[En Puerto Rico la vida es] Puro Teatro [sobre todo para los anexionistas]

Cultura

(San Juan, 1:00 p.m.) La vida política es un drama, con guiones, actores y escenarios. En la política, como en el teatro, se dramatizan historias que pueden ser atractivas y excitantes, pero que no son reales. El objetivo en ambos espacios creativos es influir en la vida colectiva de los seres humanos, y en el modo como estos perciben su mundo.

La diferencia entre ellos tiene que ver con el objetivo de la influencia. Para el director de teatro Richard Schechner, autor del libro Performance Studies, el drama teatral interesa proveer al espectador de un momento de fantasía, desplazando su conciencia hacia la zona del “make-believe”, de lo pretendido. Los que leen la obra o asisten al espectáculo disfrutan de un momento imaginario que finaliza cuando se baja el telón. En cambio, los guiones políticos tienen el objetivo de crear ilusiones, igualmente falsas, con el propósito de que perduren por siempre como creencias en la vida cotidiana de las personas. A ello Schechner lo llama “make belief”, o construir la creencia.

El rango de fantasía del quehacer teatral es reconocido tanto por la comunidad que lo hace posible como por el público que lo disfruta. Sin embargo, la construcción de una creencia a través de la actuación política pretende que la audiencia pierda la conciencia del performance, haciendo pasar lo fantasioso como si fuera algo real.

En todo caso, el problema no reside en las ilusiones políticas como tales, sino en los contenidos de las propuestas realizadas y los actores políticos que las animan. Dicho de otro modo, el drama político se torna humano cuando lleva a los ciudadanos a pensar sobre problemas de su existencia colectiva y procurar salidas a sus encrucijadas. Sin embargo, se deshumaniza cuando se convierte en una farsa para manipular las mentes de las personas desde el ejercicio autoritario del poder que ejercen muchos líderes. Pienso en un Flautista de Hamelín criollo, impresionando a gentes desamparadas con su verborrea para llevarlos a morir en el río.

Como en todo país del mundo, la historia puertorriqueña está repleta de narrativas que pueden ser consideradas teatrales. El nacionalismo puertorriqueño colocó en escena el drama del despojo colonial, dramatizando la lucha de un pueblo contra los usurpadores, incluyendo la presencia de una milicia de Cadetes de la República en un escenario engalanado con parafernalia patriótica. También ha habido ficciones, como la increíble historia de un imperio insaciable pactando convenios con un territorio bajo su pleno dominio, que uno de los actores de la obra ubicó en el genero de la farsa.

A los partidarios de la integración de Puerto Rico en el sistema político de Estados Unidos se le ha hecho más difícil elaborar tramas creíbles, dadas la proverbial renuencia del actor principal metropolitano en aparecer en escena y la incomodidad de adornar el escenario con imágenes de un patriotismo extraño.

Los artistas del anexionismo fundacional, quienes montaron sus carpas sobre el tablado de la sociedad rural nuestra, interpretaron guiones sobre la transición entre la vida política bajo España y las esperanzas que colocaban en la nueva metrópoli. En las narrativas de aquellos tiempos los habitantes de la antigua colonia española se trasfiguraban en ciudadanos civilizados por el influjo de las ideas democráticas de su nueva metrópoli colonial, a la vez que accedían al mercado mas poderoso del mundo. Ese drama dominó el discurso de ese viejo anexionismo por muchos años, hasta que el industrialismo promovió la desaparición del campesinado pobre del país, creando una nueva clase de indigentes urbanos.

En sus inicios, los guionistas del nuevo anexionismo emborronaron un guion que titularon, “La Gran Tarea” cuyos personajes se comprometían a laborar incesantemente por el desarrollo del territorio a fin de prepararlo para su futuro ingreso al concierto de estados de la metrópoli. Como pocos se entusiasmaron con la propuesta, acabaron celebrando la idea de un territorio socorrido por fondos procedentes de la metrópoli, sobre todo aquellos que servirían para aliviar las cargas de los más necesitados.

