Impresiones de una boricua en la Feria del Libro en La Habana

Voces Emergentes

altFue uno de esos viajes imprescindibles. Como atreverse a escribir un libro. O a tener un hijo y amarlo justo como se formó en el vientre y se apareció en el mundo. O a enamorarse sin remedio de un amor inalcanzable, indeleble y obstinado, al menos una vez en la vida. Eso ha sido para mí conocer Cuba. Por eso aún busco los adjetivos que se me escapan, que se parecen a la palabra perplejidad… o mejor, embelesamiento, una suerte de embrujo, como una bruma translúcida que me ha arropado los sentidos y que se niega a abandonarme; una ráfaga que me ha revuelto el pensamiento acomodado a mi propia historia, apuñaleada de ideas preconcebidas… un sable que me ha hincado el corazón; como si la punzante rama de una trinitaria teñida de hechizantes fucsias me hubiese herido con su granate imborrable. Vamos, como un carimbo con el que me han marcado la piel negra cobriza amarilla, igual que el español mutiló el cuerpo negro mulato amarillo de mi hermano antillano.

Pero Cuba… Cuba es la otra cara de la moneda que yo creía conocer.

Cuba es multifacética y unitaria a la vez. El orgullo por una lucha libertaria y vital se ha enraizado en la construcción del país. El más humilde conoce a sus héroes nacionales, cuyas consignas adornan las paredes de La Habana. José Martí, el más grande de todos. El Ché, el más popular. Cuba es antillana. Mulatamente sabrosa. Expresiva. Solidaria. Cálida. Con la música y el remeneo de sus caderas tan caribeño como el nuestro. Sus mujeres sonríen con bocas cabales o desdentadas. Pero sonríen. Abrazan y besan en el idioma que nos amamantó. Pero sin el bendito. Sin el diminutivo y el cantadito. Cuba es educada. Es amable; no es servil. Su verbo es rico. Su mirada es atenta. Su gesta es respetuosa.

Cuba es hermosa. Asombra su impresionante arquitectura, en la que predomina el arte mudéjar, barroco, neoclásico y ecléctico. En sus edificios renacentistas se destacan los techos altos y los patios interiores, con sus arcos ojivales, la profusión de cerámicas en paredes y pisos, fuentes de agua y pozos con decorado brocal, bancos, flores y plantas, una armoniosa conjugación que provee al visitante espacios de frescura y solaz e invita a acogedoras tertulias. Recorrer la Habana Vieja es igual a dejarse hipnotizar por la magia de un tiempo pasado, con sus enormes edificaciones coloniales que imprimen la atmósfera de una época de majestuosidad y espectacular belleza, sus calles adoquinadas, sus atractivas plazas y árboles frondosos, sus automóviles sexagenarios. El malecón, que bordea la ciudad, resiste el mar embravecido que combate contra sus muros y regala al transeúnte el deleite de la brisa salitrosa y la inmensidad del mar.

Cuba también muestra el rostro de la pobreza. El esplendor de estos edificios contrasta con la falta de mantenimiento apropiado, por lo que muchos se han convertido en ruinas y escondrijos de sabandijas. Allí vive gente. Allí duermen en algún colchón raído y se las arreglan para suplir sus necesidades básicas. Los balcones, ventanas y terrazas se usan como tendederos de ropa, y a menudo sus puertas son callejones malolientes y decrépitos. El historiador Eusebio Leal realiza una labor titánica mientras aúna esfuerzos y remoza sus edificios.

Cuba aún lucha. Su gente se las ingenia de maneras tan creativas como prácticas. Sus viejas visten de forma llamativa, se untan colorete, se ensartan flores enormes en la cabeza y se espetan un cigarro en la boca; ¡y ay del turista que ose tomarles una foto sin aflojarles un peso! Sus viejos recurren a lo que tienen y a lo que son capaces de crear con lo que poseen con tal de aumentar sus escasos ingresos: un ratón sobre un perro, una mascota con espejuelos y sombrero (curiosidades circenses, podemos decir); una guitarra, un par de maracas y una voz más o menos desafinada. Muchos cantan. También sirven de taxistas, de guías turísticos y de acompañantes. Algunos venden sus cuerpos. Alquilan sus habitaciones, sus “chips” de teléfonos celulares, y cambian dinero americano en su equivalente (sin los permisos estatales). Tienen el sistema de transporte más pintoresco que he visto: automóviles antiquísimos reparados y remozados (con lo que aparezca) de las maneras más estrambóticas… descapotados, pintados de colores brillantes, adornados con banderas cubanas (uno desplegaba la puertorriqueña), con luces rojas y azules, con parafernalia atractiva; bicicletas, motoras, bicitaxis, carretas haladas por caballos, carros diminutos, es decir, minúsculos, camiones, autobuses repletos a más no poder. Las librerías protagonizan los callejones; en ellas, la cara del Ché ocupa las mesas principales. La calle Obispo es jangueo obligado, diurno o nocturno, aunque sus noches son cortas. Allí está “La Bodeguita del Medio”, un espacio apretado y ruidoso que tiene comida, música, humo e historia, y donde sus visitantes estampan su firma en las paredes centenarias.

