Macondo en Borikén

Cultura


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“…son tantas cosas bellas…”

A nuestra ínsula

y al que supo contar

de una manera tan genial y hermosa

que raya en lo absurdo.


Macondo es ese lugar excéntrico, extraño, increíble, extraordinario; presente en el imaginario colectivo de nuestro pueblo, incluso en los que no hayan leído la obra magistral que lo catapultó. El nombre, la idea o el concepto forma parte de nuestra cultura popular hasta el punto de que denominamos ´macondino´ a todo aquello que nos parece absurdo, incoherente, ilógico, disparatado o que no logramos comprender. Concretamente, a través de alusiones en los textos: La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y en algunos cuentos de Los funerales de la Mamá Grande, tales como “La siesta del martes” y “Un día después del sábado”, los lectores nos acercamos a este espacio. No obstante, es en Cien años de soledad que completamos el rompecabezas, de modo que tenemos un cuadro completo de la´localidad´.

Este lugar o no-lugar estuvo plagado de transformaciones. En sus orígenes era una especie de Arcadia; un lugar ideal para la convivencia donde los bienes y los recursos se distribuían de forma equitativa. Asimismo, este espacio era el hogar de los Buendía, familia con la que nos podemos identificar o al menos con alguno de sus miembros. Sin embargo, en Macondo hubo intromisiones, distinciones, pestes, cantaleta, rencores, un cuarto en el que siempre era el mismo día, orden, desorden, estructura, memorias que vienen y van, muertos que regresan, seres solitarios y locos, mujeres longevas y exóticas,  diluvio, tren, compañía bananera, viento mortal y castaño en el que murieron hombres de la familia. También, albergó manuscritos, un engendro con cola de cerdo, espejos, incestos, mariposas amarillas, gitanos, pescaditos de oro y la sensación de que el tiempo no transcurre.

Es posible leer ese Macondo, que pertenece a todos y que podría considerarse como una alegoría del mensaje bíblico o como representación de la historia de América Latina, desde diferentes perspectivas; pero poco importa, puesto que se extinguió. Macondo se desvaneció. ¿Qué hacemos o qué haremos para que nuestro pequeño (en tamaño) Macondo, con todas sus implicaciones, contradicciones, problemas sociales y complejidades, no desaparezca?

Nuestro Macondo no es ficticio ni es un no-espacio. En nuestro Macondo coexisten habitantes sabrosos, alegres, decentes, fajones y trabajadores que dan la milla extra, viven y luchan el terruño. Además, esa mancha de plátano se combina con un Río Grande de Loíza, hijos del sudor, Bayoanes modernos, yerbas brujas, grifas negras, encendías calles antillanas; así como con paisajes impresionantes, en ocasiones, imposibles de apalabrar.

Quiero pensar que todos somos un Buendía criollo, puertorro, boricua, de pecho infla’o (Sí, lo sé; lucía y orgullosa. Es que soy del pueblo de Palés, de Tite y del que tiene una de las plazas más bellas). Así, que toca replantear, reevaluar, reflexionar, remirar, retrabajar y reamar a nuestro Macondo particular; sin miedo. Con el propósito de que persista es vital que recomencemos el texto o que reinventemos una prolongación en la que la palabra ‘soledad’ no sea la protagonista. No permitamos que un foráneo nos narre ni redacte nuestro manuscrito; que escribamos, día a día, un borrador que esté sujeto a cambio. Nos toca decidir si condenaremos a nuestra estirpe, si la perpetuaremos y si tendremos oportunidades aquí; sobre nuestra hermosa isla caribeña.