El guion titulado, “La estadidad es para los pobres”, elaborado a mediados de los años setenta del siglo veinte, contaba la historia de una colonia arruinada, habitada por un pueblo de gente desamparada, que ingresaba a la metrópoli como grupo étnico para ser parte de su universo de pobres. Cuando se fue desdibujando la trama de un país de menesterosos viviendo de limosnas en el sueño americano, los nuevos guionistas idearon un nuevo melodrama titulado, “La anexión como derecho ciudadano”. Era la historia de ciudadanos del pobre territorio cuyos poderosos jefes exigían a la metrópoli que dejara de actuar a partir de sus propios intereses y les abriera las puertas de entrada al imperio como una obligación.

En los escenarios que instala el anexionismo moderno la figura de la metrópoli siempre se encuentra oculta, detrás de las candilejas. Los actores la mencionan; pero ella nunca está presente. El libreto siempre es una variación de la misma historia: la de un pueblo desdichado, dirigido por hombre ricos, de piel blanca, que toca las puertas de una metrópoli de capitalismo a ultranza y racismo feroz para que albergue en su seno a un territorio empobrecido cuyos habitantes de piel de bronce no hablan su lengua. 

Como en tantos espectáculos de fantasía, la historia culmina siempre con una buena dosis de realismo, pues los propios guionistas y sus principales actores siempre abandonan el escenario criollo para buscar fortuna en algún estado (Maryland y la Florida son los favoritos), vivir en algún vecindario privilegiado de la metrópoli amada, o para simplemente vivir sus derechos ciudadanos distantes de la colonia que dejan hecha pedazos. “Ahí te dejo ese desastre”, es una línea persistente en los sainetes.

Los grandes dramas hoy cuentan con rótulos en los cuales los pueblos históricos del país aparecen apellidados como ”cities”, figuras religiosas adornadas de prendas, quienes predican sobre un Dios machote y lujurioso, o la representación de los luchadores por la anexión al estilo de las cuadrillas de racistas armados, como las que abundan en el país de las maravillas.

Más allá de las fantasías, los anexionistas nunca se ocuparon en trazar un plan para desarrollar el territorio, de modo que fuera presentable en sociedad. Más bien, hicieron lo contrario: le cogieron el gusto a vivir de la lealtad de los ciudadanos más necesitados. Tanto beneficio les representaba el pobre que acabaron forjando generaciones de ciudadanos fascinados con la dependencia en fondos federales y dispuestos a que todo un país dejara de serlo para convertirse en una mera minoría étnica al interior de Estados Unidos.

Es un drama que hace muchos años dejo de ser proyecto político para trocarse en mero anzuelo para mantener las riendas del poder territorial en manos de un club privado de expoliadores al que le han puesto el nombre de “partido “. Por la importancia que tiene el apoyo de los infortunados en el juego de colocar sus manos sobre el cofre del dinero público, realizan todo tipo de jugarretas para contar siempre con una gigantesca población de pobres esperanzados.

Como en todo drama, las ilusiones terminan cuando la realidad las convierte en decepción. La farsa comenzó a desmoronarse cuando se hizo publico otro guion escondido: aquel que muestra a las élites del mundo de blanquitos codiciosos añorando un Puerto Rico sin puertorriqueños y cogiendo de pendejos a los suyos. Solo los incautos quedan aun sentados viendo el drama fracasado en el que ellos son tristes protagonistas.

Están montando el tablado. Esperan que la audiencia aplauda al final de un monólogo en el que el ladrón cuenta la historia del rico que vivía de los pobres.  Pero es un mal momento para ese tipo de farsa que es puro teatro, falsedad bien ensayada y estudiado simulacro.

Ello anuncia asimismo el final del espectáculo triste. No hay aplausos.  ¡Qué baje el telón!