Política y Política Cultural: una mirada retrospectiva (I)

Voces Emergentes

En agosto pasado publiqué en una bitácora la columna El debate sobre la cultura hoy: una opinión. La misma reflexionaba sobre la discusión sobre las políticas culturales que la administración de Alejandro García Padilla había puesto sobre la mesa. Una comisión cultural emanada del Ejecutivo y otra del Legislativo parecían destinadas a chocar en lo inmediato. Un asunto que había sido reducido a la condición de tema secundario de las páginas de entretenimiento de los medios de comunicación ocupaba las primeras planas. El nuevo gobierno se disponía a cumplir una promesa de campaña. A los pocos días el tema se había silenciado.

La relación del Estado con la Cultura durante el siglo 20 fue problemática. El conflicto no radicaba en la Cultura sino las pasiones que producía el “hacer cultural” y la relación de los “productores culturales” con el entorno político y social. Las tensiones derivadas de un proceso de modernización que, en el marco de una relación colonial, era difícil de deslindar de la asimilación y la americanización, dominaron en el discurso cultural hasta 1980 o 1990. En el preámbulo de la Era Global, si bien el tono se mitigó, otros discursos igualmente contenciosos ocuparon su lugar. Los choques entre el Estado y el “hacer cultural” son tan fuertes hoy como lo fueron cuando la defensa de la Identidad y la Nacionalidad eran el deber prioritario de los “productores culturales”.

El antagonismo poseía un pasado remoto: un signo distintivo del intelectual moderno ha sido su mirada antisistémica. La Generación Modernista (1911-1921) y las Vanguardias (1920-1930), mostraron preocupación por el efecto de la presencia de un “calibanizado” Estados Unidos en el trópico. En las Vanguardias, aquella voluntad llegó a adoptar modulaciones socialistas y rojas. Claro que el socialismo y el obrerismo era otra cosa en 1920: todavía Josip Stalin no era una figura del todo odiosa y la Guerra Fría debía esperar 26 años para comenzar.

La Generación de 1930 y la del 1947-1950, tuvieron otra tesitura. Es cierto que los intelectuales más visibles de ambas fueron críticos de la situación imperante. Reconozco que, como ellos fueron responsables de escribir su historia, tuvieron cuidado en invisibilizar a quienes no se ajustaban a ese criterio. Pero el periodo entre guerras imprimió a la primera un tono pontifical y pesimista ante el pasado inmediato que los condujo a una hispanofilia salvaje. La segunda pos-guerra y el primer populismo justificaron una esperanza de regeneración que alentó lo mismo a los moderados que a los radicales del 1950. Por eso los discursos culturales del 1930 y 1950, me parecen más concentrados en la búsqueda de una actitud mesurada que posibilitase la “armonía social” soñada por los modernizadores.

Es cierto que entre los años 1940 y 1967 el país vivió un cambio substancial. Los ideólogos del Partido Popular Democrático bautizaron el proceso como una “Revolución Pacífica”. El concepto implicaba que el país había conseguido la meta radical de la “Modernización” o estaba próximo a conseguirlo. Lo que se celebraba era que la victoria se había logrado sin el costo de la “violencia política”. La única mácula en el camino había sido la Insurrección Nacionalista de 1950.

Es evidente que, a fines de la década de 1950, la intelectualidad vinculada al PPD reconocía que la “Revolución Pacífica” tenía fisuras. El hecho de que la “Modernización” se apoyase en un proceso de industrialización por invitación que magnificaba la dependencia y generaba nuevos tipos de desigualdad social es un ejemplo. Una intelectualidad que confiaba en la capacidad de la planificación para conseguir el “equilibrio social”, tuvo que reconocer que la “Revolución Pacífica” no tendía al equilibrio utópico añorado. La presentación en 1959 del Proyecto Antonio Fernós Isern (PPD)-James Murray (D-Montana) para ampliar-culminar la autonomía del Estado Libre Asociado, es una demostración de ello. El hecho de que el mismo aspirara a afirmar la autonomía económica de Puerto Rico y a limitar la presencia federal en el territorio, confirman que la relación no era del gusto de todos. El lenguaje de la “culminación” era el mismo en el ciclo de consultas de 1989 y parece haber cambiado poco en 2013.

La fisura cultural más obvia era que el PPD tenía que explicar porqué ya no favorecía la independencia y las prácticas populistas y socialistas, y se comportaba como una organización moderada que favorecía la unión permanente con Estados Unidos. El PPD se encontraba ante una frontera o un abismo. Ya se sabe que el proceso de erosión del PPD no hizo sino acelerarse entre 1960 y 1967, cuestionado lo mismo desde el interior que desde el exterior. En el interior, y en lo que atañe a la cultura, el nacionalismo continuó siendo una fuerza política y emocional cohesiva y amenazante, pero ya no giraba alrededor del Partido Nacionalista sino de lo que se denominaba una “Nueva Lucha por la Independencia”.

Luis Muñoz Marín tenía sus particulares teorías sobre el Nacionalismo. Durante las Conferencias Godkin (1959), había codificado la existencia de un “nacionalismo malo” y otro que no lo era. El “malo” se asociaba a la violencia nacionalista, al albizuísmo, al fascismo y el nazismo en términos similares a los que se reiteraban en los informes de FBI sobre las actividades subversivas de Pedro Albizu Campos y su organización. El “bueno”, como era de esperarse, rechazaba aquellas prácticas y defendía la cultura nacional intelectualmente. Además no aspiraba a la independencia que había sido reducida en la prédica muñocista a una distopía ominosa. Bajo aquellas condiciones era difícil no identificar el “Nacionalismo bueno” con el PPD.

Aquella situación fue la que forzó la formulación de una política cultural moderna para un Puerto Rico y se llamó “Operación Serenidad” y en la cual el Instituto de Cultura cumplió una función protagónica. Lo que revisaban en agosto de 2013 la Comisión Ejecutiva y la Legislativa, representa un capítulo más en una historia llena de contradicciones.