Carmelo Rodríguez Torres o la espinísima ferocidad de la desmesura y otros demonios caribeños más dulces que la sangre

Crítica literaria
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a Kianí y Yamil; a Ana Lydia Vega

En días recientes se ha ventilado la noticia de que la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras (UPRRP), le otorgará el jueves, 10 de marzo de 2016, el grado de Doctor Honoris Causa al escritor chileno Antonio Skármeta Vranicic. (Justo el día antes del comienzo de la séptima edición del Congreso Internacional de la Lengua Española a celebrarse en San Juan de Puerto Rico entre los días 11 y 20 de marzo.)

Este grado académico excepcional se otorga a claustrales o a ciudadanos que “por sus contribuciones al desarrollo de las Ciencias o de las Artes, o de cualquier otra manifestación del saber humano, ya en su campo profesional, o mediante actuaciones que promuevan el desarrollo de los valores más preciados de la humanidad”. Según palabras del rector, Dr. Carlos E. Severino Valdez, esta distinción se le confiere a quien “con su incansable quehacer y dedicación a la academia y a la humanidad ha sido motivo de honra” para tal Institución.

Acuden a mi pensamiento las vistosas etiquetas que se le suelen endilgar a aquello que proviene del trópico. (Diseñadas, sobre todo, para propiciar el turismo cultural.) Si aumentamos la lente y reducimos el margen panóptico: del Caribe. Uno de los lugares comunes vinculados frecuentemente con estas tierras calientes es la desmesura. Esa dama tan proclive a provocar malentendidos y distorsionadas generalizaciones que desembocan en la forja de exóticas etiquetas con fines de exportación. (Durante las últimas décadas del siglo XX, en el mundillo de las letras, el embajador por excelencia de ésta fue bautizado “realismo mágico”: esa florida piñata en la cual se acomodan a gusto dictadores centenarios, lloronas y otros (des)aparecidos, putas sandungueras, galeones hallados en medio de la más intrincada selva, heroicos forajidos, hordas de sabandijas insaciables, circos trashumantes y mecánicos salpicados con mariposas amarillas más un largo etcétera.)

Es justo consignar que también me visitan los postulados plasmados por Albert Memmi en su emblemático Retrato del colonizado. Y es que el rescate de la identidad individual y colectiva de un pueblo no se conjuga hasta tanto no se asuman plenamente sus raíces étnicas. Desafortunadamente el estático paisaje colonial propicia que esto siga siendo el más doloroso carimbo espiritual de los puertorriqueños.

Más allá de querer restarle méritos al talentoso colega chileno (y de soltar al vuelo mis coléricas avispas), repaso detenidamente los argumentos que fundamentan la notable distinción y no puedo dejar de pensar en un injustamente olvidado Carmelo Rodríguez Torres. Examino el no menos vasto expediente de servicio del Maestro viequense (su desempeño como catedrático universitario tanto como escritor) y concluyo, desapasionadamente, que el mismo es como uno de esos diamantes azules extraídos a unos 40 kilómetros al noreste de Pretoria. Que la hoja de servicios del oriundo de Playa Grande equipara con la del rubicundo hijo de Antofagasta (y la de cualquiera otro creador de gran calibre) pues igualmente “amplía los horizontes humanos para despertar la sensibilidad y la imaginación”. Así que, también en el caso de Rodríguez Torres: “esto basta para agradecer, sobre la base de su extraordinaria producción literaria, la deuda de los PUERTORRIQUEÑOS por sus aportaciones a los diferentes frentes de la cultura latinoamericana y universal”.

