Para calentar los motores

Cultura

Durante el próximo semestre circulará en las librerías del País, y por internet, al resto del planeta, la colección de cuentos Catarsis de maletas. En el mismo hago una selección de las cinco decenas de cuentos que he ido realizando durante los pasados 20 años. Este libro se une a dos títulos anteriores que he tenido el privilegio de compartir con los lectores. En el primero exploro el género del microcuento y se titula Universos, publicado en el 2012 por Isla Negra Editores. El segundo libro es una antología poética personal, que pasa revista por 29 cuadernos; lleva por título Testamento y fue publicado por Publicaciones Gaviotas en el 2013.

Dicho lo anterior, y para ‘calentar motores’ con respecto a la salida de Catarsis de maletas, comparto con los lectores de El Post Antillano, la pieza que abre esa colección. Se titula Al amparo de las flores, cuento que desarrolla su trama con elementos históricos y que indaga, además sobre los orígenes de una tradición veraniega, propia del litoral de la bahía de Cataño.

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Al amparo de las flores

En el primer expediente del Legado 3313, de la Sección Ultramar del Archivo Histórico Nacional de España, se dice que el 23 de febrero de 1824, durante la gobernación de don Miguel de la Torre, siete esclavos y una esclava fueron capturados en aguas de San Juan. Tripulaban una lancha robada con la que pretendían convertirse en hombres y mujeres libres. Fueron apresados por el capitán de un buque de guerra inglés que fondeaba en la bahía. Lo que no está documentado en el mencionado expediente, porque todos los esclavos mantuvieron el más hermético silencio, es lo que sucedió con Esteban, esclavo de la Hacienda Tomás.

Todo ocurrió cuando la pequeña embarcación, a duras penas, pasaba cerca de las famosas tierras heredadas por un médico español. (Terrenos que no eran otra cosa que un inmenso y desproporcionado mangle. Puritos kilómetros de mangle en los que se perdió el grito de Hernando de Catania, cuando supo que aquello era lo que obtenía a cambio de su permanencia involuntaria en la Isla). Pero eso había sucedido dos siglos atrás. Y en ese pasaje del litoral, Esteban, junto a una mujer y siete hombres que buscaban escapar, remaba mirando -con angustia y con insaciable curiosidad- el tupido follaje que servía como cortina adecuada y necesaria para su paso clandestino por la bahía.

Días atrás, los esclavos no habían dudado a la hora de arrojarse a la empresa; en su mirada era evidente que estaban arriesgando todo. Y, aunque el cansancio era extremo -las paupérrimas viandas que consumieron antes del viaje no dieron para más-, sus fuerzas aún no llegaban al límite. Cada brazada se revitalizaba cuando el abusivo yugo del hacendado acudía a la memoria; los músculos se tensaban ante la imagen del látigo implacable del capataz, y el candente sol que los bañaba de sudor en cada movimiento de remos era el mismo tirano, tropical e inclemente, que prolongaba las jornadas interminables de trabajo. En aquella hacienda, el suelo duro en el cual dormían apretujados no permitía otro sueño. Era el mar abierto, que de vez en vez y de cuando en cuando se podía contemplar desde la distancia, el infinito al cual acceder.

Aconteció que Esteban tocaba el cuero de un barril cuando se enteró de los actos de valentía en el país de los negros libres, Haití. Y fue durante esa celebración de bomba, una de las pocas que se les permitía a los esclavos, cuando tomó la decisión de unirse a la fuga. La mujer de la nación de Ulloa, que movía con destreza una maraca de higuera, lo abordó de forma discreta mientras el ritmo consistente del buleador diluía las voces. Ella y siete esclavos más tendrían participación en la escapada. Esa noche, Esteban observó las constelaciones buscando una señal. Miraba con asombro la brillantez estelar y, cuando vio un resplandor fugaz tras el horizonte, recordó el momento en que, siendo niño, su madre se interpuso para que no le marcaran con el candente carimbo. La memoria del gesto humedeció la mirada, y supo que esa era la señal. En las inmediaciones todavía la fiesta continuaba, y Esteban secó y sacó su dolor cantando en alta voz el estribillo que decía: “¡Al amparo de las flores, encontrarás la atalaya!”, y repetía cada vez con mayor volumen: “¡Al amparo de las flores, encontrarás la atalaya!”, hasta que emergió de sí un grito sonoro, más grave, cuando se entregó a los pasos de los bailadores que marcaba el subidor.

En el mar, la mujer y los ocho hombres permanecían silenciosos mientras el chapoteo sacudía la escuálida embarcación. Sin embargo, Esteban sintió el rítmico latido-base del tambor. Inesperadamente, de su interior comenzaba a fluir el mismo coraje, la misma indignación que expresaron longevas metáforas entonadas por esclavos y esclavas bozales; hombres y mujeres que habían disfrutado, entre carabalíes o mandingas, el sabor de una libertad arrebatada por la trata.

Y en pleno discurrir, entre ramas endebles que exhibían raíces sumergidas en un azul diáfano, cuando Esteban murmuraba la letra de aquella canción, la embarcación comenzó a despegarse de la costera vegetación para tomar rumbo hacia el Norte. Las olas, cada vez de mayor tamaño, salpicaban el interior del bote. En aquel punto del trayecto, él había sido relevado de los remos, y dirigió su mirada, nuevamente, hacia los matorrales que quedaban atrás.

Tuvo que colocar su mano en la frente, de modo que no molestara el resplandor del sol, para ubicar, ya a lo lejos, entre la espesura del sur, pequeñas flores rosadas que cubrían un pequeño sector de la superficie del mar. Sin darse cuenta, casi de manera automática, Esteban todavía susurraba las palabras de aquella canción, cuando la silueta enorme de un buque de guerra se dibujó en el horizonte.

Contra la vertiginosa carrera del tiempo, Esteban miraba el rostro de sus compañeros y la embarcación que se aproximaba. Cuando se percató del significado sonoro que aún entonaba, y como si de una revelación se tratara, les gritó: “¡Al amparo de las flores, encontrarás la atalaya! ¡Es hacia el Sur, compañeros! ¡Hacia la alfombra de flores!”, repetía.

-¡No, hermano! ¡Es hacia allá! -le dijo Ramón, el carabalí, que indicaba con su índice la desembocadura de la bahía.

-¿Alguien me acompaña?-preguntó Esteban observando directamente a la mujer de la nación de Ullo. Y, ante el silencio imperante, se lanzó de la pequeña lancha.

Después, el capitán de aquel buque con bandera inglesa, luego de cerciorarse de la existencia del fugitivo bote, dio la orden de captura. Y mientras los nuevamente esclavos eran subidos a cubierta, un pequeño punto se movía a la distancia, entre las rosadas flores que bordeaban los mangles del sur.

Pasado un siglo, lo que se transformó en un poblado pesquero celebraba, cada verano, un cruce a nado que gozaba de respaldo general. A ambos lados de la bahía, familias completas asistían al concurrido evento que se efectuaba a pleno sol, sin saber que con la gesta del negro Esteban se había comenzado una tradición.