Carta a un cronopio que anda por ahí: reseña del concierto Rayuela de Miguel Zenón

Cartas de un(a) Antillano(a)
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Querido Julio:

Sé que detestas la manía latinoamericana de los ‹‹queridos›› y ‹‹estimados››, pero te aseguro que yo sí te quiero. En el último año te he perseguido como Bruno a Johnny Carter en tu cuento El Perseguidor.

Quizás he rayado en el delirio, aunque supongo que es parte de la sintomatología de los doctorandos. Mas esta epístola no tiene ínfulas teóricas. Solo tengo que contarte de Miguel Zenón, un cronopio que ha nacido puente (como tus cuentos) entre tú y una isla pequeñita, mi isla, que nunca llegaste a visitar.

Claro que tu ausencia a la otra ala del pájaro caribeño, Puerto Rico, fue solo física. Para una poética, uno de tus primeros textos críticos, apareció en la revista La Torre de la Universidad de Puerto Rico en 1954, y dos años más tarde la misma institución te encomendó la traducción de la obra del cuentista virginiano Edgar Allan Poe, quel plaisir pour toi!

Pero quedó inconcluso el viaje que organizaste en 1981 hacia Cuba, Nicaragua y Puerto Rico, cuando tu osita Carol Dunlop te encontró tirado en un charco de sangre y tuvieron que ingresarte en el hospital de Aix-en-Provence. Las instrucciones de reposo deshicieron el plan del viaje, regresaste a París, entonces las travesías a otros destinos, tu atención humanitaria a Nicaragua, el recorrido por la autopista París-Marsella, después la muerte de Carol y luego tu desplazamiento a otra coordenada espacio-temporal que el lenguaje enunciativo (ese que no te gusta) llama muerte.

No llegaste a Puerto Rico, así que nuestro músico Miguel Zenón tomó su saxofón y se propuso arrancarte del otro lado con un conjuro jazzístico de pulsiones e intensidades que llamó Rayuela, como tu obra máxima que este año cumple sus cinco décadas de publicación. En la noche del jueves 4 de abril nos reunimos para escucharlo en vivo en el teatro del recinto metro de la Universidad Interamericana. Lo acompañaba su cómplice en la composición y producción del disco, el pianista francés Laurent Coq. Junto a ellos con el chelo y el trombón estaba un entusiasta Dana Leong, mientras Dan Weiss dirigía una de las percusiones más nítidas que he escuchado (dicho sea que tuvo al mejor admirador, su hijo, quien dulcemente rompió el silencio en la sala con un doble papá). Al centro de un escenario vacío, cuatro hombres secuestraron a un público que no vacilaba en aplaudir cada vez que irrumpía el saxo de Zenón.

El espectáculo abrió con Talita, composición de Coq, y de inmediato lo lúdico se apropió de la atmósfera. Le siguió La muerte de Rocamadour, de Zenón, pieza que captura la absurda convulsión de tu capítulo 28 que acaba con la muerte del pequeño hijo enfermizo de La Maga. El decrescendo con el que culminó provoca el mismo desasosiego que el silencio al final del texto. Ni hablar de Morelliana, una traducción de la literatura a la partitura del capítulo 151. El inicio de unas notas sensuales dio paso a otra de las composiciones de Coq, Buenos Aires, la ciudad donde creciste y donde transcurre la segunda parte de Rayuela. Los juegos de las manos en el piano retomaron lo lúdico con Traveler, y recordé la escena del tablón en el capítulo 41.

Así pasaron dos horas que culminaron con El Club de la Serpiente, magistral composición de Zenón, que confesaré es mi favorita. Perico, Ronald, Etienne y Gregorovius, tus personajes bohemios que se reunían a escuchar jazz y hablar de temas metafísicos, estaban representados con sendas partes en la pieza. ¿Pero cómo iba a faltar La Maga, centro de la búsqueda ontológica del protagonista Horacio Oliveira? Los músicos regresaron al escenario para complacer a los espectadores con esta composición.

Inicialmente me reproché no haber escuchado de antemano el disco, pero no tardé en darme cuenta que así podía jugar a identificar las situaciones y los personajes que representa cada obra musical. Cuánta sorpresa me llevé con mis aciertos. Luego supe que las técnicas de composición consisten en dos modelos: la ‹‹traducción›› de los textos al pentagrama y la representación musical de una interpretación de los músicos como lectores.

Al encenderse las luces de la sala, ansié no tener que regresar al otro lado donde el sonido de las bocinas de los autos y los gritos callejeros irritan la existencia. ¡Cuánto dolor deben haber sentido tus personajes cuando los obligabas a regresar a la cotidianidad después de una intermitente irrupción de lo fantástico en sus vidas! Desprenderse de la música de Miguel Zenón resulta doloroso, pues basta su sola presencia en el escenario para sentirse abrazado por una capacidad creadora extraordinaria, accesible, necesaria.

Pero tuve que volver. Aquí estoy escribiéndote una carta que carece de estrictos juicios críticos en materia teórica musical. Aunque estoy segura de que, como el protagonista de tu cuento El otro cielo, te desplazaste de un tiempo a otro y estuviste allí en alguna de las escasas sillas vacías. Presumo que sonreías al atestiguar la transformación de tu lenguaje poético al lenguaje universal, la música.

Solo no olvides que fue un boricua quien hizo el conjuro, fue Miguel Zenón, n'oubliez pas.