Un monolito mecánico,
en su marcha de círculos concéntricos,
acecha mi litoral onírico con su olfato epistémico;
por entre las rejillas del subconsciente cibernético.
Vigilante,
expeditivo para el secuestro.
Precavido,
me coso la boca
para no murmurar mis paradigmas internos.
Receloso,
me trago la lengua
para no tararear la melodía de mi universo.
Éste es un tránsito azaroso entre binarismos despiadados
y semiología darwinista.
Y los prismas internos son frágiles cuando se comprometen.
Elegí amarrarme por los tobillos
y colgarme del Sefirot más alto del Árbol de la Vida.
Para, igual que Odín o Saussure,
columpiarme ingrávido hasta comprender, signo a signo,
la semiótica infinita del ser.
Al vértigo y el gozo precedieron cien cangrejos
desplazándose en ceremonioso rito autogenerativo por mi piel;
activando todo mi conocimiento celular,
como en una danza etérea sobre las constelaciones de mi cuerpo.
Frente a mí,
emergió un espiral destellante
encandilándome con la sinfonía de su pulsación arquetípica.
De ese resplandor láctico bebí hasta disolverme adormilado.
Seguidamente, intervino en mi módulo
el resoplido óptico habitual con su rumor maquinal.
Y así, en silencio, sobrevivo otro ciclo,
burlando la mirada epistemológica de la unidad dispositiva
en su sondeo ominoso del margen.