Las tres claras

Creativo

Cuento de la colección El Caribe en el exilio (Ediciones Coa, 1990)

A Carla, María Isabel y Tatiana.

“Merino ven acá”. El detuvo la marcha, retrocedió lentamente su mirada a donde venía el llamado. Se sonrió y una vez más se iluminó el diente de oro. No le habían llamado; llamaban a un marino. “Qué va” decía Merino, “la soledad es mi hermana compañía”.

Como todas las noches sabatinas, él recuperaba su libertad. Libertad de una noche solitaria. Su recuerdo por las otras seis noches de la semana se sumergía a la tintorería de aquel lujoso hotel en el centro de Amsterdam.

Merino, hijo del Caribe holandés, había emigrado a su antigua madre patria en busca de mejoras económicas. Pero como siempre, tanto para él como para los otros, le esperaba la continuación de una historia ininterrumpida aunque transformada en algún momento dado del siglo anterior. Su misión era hacer trabajo de negro; trabajo asalariado que sólo era realizado por seres como él: negros, pobres, esclavos, seres semilibertos.

Aquella noche había decidido separarse de su soledad. “No, esta noche me voy a ver a las mujeres de las vitrinas, a lo mejor mejora mi suerte y me alejo de esta sosera que me acompaña hace meses”. Mientras, relajaba su cuerpo tendido sobre el viejo catre que ocupaba casi todo el espacio de su pequeño cuarto. Dirigía su mirada a través de los pocos objetos de la habitación: un sucio candelabro, un espejo roto, un armario, un par de maletas (siempre le recordaban al Caribe) y un cuadro. Eran éstos toda su riqueza y compañía. La noche que llegaba era la única que podría presagiarle un mejor destino.

Había llegado. Como todos los distritos de esta índole en suelo holandés, los faroles rojos anunciaban en las vitrinas mercancías, productos para la venta, seres desesperados en la lucha de subsistencia. Caminó, dio una, dos, tres, cuatro vueltas. No sabía qué sentía. Ni los encajes, ni las gracientas, ni las menos gracientas, ni las blancas y rubias le entusiasmaban. Su única noche de libertad, y no lograba hacerse esclavo de ese amor que lo condenaría definitivamente. “Tal vez es mejor ser esclavo de otro que libre en la soledad”, murmuraba Merino mientras se encuclillaba a la entrada de un portal del cual lograba divisar el escenario principal: una vitrina multicolores. Cada minuto modelaba una mujer blanca, y al segundo era “comprada” por alguno de los interesados transeúntes. Miraba con cautela, no veía nada; todavía no veía nada.

Por casualidad miró a un segundo piso cercano, una pequeña luz, rosada, y una vitrina oscura, opaca, lúgubre. Pensó que la mujer que trabajaba allí no debía de andar en el mejor estado financiero. “Pobre infeliz, debe irle tan mal que no puede pagar por una vitrina de primer piso”. No lo pensó dos veces. Se trataba de una mujer negra, pequeña, que ante la distancia parecía un diminuto carboncillo. Merino se levantó y decidió ir en busca de la posibilidad de dicha compra venta. Tan sólo era necesario delinear el contrato.

Como lo había supuesto, era una mujer pequeña, diminuta. Habló, hablaron, se miraron. El entró. Su inglés delataba que provenía de su Caribe hermano, el Caribe anglófono. Una vez entablado ese diálogo que sólo los caribeños logran, se había corroborado su primera impresión, era de Trinidad. Este encuentro hacía olvidar los quebrantos. Ni la belleza que esta mujer reflejaba, mujer oscura, podría impedir que el diálogo se opacara. Surgían lunas claras o claras lunas, suficientes para alumbrar miles soles. Pero la comunicación se extendía. Merino preguntaba y preguntaba más. La mujer oía, callaba y decía.

Había pasado un año, y las necesidades se invertían. Eran grandes amigos, era un encuentro fraternal. A pesar de todo, ella tomó la iniciativa: inició la seducción. Merino no comprendió ese nuevo diálogo. El sólo quería una amistad, ella necesitaba un poco más que una simple amistad. Su reacción hizo que ella detuviera el avance. Una vez más, el balance, el punto medio, el costo de oportunidad de la situación lo estableció ella: una cita al otro día. Se encontrarían a la hora cuando ambos acabaran sus trabajos. Ella se sonrió; ningún diente brilló.

Empezaba la madrugada del siguiente día. A pesar de una larga jornada, Merino había logrado terminar sus tareas a medianoche. Su baño de rigor estuvo acompañado de perfume, loción para afeitar, y seguido por unos zapatos que no dejaba de lustrar. Había regresado al epicentro de su reciente felicidad. Al subir las escaleras contaba cada peldaño cuidadosamente “22, 23, 24 madera que estaba podrida 25, 26”. Los 26 peldaños de su felicidad. Al tocar la puerta sintió cierta demora; volvió a tocar, la perta se entreabrió lentamente. No reconocía su negrura; no brillaba la luna.

Se trataba de una mujer muy delgada, de color mantequilloso y que emitía un olor distinto. No era igual. Parecía una mujer sencilla, transparente, clara de alma o de alma clara. “¿Se encuentra la negra?” preguntó Merino un tanto entrecortado en su expresión. “Sí, la negra está aquí… Esa soy yo. Negra colombiana, pa’ servirle”. El no pudo comprender lo dicho. Había una equivocación: no era su mujer negra.