A través de toda la obra de Rodríguez Torres está presente la impronta de su preocupación por el discrimen racial que enfrenta el negro en su sociedad como consecuencia de una imposición de valores ajenos a nuestra esencia como pueblo. Su proyecto consiste en reafirmar la conciencia de la negritud enraizada en lo boricua más allá de huecas estampas folclóricas. Veinte siglos después del homicidio (1971) denuncia y condena la ocupación de su natal Vieques por la Marina de Guerra estadounidense y el conflicto político-social generado por la ajena presencia. Las constantes rupturas espacio-temporales, la tacaña corporeidad en la caracterización de sus protagonistas (salvo Pedro y Realidad), la irreverencia soez y sicalíptica así como el fuerte componente lírico, dislocan el hilo de la narración hasta eclipsarla y convertirla en intrincado laberinto que entorpece el anclaje limpio y claro de la trama. La resistencia a narrar linealmente y la proclividad a fragmentar lo que se cuenta, dificultando con ello asir el hilo conductual de una anécdota central, matizan un enamorado regusto del autor por las palabras que lo hacen copartícipe de ese linaje barroco tan caro en colegas como Carpentier, Sarduy, Cabrera Infante y su compatriota Luis Rafael Sánchez.

No obstante, la reciedumbre y belleza de la obra se imponen y ésta termina siendo un poema trágico de dimensiones épicas. Con esta novela, su autor incorpora en su momento la narrativa puertorriqueña a la corriente latinoamericana de más renombre universal.

Rodríguez Torres es, además, autor de otros títulos de excelencia literaria. Sobresalen entre éstos, Cinco cuentos negros (1976) y las novelas La casa y la llama fiera (1982), y Este pueblo no es un manto de sonrisas (1991). En definitiva, el artesano de la palabra que motiva estas líneas hace rato dejó de ser un aprendiz de guaraguao dibujando círculos de equilibrada geografía por el techo de este mundo.

Entonces, se me ocurre preguntar: ¿hasta cuándo la espinísima ferocidad de la desmesura? ¿Por qué persiste entre los propios puertorriqueños la actitud de soslayar --cuando no, de minimizar-- los méritos de valiosos autores del patio?

La obra de Carmelo Rodríguez Torres posee suficientes méritos que no deben despacharse con ligereza deportiva. Mucho menos, con aséptica indiferencia.

El sinsabor que esta noticia me ha dejado en la boca, me lleva a recordar la más efectiva campaña publicitaria que desde muchacho vengo escuchando. Ésta apela a hinchar nuestros pechos, cual palomas en celo, y, al son de “Puerto Rico lo hace mejor”, nos conmina a no escatimar en derrochar gentilezas ante quien nos visita de allende los mares. Y como anfitriones, lo hacemos tan y tan bien al pie de la letra, que, llegado el momento de compartirles algo a los compueblanos, sólo almendras amargas van quedando en la cajita metálica de nuestros corazones. Así de manisueltos solemos ser los portorros: incienso, oro y mirra para los huéspedes; mondongo para el del patio. Me temo que mucho de orfandad y miseria en el fondo de esta irónica realidad hay.

¿Por qué nos ocupamos demasiado en llenarnos los ojos aquilatando lo foráneo antes que lo de aquí, lo puertorriqueño? ¿Serán los todavía cansinos rezagos de mentalidades colonizadas? (Esto, habiendo descartado de antemano la remota posibilidad de que en tan sordo olvido pesara el hecho de que sobre la piel de Rodríguez Torres se quedó dormido el Sol.)

No, no es que para combatir el insomnio haya adoptado como mantra los versos de un oportunista de turno: “Dichoso aquel que no ha visto / más río que el de su patria”. (Examinados con la cabeza fría, no será difícil percibir el rancio chovinismo que supuran.) Mi queja va más allá de un mero desliz de estrabismo nacionalista.

¿Acaso esperaremos a que, cuando el puertorriqueño Carmelo Rodríguez Torres ya no camine más entre los vivos, sembrar una estatua y que sobre su magnífica cabeza se despiojen y defequen los pájaros, y con ello, cada vez que veamos la regia réplica coronada de laureles y azucenas, condenarnos a recordar nuestras pobre gratitud y desmemoria colectiva para honrar OPORTUNAMENTE a uno de nuestros mejores escritores?

Last but not least (bonus track)

Para quien todavía desconozca el quehacer del insigne boricua, desenfundo este botón, pequeño pero ilustrador: https://www.youtube.com/watch?v=erT9D7jY2vk