Memorias del imperio [The Museum of the Old Colony An art Installation by Pablo Delano Edited by Laura Katzman, University of Virginia Press, 2023]

Crítica literaria
Typography
  • Smaller Small Medium Big Bigger
  • Default Helvetica Segoe Georgia Times

Según Pablo Delano, el móvil generador de este museo que viaja y crece en cada escala, es“ la rabia”; la cólera que en las épicas antiguas daba pie a la guerra. Ese móvil, acaso la respuesta más inmediata a una situación tan degradante como la subordinación de todo un pueblo a los intereses de otro, se mezcla con lo que su creador llama humor; un matiz comprensible.

Un museo que se alimenta de la acumulación incesante de objetos invita a reflexionar sobre las obsesiones de una figura de la modernidad: el coleccionista. La historia europea registra el afán de coleccionismo como arte fúnebre. Un ejemplo fue el Atlas Mnemosyne, de Aby Warburg. Warburg vivió en los años más activos de la antropología colonial. Incluso viajó a Estados Unidos y se atrevió a interpretar su encuentro con pueblos originarios. Su paso por la tierra coincidió con la sensación de decadencia y pérdida de los valores de las culturas de Occidente.

Para conjurar pérdidas, Warburg armó una colección de imágenes en papel, el Atlas Mnemosyne: cuarenta paneles cubiertos de casi mil láminas recortadas de libros, revistas y periódicos, las cuales sintetizaban conceptos de la historia del arte. Todavía se honra su trabajo en el Warburg Institute, establecido en Londres. De ese método de memoria visual surgió el atrevido y deslumbrante libro The Art of memory, de Francis Yates, sobre los recursos nemotécnicos de oradores que no dependían de memorizar la palabra escrita, sino de “leer” imágenes mentales que “colocaban” en los espacios públicos.

Otro intelectual muy citado en este archipiélago boricua en tiempos recientes, justamente en discusiones sobre los abruptos cambios de entre siglos en Puerto Rico, fue Walter Benjamin. En síntesis de divulgación se repiten sus tesis sobre la historia y su ensayo sobre el arte en la época de la reproducción mecánica, así como su ensayo sobre el coleccionista y su deseo de armar un libro de citas.

La instalación The Museum of the Old Colony es precisamente una colección de objetos y citas relacionados con la historia política y social de Puerto Rico, interpretado como propiedad, o “territorio no incorporado”, que pertenece a, pero no forma parte de, los Estados Unidos de América. Puede relacionarse con aquella colección de perversidades que Borges incluyó en su Historia universal de la infamia. Al contrario del Borges que roza sus temas con aire de curioso lector de aventuras lejanas, el museo de Delano es carne viva y cruda. Es, repetimos, una épica de los bajos instintos de la mirada imperialista aún vigente; sus imágenes más crudas serían objetadas en el presente “woke”, pero las relaciones que las sustentan han sobrevivido a las formas fugaces de un protocolo de gobierno propio que se ha deshecho en años recientes.

Pablo Delano es como tantos caribeños, hijo de una familia de migrantes. Fue testigode las décadas de ascenso del Estado Libre Asociado, que casi de inmediato colapsó  como criatura convincente en los años de transición entre la guerra fría y la apoteosis del neoliberalismo. Su archivo es una selección de documentos de infamias imperiales; el eje temático central, la degradación que supone un régimen imperial hipócritamente benévolo, montado sobre un cerrado aparato militar. El repertorio incluye juguetes, souvenirs, imágenes, objetos desechados, objetos simbólicos y el grueso archivo fotográfico, con los calces racistas más vergonzosos que puedan concebirse. Se trata, materialmente, de un conjunto de imágenes fotográficas y objetos tridimensionales expuestos en vitrinas o colocados sobre otros objetos. Las fotografías imperiales y los libros dedicados a caracterizar a los nativos, o a fomentar un turismo “de negrito y cocotero” (Palés) componen uno de los ejes rabiosos.

Como puertorriqueña de conciencia independentista me he situado ante estas imágenes para rastrearles el origen. No estuve en la instalación, de modo que la experiencia de su ambiente sensorial se me escapa, pero cuento con las excelentes fotografías y ensayos del catálogo de su paso por James Madison University, Virginia, al cuidado de la curadora y estudiosa Laura Katzman. 1 El catálogo contiene un inventario de los 123 objetos que en conjunto generan una atmósfera emocional de altibajos: risa, indignación, asombro; evocaciones de las imágenes que en otro tiempo, allá por los años cincuenta del reino de la publicidad y sus admen, generaban falsas ilusiones.

Apuntaré algunas categorías de este atlas de nuestra memoria: fotos y caricaturas del periodismo amarillista de entre siglos, como las de los reportajes de Punch, con calces redactados por corresponsales bárbaros 2 ; propaganda turística de los años cincuenta; juguetes (los monitos de cuerda, la Barbie Miss Puerto Rico, los jibaritos); adornos y útiles de escritorio que aluden al aparato burocrático de la administración colonial y sus figuras sagradas, como el pequeño busto de Teodoro Roosevelt; indumentaria (el pith helmet que usaron también los criollos anexionistas de entre siglos o, en contraste, un uniforme de sirvienta, en evocación de las niñas pobres que se educaban para “exportarlas”); cosas encontrados y destinadas a la basura, tales como botellas de refrescos, latas de conservas; objetos útiles y simbólicos a la vez, como el machete; logotipos; souvenirs; hileras de cocos secos; artefactos indígenas; citas de libros que caracterizan la mirada del invasor en sus primeros contactos con los nativos de todas las clases sociales. Las citas se exhiben sin calces que identifiquen a sus autores.

