Recomendaciones oportunas para leer poesía: Cielopájaro /Mairyn Cruz-Bernal

Crítica literaria
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Dejar el libro a la deriva de la mesa de noche, como esa botella de náufrago que se mece por la inmensidad del mar, dejarlo viajar en la paz de la tormentas, dejar que lo arrulle una ola y algún día lo vuelva sedimento de tu playa. Dejar el libro, digamos Cielopájaro,  como se quedan las piedras fundamentales a la orilla del camino y verlo hacerse paisaje en tu vida.  Pero una noche de insomnio, tal vez un martes, con la tenue luz de la lámpara abrir una página al azar y viajar por los vientos del pájaro. Leer el primer verso, a  fuerza de decir tantas cosas, se me rompió la voz. Luego, cerrar el libro y soñar con el silencio.

Nunca debes comprender la poesía, solo debes dejarte llevar por la emoción. Al pasar de los días, tal vez una estación, recuperar el libro y volverlo abrir, obvio debe ser de madrugada, esta nueva página sabes que te gritará con tal intensidad que debes leer muy despacio. Yo sé inventar el amor /como aquella foto donde está la sombra de Neruda / así he puesto tu sombra en mi espalda / la siento respirar en mi cuello / / imposible dejarte ir /( …) volver a repetir el verso como un rezo, suave letanía de los amantes. Yo sé inventar el amor. Después cierras el libro y te duermes. A la mañana siguiente te levantas, haces la rutina: cepillarte los dientes, preparas la vida cotidiana, tal vez los hijo/as a la escuela. Luego de subes al auto, oyes la radio, las noticias o algo de rock, a saber. Llegas a tu oficina, enciendes el computador, abres un archivo y escribes la frase “yo sé inventar el amor”. Suspiras. Tu cabeza divaga y de repente alguien te dice que urge un informe, la carcoma de lo diario te atrapa. El trajín se impone, pero al libro lo atrapo tu marea. Una fuerza de gravedad inclaudicable lo hace orbitar en tus emociones. Regresas a tu casa y entre esto, aquello y lo otro los días se hacen humo. Pero antes de la tercera noche, un rumor llena la habitación. Enciendes la luz, observas con quietud, estiras la mano y el Cielopájaro -que habita en tu mesa de noche- te indica la hoja. Veo el color que se derrama para crear el día. Las palabras te envuelven. Sigues en la lectura y te enredas como hilo de cometa en el cielo del viento. Oyes que te dice. Mujeres hilanderas / cómo quisiera que me cosieran un vestido humano / sobre esta piel que ya no siente / un vestido humano / como un pie para el poema / (…) Cierras de golpe el libro, el vértigo se hace precipicio en el borde de tu cama. Te levantas impelido y deambulas por el jardín, riegas las plantas.  (Si no tienes jardín, busca la maceta de la ventana y le das de beber) y te imagina como la luz hace el día. Como tu sed besa al náufrago que llega a tus costas. Regresas a tu habitación, con ansias abres el libro y subrayas los versos, los lees una y otra vez. Hasta que el cansancio se impone y las sombras hilvanan el texto de los sueños. cuando duermes el libro Cielopajaro se hace en ti, por eso vuelves al inicio y recuerdas, Hacíamos el amor en una silla / él tenía el pelo largo que me gustaba echar hacia atrás / el pelo largo que me gustaba oler / que me gustaba enredar // mientras me apretaba firme (...) era una silla y dos personas estando /sintiéndose / el uno entrando algo que se dejaba entrar en la una / y una simple silla de madera despintada / aguantando todo el peso de dos vidas (…) Despiertas de un sobre salto, has hecho el amor como nunca antes, te bajas de la cama y buscas un crayón rojo y subrayas todos los versos. Los marcas con pasión, con ese delirio cuando hacías el amor en los sueños.  Pero la vida continúa y sigue el óxido de los días gastando el calendario. Un día te sientes mal, vas al médico, te recomienda unos exámenes y vuelves. Pero esta segunda vez te llevas el libro de poesía a la clínica del doctor/a, te habla sobre tu salud, te informa de un diagnóstico. Tú lo ves con una sonrisa, abres el libro y le lees un fragmento. Pasa el día / no hablo / no quiere decir que haya dejado de pensar // pero la solución a tanto trauma / es el silencio / así me desvisto (…). Obvio, el doctor/a no comprende. Después, claro, le aseguras que seguirás todas sus sabias recomendaciones y te tomaras el tratamiento de antibióticos impuesto. Pero solo allí comprendes que el amor a la poesía te da salud, solo allí comprendes que hay mil pájaros con alas de infinito volando en el borde de tu cama. Regresas a tu casa,  te instalas en la habitación y le devuelves el lugar al libro, al borde de tu mesa de noche, ahora sabes  que es un volcán -en erupción- de tu paisaje. Lees la receta, abres el sobre, tragas las pastillas con un sorbo de agua y regresas a la lectura. Manos que aplauden / íntimas manos que se alegran / manos que tocan la cuevas / circunnavegan los miedos / manos nunca asesinas / amorosas manos que sanan el cuerpo / manos denudas/ (…) miras tus manos, te ves creadora, tomas un lápiz y haces un contra poema al poema de Mairyn y, al fin, dilucidas que la poesía te inventa, te hace completamente divina, alada, inmortal. Eres la creación de la palabra en tu ser.