abrí mi libreta y comencé a escribir este cuento.