La música como proyecto nacional” [en Antonio Benítez Rojo, La isla que se repite]

Cultura

En 1911, el antropólogo cubano Fernando Ortiz señalaba que la división racial, consecuencia de la plantación esclavista, era “motivo de honda y fuerte desintegración de las fuerzas sociales que deben integrar nuestra patria y nuestra nacionalidad”. Según Antonio Benítez Rojo, el remedio que proponía Ortiz era “la enseñanza de la música, en particular el cultivo de la música popular”. Aducía entonces Ortiz, que la música popular proporcionaba un espacio sociocultural, que “al ser compartido por todo el pueblo, contribuía a disminuir las tensiones raciales”, por lo que a su vez “ofrecía un camino para alcanzar un nivel más alto de consolidación nacional”.

La propuesta de Fernando Ortiz, como advertimos en el trabajo de Bridget Brereton, es cónsona también con las visiones nacionales que se desarrollan en el Caribe no hispano, aunque como sostiene Antonio Gaztambide Géigel, son más bien aspiraciones o ideales propios del capitalismo transnacional de la post-guerra. De hecho, Jesús Martín-Barbero, en De los medios a las mediaciones: Comunicación, cultura y hegemonía, sintetiza la solución a lo que se visualizaba ___en el Brasil de los años treinta___ como uno de los problemas a resolver, con la siguiente cita de E. Squef y J. M. Wisnik, estudiosos de la música negra en Brasil: “Estabilizar una expresión musical de base popular como forma de conquistar un lenguaje que concilie el país en la horizontalidad del territorio y en la verticalidad de las clases”. Más adelante señala Martín-Barbero:

“El camino que lleva la música, en el Brasil, del corral de samba ___y su espacio ritual: el terreiro de candomblé___ a la radio y el disco, atraviesa por una multiplicidad de avatares que pueden organizarse en torno a dos momentos: el de la incorporación social del gesto productivo negro y el de la legitimación cultural del ritmo que contenía aquel gesto. El populismo nacionalista acompañará, y en cierto modo posibilitará, el tránsito de un momento al otro, pero desbordado de un proceso que no cabe en su esquema político, pues hace estallar tanto el pedagogismo ilustrado como el purismo romántico”.

Este proceso, que Martín-Barbero llama la legitimación urbana de la música negra, es lo que, en referencia al caso cubano, Benítez Rojo considera la revolución musical que se inicia hasta más o menos una década después de la propuesta de Fernando Ortiz. Esta revolución, se inicia con la popularización del son, seguido de la rumba, la conga, el bolero, el mambo, el chachachá y otros ritmos, como el soneo contestatario que en la Salsa estudia Ángel G. Quintero Rivera. El auge musical de la época, según Benítez Rojo, importa el distintivo de lo cubano, por lo que, de entonces para acá, la mejor expresión cultural para definir lo cubano es la música y el baile. Así, la estereotipada visión de muchos extranjeros, que tiende a visualizar lo cubano o caribeño como música, baile, tambor y ritmo, encuentra su razón de ser en que “la música que ayudó a construir la nacionalidad cubana, tal como se expresa hoy, fue la negra y la mulata, es decir, música obviamente africanizada en mayor o menor grado”.

También, según Benítez Rojo, la revolución musical marcó el inicio de la modernidad cubana, cuando la música del son, tras recorrer la isla de oriente a occidente, tomó por asalto la ciudad de La Habana, enchufando a toda Cuba por “las bocinas de las vitrolas y de los primeros aparatos de radio”. De esta manera, el desarrollo tecnológico de la modernidad contribuye a la conquista de La Habana, pues abren la puerta para que las composiciones, voces y ritmos negros sean oídos y bailados en los hogares de los blancos. Esto permitió un convivir entre negros y blancos, en el cual el primero dejó de sentirse marginado debido a que es aplaudido, su trabajo es remunerado y es considerado un artista que no sólo canta y baila en las fiestas privadas, teatros, salones de baile y cabarets, sino que también es contratado para grabar en París o Nueva York.

