Cacahuatl

Historia

La madre calcaba en los brazos la silueta de su niño, registrando en su progresiva liviandad, la evaporación del pequeño cuerpecito. Otros niños del poblado, curiosos, se arremolinaban al novedoso espectáculo, en un coro de incomprensibles risitas. La culpabilidad le estremecía el alma. En su lucha con la idea de ser responsable de lo que pasaba, clamaba al universo, a la vez que acorazaba su mente del inevitable pensamiento, de lo peor.

Las manitas del bebé, acompañadas por unos respiros cada vez más tenues, colgaban fláccidas por entré sus piernas. Su pequeña lengua se le había hinchado al punto de forzar abierta su boca, mientras la saliva rodaba por sobré unas mejillas tan pálidas, como las nubes que sobrevolaban la escena. Habían tratado de hacerlo vomitar, en un desesperado intentó por sacarle el veneno que le consumía las entrañas. Pero el niño, paralizado por el miedo, se había resistido.

Pensaron llevarlo a un médico que escucharon había, varias encomiendas hacia la costa. Pero la distancia, y la brutalidad del viaje a caballo, los hizo desistir de la idea. Resignados, y luego de una espera que traicionaba la esperanza, accedieron a la oferta de llamar al curandero de la aldea, el cual, en pocos minutos, irrumpía como parte del drama. El padre, al ver al octogenario esqueleto que deambulando hacía su entrada entre azotes de hierbajo al cuerpo, y sahumerios que parecían brotarle de los poros, se debatía entre la duda y la creencia. Los presentes, abriéndole paso con reverencia al herbolario, revelaban en sus rostros el alivio de que por fin, el niño se recuperaría.

De inmediato el curandero intentó comunicar lo difícil que sería salvar al niño. Según éste, los poderes que se apoderaban del pequeño estomago eran no sólo ancestrales, sino también extranjeros en estas tierras, y por lo tanto, poseedores de unas estrategias de muerte arduas de descifrar. Entró entonces el brujo, parado frente al niño, en un trance catatónico que, contagioso, adhirió a todos los presentes en un silencio como de estatua, dejando pasar el tiempo. Todos mantenían una mirada y actitud de calma ante los sucesos, como si observando a un maestro en acción. El Don de todas aquellas tierras, por su parte, al ver a su niño írsele de este mundo, se disponía a empuñar su espada y terminar todo aquello, despescuezando de una vez y por todas al inútil curandero, cuando una leve tocada del arrugado y esquelético índice en la frente del niño, provocaba en éste más vigoroso de los vómitos. Una sustancia viscosa, del color de la guayaba, envolvía los pedazos de cacahuate, que como infernales utensilios de la vengativa meseta Mexica, habían llegado en el último galeón español al puerto de Manila.