Un ejemplo: “The whites, therefore, of Porto Rico must be considered in an entirely different sense from European and North American whites. They represent a genus of their own, the Porto Rican Whites.” (George Milton Fowles. Down in Porto Rico, New York, 1906).

La instalación podría leerse como los restos descabellados de un circo de monstruosidades (la basura que ha dejado atrás la evolución del capitalismo en etapas recientes), si no fuera porque la rabia abre espacio a matices y cuestionamientos. ¿Quién fabricó esas imágenes, qué miradas expresan, qué miradas las reciben, quiénes fueron sus destinatarios, qué memorias revuelven, qué impresiones siguen dejando?

De la mirada imperial de los productores, desde periodistas amarillistas hasta antropólogos académicos (incluso Franz Boas midió cráneos de niños en Utuado como parte de las labores del Scientific Survey of Porto Rico and the Virgin Islands), 4 se han leído críticamente algunos rasgos: la animalización de las culturas invadidas y las huellas de cierto exotismo erótico; la mirada sarcástica o melancólica del “destino manifiesto” matizada por el “white man’s burden”. A los descendientes de quienes así marcaron a nuestros viejos: ¿les provocará vergüenza, deseos de saber más sobre el discurso alucinado de supremacía racial y sus efectos no sólo en sus territorios no incorporados, sino en la vida del Planeta?

Es tenue la diferencia entre los cocos en hilera, las fotografías de carnes blancas y blandas del Babbit turista de los años treinta y los anuncios de la campaña para fomentar el turismo en el recién instalado Estado Libre Asociado. El nativo queda siempre en el trasfondo, representado por los mozos que sirven cocteles en la playa.

La mirada activa, deseante, aunque la concibieran nativos intermediarios locales, sigue siendo la de allá. No sé cómo habrán recibido esta exposición los espectadores estadounidenses herederos del privilegio, aunque con escuchar las declaraciones sobre Puerto Rico del vídeo que acompaña la exposición, accesible desde una página del catálogo, parecería que para los medios y portavoces del poder los puertorriqueños seguimos siendo un oscuro, insignificante, lastimoso pueblo sonriente.

A nosotres, nativas y nativos, también nos formaron los objetos de la avalancha propagandística. Somos los personajes interpretados e interpelados. Felisa Rincón en la azotea neoyorquina con una banderita, o repartiendo escarcha en aquel escenario de la nieve que la intervención de Martorell llevó al nivel estético de una tarjeta navideña; el niño disfrazado de vaquero; los “negritos” y Mamá Inés, versión criolla de Aunt Jemima; el que solo en este territorio se siga produciendo el refresco Old Colony, que inspiró el nombre de la instalación: ¿qué nos dicen esas representaciones crueles de nosotros mismos? Cada una de esas cosas podría ser objeto de un estudio monográfico. De ahí la complejidad del museo. Cada una de sus cientos de piezas, contempladas de cerca, no sólo revelaría esos hilos del pasado que se manifiestan en un instante presente (Benjamin), sino que insinuaría una constelación de asociaciones

dignas de estudio: lugares de origen y elaboración de los materiales, modelos iconográficos, espacios históricos donde se diseñaron los prototipos, mercados, movimientos globales, compras y ventas.

Yo, que tuve cerca algunos de esos objetos del escenario mundial de la guerra fría, agradezco la invitación a recordarlos, y a recordar, ante la fotografía del museo de historia natural de Stahl, los rastros sobrepuestos de tiempos anteriores al 1898. Entre árboles de navidad importados y juguetes de granjas en miniatura también visitamos aquel museo desaparecido, que estuvo en el Parque Muñoz Rivera.

Si el arte sentimental, efectista e imitativo, provocador de cierta falsa conciencia y nostalgia de “tiempos mejores” floreció en años de pérdidas, los souvenirs como ejemplares capturados en safaris turísticos, en su radical falsedad y pérdida de la potencia reproductiva que tuvieron en su tiempo, nos unen inesperadamente a los turistas con los representados. No se trata de nostalgia de tiempos perdidos, puesto que su radical crueldad es terrible, sino de una conexión nemotécnica: un arte de la memoria basado en la instalación de objetos ordinarios cuya crueldad no percibíamos.

La representación también nos evoca a otro Puerto Rico de remotas asociaciones: la radio y sus efectos invisibles; la televisión y aquellos programas enlatados de la guerra fría: espías y vaqueros que competían con los programas locales de variedades musicales, cocina, comedias y dramas de amor.

Pablo Delano, coleccionista del museo de horrores coloniales, los sigue acumulando como quien explora los restos de un campo de batalla. Al juntarlos en apartados temáticos, provoca el golpe irónico, la sonrisa culpable, la incomodidad, el dolor y la vergüenza que sacuden el “steady state” de la colonia vieja. Esa recuperación es un archivo de documentos de la barbarie. Porque The Museum of the Old Colony, en sus cientos de objetos tristes y feos y dolientes, tiene el efecto de la verdad brutal, sin auspiciadores interesados, ni dogmas impositivos, ni posibilidad de convertirse en mercancía seductora. Su saldo es la perplejidad del reconocimiento: una de las marcas del arte fuerte en estos tiempos del descrédito del arte.

Referencia:

1 Diseñado por Carissa Henriques, con ensayos contrastantes de Laura Katzman, César Salgado, Amanda Guzmán, Laura Roulet, Beth Hinderliter y prólogo de Marianne Ramírez Aponte, además de anotaciones del propio Delano y de Ángel A. García Jr. y una bibliografía compilada por Laura Katzman y Lydia Davis.

2 De libros de la época de la invasión de 1898 y primera década de la ocupación y de prensa amarillista.

3 Estos se indican en un apéndice del catálogo: la lista de cotejo objetos exhibidos.

4 “The Anthropometry of Porto Rico”. American Journal of Physical Anthropology, vol. III, No. 2.