Pero esta conquista o proceso legitimador del son cubano, como muy bien señala Benítez Rojo, fue resultado de una larga contienda cultural, por medio de la cual la música del negro tuvo que enfrentar los prejuicios enormes que se tenían contra todo lo que sonara a “música de color”. Tan enormes eran los prejuicios, que 1884 se había prohibido la fiesta afrocubana del Día de Reyes; dieciséis años después, bajo la ocupación gubernamental estadounidense, en el Ayuntamiento de La Habana se prohibió “el uso de tambores de origen africano en toda clase de reuniones”; en 1903, quedó prohibida la sociedad abakuá, lo que dio paso a que sus tambores y diablitos fueran sólo escuchados y vistos en la clandestinidad; en 1913, se destruyeron las comparsas de negros por estas haber infiltrado los desfiles del carnaval; y en 1922, el Secretario de Gobernación, emitió una resolución en la que “prohibía las fiestas y bailes ceremoniales de las creencias afrocubanas en toda la isla”. Arguyó el Secretario que tales ceremoniales afrocubanos pugnaban “con la cultura y la civilización de un pueblo” y eran “señaladas como símbolos de barbarie y perturbadores del orden social”.

El son por sí mismo también tuvo que enfrentar la música del jazz-band, pues se entendía como más propio para los blancos. Sin embargo, señala Benítez Rojo que el son por marcar “el ritmo que marcaban los tiempos”, tuvo el honor de impactar más que otros géneros y de contribuir a otros géneros, como la Salsa que, de acuerdo a Luis Brito García y Quintero Rivera, desarrollan los boricuas en el Nueva York de la migración de finales e inicios de los 70. El acercamiento de negros y blancos abrió paso a que los componentes culturales más africanizados, como el complejo ámbito del abakuá, la santería y el palo monte, se encaminaran a ser parte esencial de la cultura nacional cubana.

No obstante, debemos entender que no sólo la popularización del son influyó en la nueva mirada que a lo negro daban los intelectuales blancos de Cuba. Entre estas otras influencias, menciona Benítez Rojo: el protagónico que los negros desempeñaron en la guerra de 1895, la necesidad de buscar una manera más democrática de nacionalismo, la curiosidad antropológica y la preocupación sociológica, el auge de lo africano en el ámbito mundial, y cierto utopismo político inspirado por las revoluciones mexicana y rusa, todo lo cual contribuía a que se entendiera como urgente una nueva representación etnológica de lo cubano.

Así, los jóvenes cubanos, contrario a la hispanofilia que asumieron los intelectuales boricuas de la misma época (como muy bien se lo señaló José Luis González a Ana Lydia Vega), comprendieron que la cultura del país era “blanquinegra”, que lo que hasta ahora se había entendido como “cosas de negros”, por cultura bárbara propia del “hampa afrocubana”, era tan propiamente “criollo como la virgen de la Caridad del Cobre”.

Referencias:

Antonio Benítez Rojo, “La música como proyecto nacional”, La isla que se repite. Barcelona: Editorial Casiopea, 1998. Págs. 372-411.

Bridget Brereton, “Society and Culture in the Caribbean: The British and French West Indies, 1870-1980”, The Modern Caribbean. Chapel Hill, North Carolina: The University of North Carolina Press, 1989 (Franklin Nigh and Colin A. Palmer, eds.). Págs. 85-109.

Luis Brito García, “Contraculturas de la identidad”, El imperio contracultural: Del rock a la post-modernidad. Caracas: Editorial Nueva Sociedad, 1991. Págs. 151-153.

Antonio Gaztambide Géigel, “La revolución cultural mundial”, Historias vivas: historiografía puertorriqueña contemporánea. San Juan: Editorial Postdata, 1996. Págs. 198-203.

Jesús Martín-Barbero, “La legitimación urbana de la música negra”, De los medios a las mediaciones: Comunicación, cultura y hegemonía. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 1997 (4ta. Edición). Págs. 186-189.

Ángel G. Quintero Rivera, “Polirritmo, soneo y descargas: Salsa, democracia y la espontaneidad libertaria”, ¡Salsa, Sabor y Control! Sociología de la música “tropical”. México: Siglo Veintiuno Editores, 1999. Págs. 311-341.

Ana Lydia Vega, “De cómo fue descubierto el Caribe y no precisamente por Cristóbal Colón, Diálogo (UPR) mayo-1989. Págs. 22-23.