No es lo mismo sin pilón

Fogón Caribeño
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Una semana luego de ir a Mistura, a la pequeña pero “muy vocal” minoría boricua en Lima, nos dio el acostumbrado bajón de arroz y habichuelas, tostones, mofongo y empanaditas de pollo. Andábamos de suerte porque las habichuelas colorá’s que tanto nos gustan en Puerto Rico son difíciles de conseguir aquí y meses atrás había abierto la puerta del contrabando Bayamón-Lima gracias a la auspiciosa visita de mi madre que vino acompañada con dos bolsas de este grano marca Goya y una zip-lock de recao del patio del huerto de la casa. En el muy limeño distrito de Miraflores las ablandamos y las hervimos luego con un poco de cebolla, ajo y, a falta de jamón para cocinar (a pesar de mis esfuerzos, aún no lo he logrado hallar), le echamos unas costillas de cerdo ahumadas que venden en la sección de charcutería peruana de los supermercados. El resultado fue un recipiente de casi dos litros (a lo mejor exagero) de las colorá’s que me duraron para hacer hasta tres buenas ollas de habichuelas guisás, cuya última y definitiva versión fue la realizada el sábado pasado.

Junto con la mercancía que mi madre me trajo, llegó un flamante pilón de madera de grandes proporciones, emblazonado con una bandera de Puerto Rico a todo color. En esta última cena, finalmente lo estrené haciendo bolitas de mofongo que compartimos con nuestras invitadas peruanas, acompañándolas, además del infaltable mayo-ketchup (que acá llaman salsa golf), con distintas salsas y pestos hechos de ajíes, aceitunas y almendras peruanas. Además de las habichuelas, los mofonguitos fueron el hit de la noche, y esto confirmó lo indispensable del pilón en nuestra cocina, porque además del plátano, se machacó el ajo que se le echó a las habichuelas, a las empanaditas de pollo, al mofongo y al mismo mayo-ketchup. Por falta de tiempo —y paciencia, ya que el hambre apretaba— se nos pasó hacer un buen mojito isleño para bautizar a nuestros tostones hechos con plátanos bellacos verdes.

 

Ciertamente, a través de las distintas culturas encontramos variados tipos de morteros, sean de piedra o madera. En el Perú andino y en la costa se utiliza desde tiempos inmemoriables el batán, una especie de mortero lítico que consta de una piedra grande lisa sobre la cual se colocan los insumos a utilizar y la uña o mama, una segunda piedra más chica que sirve para obtener el machacado deseado. Es en este instrumento donde mejor resultan las versátiles salsas peruanas huancaína y ocopa.

En la selva, donde, como mencioné en mi columna anterior, el plátano adquiere su merecida importancia, utilizan una especie larga y estrecha de mortero hecho de madera que se asemeja a una canoa. En ese implemento hacen los tacachos y como la base no cuenta con paredes altas, el majado toma su forma esférica cuando el cocinero se vale de sus manos para consolidar la masa de plátano. Nuestro mofongo, por el contrario, adquiere la forma cóncava del pilón ideal para rellenarlo con lo que más se nos antoje y, por ende, hacerlo un plato independiente y más sustancioso que su contraparte amazónico, que no se rellena y se sirve exclusivamente como guarnición. Es esta diferencia la que evidencia, una vez más, la magia del pilón boricua.