Crónica musical

Creativo

Llego a la Casa Museo Trina Padilla en el pueblo de Arecibo. La noche comienza a caer y el calor arrecia. La actividad es en una pequeña sala con techo alto. Hay un piano de cola de color negro. La decoración del local es sobria, apretada. Yo, chicharronero  y cervecero de cafetín de esquina, me siento raro en esta salita de ateneo y glúteos fruncidos. El pianista invitado se presenta formalmente. Tiene modales decimonónicos y ojos  lagrimosos. Con una mueca de niño goloso parece sonreír. Se sienta frente al piano y comienza a tocar de forma tosca, rudimentaria. Debe ser mi oído poco educado en asuntos musicales. Hace gestos de incomodidad mientras ejecuta las piezas. Danzas, valses, himnos y números populares. No percibo que haya soltura. Creo que está padeciendo de flatulencias repentinas. Concluye sus interpretaciones y se inclina ceremonialmente, mientras se escuchan aplausos monótonos. 

Observo a las personas del salón y no logro sentirme a gusto. El escaso público aparenta estar cómodo, pero  hay una hoja de yagrumo que levita. Alguien presenta a un declamador que goza de alguna popularidad. El susodicho sonríe, tiene contentura. Comienza a declamar poemas ya por mí escuchados, salpicados con anécdotas rancias y chistes  caducos. El vate nocturnal gesticula, camina, manotea, abre los ojos de par en par y calla  abruptamente. Domina la escena. Tiene rostro de bebedor consuetudinario. Me parece que aceptaría, de buena gana un trago de ron blanco con jugo de toronja rosada. Le sonrió con complicidad. Creo que le invitaré, a beber, al negocio de al lado. 

Sigue declamando. Ahora suda a caudales y huele a chivo viejo. Le ofrecen una botella de agua. La coge con avidez y continúa encabalgando versos alejandrinos. El pianista, que tiene camisa de piquero de fiestas patronales, se detiene de forma inesperada. Le pide a los cuatro gatos que estamos en la velada, que apaguemos los celulares o en su defecto los pongamos  en modo vibración. Toca las teclas y gesticula, gesticula y castiga el instrumento. Entra en frenesí musical. Está poseído, desencajado mientras el declamador brama como ovino en celo. Cae el telón. Los presentes aplauden.


La actividad, luego de hora y media, termina sin inconvenientes. Todos se despiden. Me encuentro con el rapsoda  en una barra contigua a la Casa Trina. Hablamos  de música, compositores y poesía.  Me doy cuenta de que no sabe un carajo de literatura y muy poco del arte de la declamación. Pide permiso al mesero para declamar. Hago señas para dos tragos de ron blanco con toronja sonrosada. Noto que mi acompañante tiene la lengua pesada y los cachetes flácidos.  Pido un brindis por el “redomado calvo”. Nadie entiende la ironía. Me mira con cara de borrego sin teta. ¡Maldito farsante!, me digo. Se da un largo sorbo y comienza a berrear versos inconexos. Me animo a acompañarle. En poco tiempo nos rodea un público geriátrico. Piden nuevas poesías. Los vítores se multiplican. Estamos en el Fuerte Víctor Rojas (sector La Puntilla), frente al Océano Atlántico. Los leones de mármol de la entrada se han dormido. Recito, de memoria, al poeta romántico Giacomo Leopardi. La brisa es caliente y seca. Son las tres de la mañana y escucho el canto de un lejano y vidrioso gallo. Miro a mi alrededor y veo al niño solo que me habita. Compagino silencios y montañas, estrofas y recuerdos. Una angustia íntima y filosa se  escurre por la acera.