Política y Política Cultural: una mirada retrospectiva (II)

Voces Emergentes

La “Operación Serenidad” y sus artefactos, representó un intento concreto de domesticar un “hacer cultural” y unos “productores culturales” que chocaban con la concepción demagógica del “nacionalismo bueno”. La lógica de aquel concepto era apabullante. La premisa era que “Operación Manos a la Obra” (1947 ss) había cambiado materialmente a Puerto Rico con lo que se garantizaba “el derecho a la vida”. Del mismo modo, la Ley 600 de 1950 y la Constitución de 1952, habían alterado la relación con Estados Unidos garantizando “el derecho a la libertad”.

El pueblo se encontraba ante una situación nueva llena de complejidades que podían generar “desequilibrio”. Si los cambios no eran bien comprendidos por el pueblo, se ponían en peligro los valores “tradicionales” a favor de los “modernos”. Aquella generación aseguraba que los valores “tradicionales” habían cumplido una función valiosa y debían ser preservados. Una vez suplidas las necesidades económicas y políticas, había que suplir las necesidades espirituales y culturales promoviendo otros cambios en el ámbito “cultural y educativo del pueblo” para que Puerto Rico forjara una “buena civilización”. Para los estrategas de la segunda pos-guerra aquello significaba garantizar “la búsqueda de la felicidad”.

“Operación Serenidad” apelaba a la “moderación” en medio de los dislates de la “Revolución Pacífica”. Aquella generación, por su culto a la “planificación”, confiaba en que si el pueblo era capaz de reflexionar maduramente sobre los cambios por los que atravesaba, viviría mejor el cambio. “Vivir mejor el cambio” implicaba que aceptarían los mismos y no dejarían de ser puertorriqueños. La Identidad estaría salvaguardada gracias al “nacionalismo bueno” y se habría puesto una represa a la “americanización”, mientras la gente se educaba en los valores modernos.

La responsabilidad de aquella tarea caía en manos del sistema de educación público preuniversitario y universitario, los medios masivos de comunicación y alguna corporación pública ideada al efecto. “Serenar” al pueblo y responder a las acusaciones de traición esgrimidas por el movimiento nacionalista e independentistas, eran la misma cosa. Por eso se inventó la División de Educación a la Comunidad (DIVEDCO) (1949), el Instituto de Cultura Puertorriqueña (ICP) (1955), el Festival Casals (1955), y se articuló un sistema de Radio y TV de servicio público (1958).

Se trataba de prácticas que establecía un modelo desde arriba, con una fuerte dosis de dirigismo cultural en donde la “producción cultural” se interpretó como un lenitivo a las fisuras del crecimiento económico y la dependencia. A la vez, el proyecto intentaba convertir a Puerto Rico en una plaza cultural competitiva, llamando la atención sobre el capital cultural local. Debo aclarar que la autonomía de los “productores culturales” nunca fue puesta en entredicho del todo. El Nacionalismo Cultural, políticamente inocuo, maduró. La meta era despolitizar la discusión de la Identidad y convencer al pueblo de que se podía ser puertorriqueño y puertorriqueñista en la colonia. No encuentro diferencia alguna con la concepción que escuché de labios de un funcionario estadoísta en las oficinas del ICP en el 2012.

La relación del Estado con la Cultura diseñada entre 1949 y 1958, ha sido cuestionada en dos ocasiones. En 1979, el gobernador estadoísta C. Romero Barceló (PNP) creó una “Administración para el Fomento de las Artes y la Cultura” (AFAC) con la loable finalidad de profesionalizar la administración de la cultura y centralizarla. En aquel momento el acto se interpretó como una agresión a la tradición que disgustó a figuras emblemáticas de hacer cultural nacional. En 2013, el gobernador popular moderado Alejandro García Padilla ha puesto en la agenda la posibilidad de convertir la Cultura en un asunto ministerial bajo el amparo de una Secretaría. En el contexto de la crisis actual, una Secretaría de Cultura serviría de apoyo a la Secretaría de Estado en la elaboración de una nueva imagen de Puerto Rico que la inserte con alguna posibilidad de éxito en las corrientes internacionales de cambio. No lo pongo en duda. Tanto en el 1979 como en el 2013, la resistencia de ciertos sectores ha sido enorme.

Lo que no ha cambiado un ápice es el hecho de que se trata de un modelo desde arriba con una dosis de dirigismo cultural en donde la “producción cultural” se apropia como un lenitivo a una crisis social y material. Tampoco cambia el hecho de que la Cultura, el “hacer cultural” y los “productores culturales” no son una prioridad del Estado. Persiste el hecho de que la Cultura es un balón político de todas las tendencias políticas en la colonia ya sea en una dirección u otra. Prueba de ello es que la conflictividad de la relación Estado-Cultura ha sido más visible en la era de bipartidismo (1968 al presente). El constructivismo dominante en la interpretación de la Identidad y la nacionalidad desde 1990, no hace sino abonar en esa dirección. De un modo u otro, la revisión de la políticas culturales no es sino un episodio más en el proceso de construcción de un Puerto Rico postmoderno y colonial.