Por más que intentó describir a su mujer admirada, la negra colombiana sostenía que nunca hubo negra inglesa en esa vitrina. Con el español holandesado de un arubeño en el exilio, Merino pidió acceso al cuarto. Sin condiciones, sin exigencias. Se sentó sobre la cama. Sólo miraba aquello que tan sólo había tenido unas horas atrás todo un color distinto. Inició un llanto silencioso, sin expresión o melancolía. La mujer miraba extrañada. Se le acercó e inició el cortejo ritual de la seducción. El la detuvo y lentamente fue virando su rostro hasta detener ambas miradas en un intercambio de energías.

Sólo pidió que hablara, la mujer entendió el pedido, y habló de amor, de pequeñas y pequeñas cositas que podían hacer a una persona feliz. Habló del cariño, de un beso, un abrazo. Merino recibía su lección como si se tratara de la cartilla fonética de aquellos primeros grados escolares. Atendió, la miraba, él solo respiraba. Una vez más la historia había parecido de anos, de lustros, siglos. Nuevamente se trataba de los mismos minutos, tal vez 5 ó 6 que había experimentado la noche anterior. La mujer se le acercó. Merino retrocedía asustado y pidió que no lo tocara, que sólo hablara. La mujer no podía entender más. Se trataba de su subsistencia, de su necesidad de vivir un día más, un momento más. Otra vez más, surgía el pedido de un encuentro al día siguiente. Como hipnotizado ante aquel amor, Merino aceptó un encuentro fuera de horas laborables. Lentamente bajaba las escaleras, “26, 25, 24”, se detuvo y sonrió. El diente de oro brilló.

Era la tercera vez que Merino asistía consecutivamente al mismo distrito. Las caras eran conocidas. El vendedor de pescado, el policía de la esquina, el vendedor de drogas. Regresó al portal de la primera noche. Se detuvo y prendió un cigarrillo. Meditaba si entrar o no por tercera vez. El farol rosado de aquel segundo piso estaba encendido. No había nadie en la vitrina. Meditó, pensó, repensó. ¿Por qué no intentar de nuevo?

Una vez más subía las escaleras lentamente. Contaba los peldaños “14, 15, 16”, al final conto 28. Pensó que algo había pasado entre ambos días. Tocó a la puerta. Como si lo hubieran estado esperando toda la noche, la puerta se abrió de par en par. No era negra, no era parda, era una india con un fuerte cabello negro. No fumaba pipa alguna, pero exhalaba aromas. Sus ojos eran negros, su mirada era amable, su expresión era afable. “Entre man, lo estaba esperando”. Ante este pedido Merino no titubeó. Sintió inmediatamente un mismo ritmo de comunicación. Sin hablarse se sintió querido. Solo la miró y la miró, y le dijo “yo soy Merino”. La mujer se sonrió. Se trataba de una colmena de hermosos dientes; no eran blancos. No eran los dientes de las mujeres de revista, eran reales, eran llenos de vida.

La mujer miró y solo dijo, “soy una mujer del Caribe, y tengo nombre. No me preguntes de donde vengo ni cómo me llamo”. Merino sonrió. Ella contó de su vida, porqué había venido, a que había venido, y de su soledad. La mujer miró y lentamente fue alzando su brazo y dirigiéndolo al hombro de Merino. Fue un abrazo fraternal, sin ninguna intención, sin ninguna inversión de mano de obra, de costos y oportunidades, o de ahorro de servicios.

Ya Merino había perdido intención e interés por resolver el rompecabezas de las dos noches anteriores. Sólo vivía el momento, vivía esa vida. A diferencia de las dos noches anteriores, hoy no sentía miedo de la seducción. A diferencia de los otros dos días, hoy no era seducido. Hoy le hablaron, le contaron acerca de la sencillez de la vida. “Mire man, estamos todos solos, solitos. No se preocupe, que su día llega. Si su día llega”, le decía la mujer muy cerquita de su oído mientras apretaba fuertemente, pero con ternura, su hombro. “Mire man, es importante dar amor. Siempre que pueda sonría y deje su diente brillar. No se preocupe mucho que todavía hay amor. Que todavía el amor existe, si, ahí en la calle…”. Le decía ella a Merino, mientras sus hermosos dientes amarillos se movían en una dulce danza indocaribeña.

Merino sonrió, tal vez la ternura de esta mujer clara de vida o de vida clara, le había dado lo suficiente para enfrentarse mañana nuevamente a su plancha, a las ropas de cama, a la camisa de seda de fulano de tal, a su cama vacía, a su cuarto de exilio, a su tierra lejana.

Merino pidió un encuentro posterior. De esos que empiezan al finalizar del día. No podía haber duda que este debía de ocurrir. La misma hora, el mismo sitio, la misma persona.

La vida se presentaba con una gracia distinta. La vida sonreía, una mujer le había dado la solución. Una mujer sin nombre, un Caribe sin nombre, una tierra de seres sin nombre. Pero él sonreía. Volvió a subir los peldaños, hoy no había por que contarlos, hoy no había por que meditar o ver la vitrina en cuclillas.

Llegó a la puerta y tocó. Nadie respondió. Esperó y volvió a tocar. Nuevamente nadie respondió. Bajo los peldaños mirando en alto, “26, 25, 24,… 01”, ahora eran 27. No importa. Se enfrento nuevamente a la vitrina, la miro en cuclillas. Hoy no había farol encendido. Merino se decía “mi clara de luna, mi clara de luna, mi clara de alma, mi clara de vida”. El sonreía, y el diente de oro se lucia.