Una mañana conocí a Teresa. Me asomé a la acera que bordea el Hotel Plaza para tomarle el pulso a la temperatura de ese día. Al otro lado de la calle, ella, una mujer de mediana edad me avistó. Sacudió los brazos en forma de saludo y me sonrió generosa, mostrando un hueco en donde se supone que se asienten los dientes frontales. Vestía un sencillo traje de nilón con los hombros al descubierto y el talle fruncido, que delineaba unos pechos desolados. Chancletas en los pies. Cruzó la calle tan ligero como pudo, abrió los brazos y me abrazó efusiva. ¿De dónde eres? ¿Cómo te llamas?, me preguntó sin dejar de sonreír. Entonces me agarró las manos y me espetó un par de ojos suplicantes, dame ropa, dame zapatos, no te pido chavos, te pido ropa para mis hijas, que son así como tú, anda, dame jabones y pasta de dientes… Me quedé muda de excusas. Teresa me apremiaba y me abrazaba. Me rogaba y me abrazaba, y yo no pude sino responder a su súplica. Vengo ahora, le dije, a lo que ella me respondió con una seguridad que parecía innata, aquí te espero. Subí por las escaleras de mármol del hotel de pisos en mosaicos, entré a la habitación 431, con dos camas de colchones delgados y, en el baño, medio rollo de papel sanitario, abrí mi maleta, rebusqué, rápido, que Teresa me espera, tomé un par de pantalones y camisas, mis pijamas, mi pasta de dientes, jabón, talco, crema para el cuerpo y lo enfundé todo. Bajé casi corriendo las mismas escaleras que subí. Teresa me esperaba. Me abrazó y me besó. Cien veces lo hizo. Me pidió 40 pesos para comprar leche (el equivalente a poco menos de dos dólares americanos). Le di 20 CUC; para ella serían 500 pesos en la moneda nacional, con lo que podría ir a una bodega y adquirir arroz, aceite, azúcar, una cajita de fósforos, entre otros bienes de primera necesidad, cuyas compras se limitan a lo estipulado en las libretas. (No se incluye el jabón, pasta de dientes o papel higiénico.) Gracias, gracias, me decía entre más abrazos, con su boca desdentada y su vientre protuberante. Su petición final fue hacerme anotar en mi libreta su nombre completo y su dirección, “para que me mandes chavos desde Puerto Rico”. Esa noche Teresa se me metió en mis sueños.

Fui a La Habana a presentar mi libro, “Aquella manía de quererse en silencio”, como una de las exposiciones que se hacen en la feria del libro con escritores internacionales. Allí estuve el viernes, un poco antes de las tres de la tarde, en la Sala Alejo Carpentier. Mariana Venero, la editora a quien conocí en la FIL de Miami y quien me invitó a la feria, estuvo en la mesa conmigo, alivianando el momento y comentando la novela. El público también formuló preguntas, y yo estuve encantada de compartir con mis hermanos antillanos tanto gusto por la lectura. Porque eso sí, en Cuba, la gente lee. Esos diez días que dura la feria se convierten en una verdadera fiesta de pueblo. Un maremoto de gentes transita por las cuestas y los espacios abiertos de San Carlos de la Cabaña, el morro cubano, tan parecido al puertorriqueño. Música, comestibles típicos, helados y refrescos para apaciguar el sol candente, carpas atestadas de libros usados (algunos nuevos), vendidos a un equivalente de un dólar, cincuenta centavos o hasta cinco centavos. Y su gente. Regalé mis libros. No, no se venden. Se donan a las bibliotecas, a gente particular, quienes ya se han acostumbrado a reciclarlo todo, a compartirlo todo, a hacer turno para que muchos lean un mismo libro, a no desperdiciar lo que nosotros tiramos como si nada.

Existe entre los cubanos que conocí una conexión con el puertorriqueño, un sentido de fraternidad, la alegría de saberse hermanados por una historia y unos próceres comunes; eso imagino. No hubo cubano que se le iluminara la mirada y repitiera los versos de nuestra Lola Rodríguez de Tió al advertir mi origen: “Cuba y Puerto Rico son de un pájaro las dos alas”. Entonces se me obstinó en algún lugar del alma la imagen de dos hermanos que los han obligado a separarse cuando eran aún niños. Dos hermanos con una madre (y un padrastro) en común; dos hermanos que, al reencontrarse, celebran la sangre que los unió, la de la bandera bonita, idénticas las dos, la monoestrellada, con sus colores invertidos, pero el mismo rojo sangre, la sangre patria, la sangre que uno vertió y el otro negoció.